La
pampa provocaba una impresion de clausura cosmica, con sus aldehuelas
separadas por distancias inconmensurables. Asediada por vientos tenaces,
polvorienta en verano y convertida en lodazal en la epoca lluviosa,
sus tristes ranchos edificados con ladrillos o adobes y techos de zinc,
eran sitios que invitaban a la ausencia. Nunca una colina que quebrara
la monotonia de esos horizontes perennes. Solo matorrales ralos, aledaños
a campos en los que rumiaban placidamente los bueyes, en una tierra
creada para su regodeo.
Pero entre esas comarcas verdes y entre esos rebaños dociles,
surgia de trecho en trecho un arbol gigantesco, al que vientos y borrascas
no lograban doblegar: el ombu. Orgulloso, indomito, desafiante, guarida
para el extraviado, sombra bienhechora frente al sol, cobijo ante la
tempestad.
Solo
el rayo puede herirle de muerte, pero sabe morir de pie. El ombu.