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                  Mensajes
                desde Cuba:
                
 De: Miguel 
                Arencibia 
                Asunto: Artículo "Moral, ética y Justicia", de Eliades Acosta 
                Matos, Jefe Dpto. Cultura CC PCC, Para Cuba Socialista  
                 
                Vivimos en una época en que las posiciones radicales en 
                cualquier esfera de la vida social son reputadas como 
                excluyentes, problemáticas e indeseables. Los puntos de vista 
                políticos, filosóficos y religiosos; las preferencias 
                gastronómicas o culturales, las costumbres a la hora de amar o 
                morir, la adscripción o el rechazo a ciertos rituales y modas 
                que se reputan como universales y de buen gusto, incluso, como 
                “políticamente correctos”, suelen ser tomadas como signos de 
                modernidad e incluso, de elemental urbanidad. Vivimos en el 
                mejor de los mundos posibles, de creer en la solidez de tal 
                aspiración a lo homogéneo, a lo global, a lo astutamente 
                ecuménico. Lástima que todo sea una farsa engañosa, la manera en 
                que el capitalismo contemporáneo se sueña a sí mismo: un 
                horizonte de arribo o estación final del largo viaje de la 
                Humanidad a través de la Historia, remontadas ya las 
                contradicciones, eliminadas ya las clases sociales, construido 
                ya el consenso definitivo en que todos los hombres piensan, 
                sienten, aspiran y luchan por lo mismo. 
                 
                Tras esta constatación, llegamos al punto de la libertad y sus 
                límites: ¿Hasta qué grado estas mismas sociedades contemporáneas 
                conceden a la persona el derecho a ser diferente, a vivir de 
                acuerdo a sus propias normas, a su propio código de conducta, a 
                sus propios valores? Si concedemos crédito al guión de la obra, 
                el capitalismo garantiza todas estas libertades, e incluso más. 
                Si asistimos a la puesta en escena, el capitalismo no puede 
                garantizarlas y, de hecho, no las garantiza, sin socavar las 
                bases de su propia subsistencia, como sistema. Aunque de ello no 
                sea de buen gusto hablar, “los límites” son importantes, tan 
                importantes que preocupan de manera creciente a los ideólogos 
                liberales que han defendido la libertad individual más absoluta 
                como un artículo de fe, especialmente cuando se trata de atacar 
                a cualquier alternativa a su dominio.  
                 
                “No tener límites es un mensaje altamente controvertido” —ha 
                escrito, no un comisario político bolchevique, ni un judío 
                ultra-ortodoxo, sino Francis Fukuyama, uno de los más lúcidos 
                neoconservadores defensores del capitalismo contemporáneo—. 
                “Queremos romper reglas y normas que son injustas, poco 
                equitativas, irrelevantes o anticuadas, y buscamos maximizar la 
                libertad individual. Pero también necesitamos reglas que nos 
                ayuden a establecer nuevas formas de cooperación para sentirnos 
                conectados a la comunidad. 
                 
                “Estas nuevas normas” —concluye— “siempre entrañan limitaciones 
                a la libertad individual. Cualquier sociedad interesada en la 
                constante abolición de normas y regulaciones, en nombre del 
                incremento de la libertad individual de elegir y optar, se irá 
                sumiendo en una creciente desorganización y estará cada vez más 
                atomizada y aislada, incapaz de llevar a cabo tareas conjuntas y 
                de alcanzar objetivos conjuntos”.1  
                 
                Al hablar de “límites” y expresarse como un radical, Francis 
                Fukuyama, autor en 1992 del célebre El fin de la historia y el 
                último hombre, no ha temido perder su reputación ni sus elevados 
                honorarios como escritor de best sellers. Es más, siendo, como 
                es, un disciplinado guerrero ideológico del clan neoconservador, 
                en cuyo seno se formó desde la época de sus estudios en la 
                Universidad de Cornell, junto a Paul Wolfowitz, actual 
                presidente del Banco Mundial y artífice principal de la guerra 
                en Iraq, le ha dedicado al tema un libro publicado en 1999, 
                titulado La gran ruptura: la naturaleza humana y la 
                reconstrucción del orden social, curiosamente, otro éxito de 
                ventas. Al parecer, a estos semidioses de la nueva derecha 
                conservadora norteamericana les está permitido quebrar las 
                normas no escritas del lenguaje políticamente correcto y 
                enfrentarse a los mismos prejuicios que antes fomentasen, sin 
                que nadie los tache de ortodoxos. 
                 
                “La misma sociedad que busca una ausencia total de límites a su 
                innovación tecnológica” —nos dice— “se encontrará también sin 
                límites ante muchas formas de comportamiento personal, con el 
                consiguiente incremento de la criminalidad, de las familias 
                disfuncionales, de la cantidad de padres que no cumplen con su 
                obligación respecto a sus hijos, de vecinos no solidarios y de 
                ciudadanos que optan por marginarse de la vida pública”.2  
                 
                Al conjunto de tales males, es a lo que Fukuyama ha llamado “La 
                gran ruptura”, dando por sentado que el fenómeno vino a quebrar 
                una supuesta línea de desarrollo social anterior, caracterizada 
                por una vida idílica, moral, justa y feliz para todos sus 
                miembros, lo que hacía que los mismos estuviesen profundamente 
                interesados en su prolongación eterna. Lo que Fukuyama define 
                como “bases de las democracias liberales modernas”, que en su 
                opinión no tienen rival, son “el desarrollo económico y la 
                democracia estable”.3 Su lucha contra las causas que, en su 
                opinión, producen y reproducen la ruptura social, son un intento 
                por preservar el sistema luchando contra sus debilidades o 
                paliando sus contradicciones. “La tendencia de las democracias 
                contemporáneas liberales” —concluye— “a caer presas de un 
                excesivo individualismo constituye, quizás, su mayor 
                vulnerabilidad a largo plazo y se hace particularmente visible 
                en la más individualista de todas, la de Estados Unidos”.4 
                 
                Es interesante constatar que, a pesar de los males que tanto lo 
                desvelan, a Fukuyama no le parecen estos tan preocupantes como 
                para que deje de recomendar al capitalismo, con todofervor, como 
                la sociedad del futuro. Es más, entre las más recomendables y 
                extendidas de sus virtudes culturales apunta a la tolerancia, 
                mientras que señala al moralismo (“el intento de juzgar a la 
                gente de acuerdo con sus propias normas morales y culturales”) 
                como su defecto más repudiado, “el pecado entre los pecados”. 
                 
                ¿Qué significan estos extraños razonamientos?  
                 
                En primer lugar, que en la sociedad capitalista contemporánea, 
                en tiempos de explosión tecnológica y de exaltación delirante de 
                las ventajas y del carácter universal e ilimitado de la 
                libertad, entendida como apoteosis del individualismo burgués, 
                se ha llegado a un punto en que tal enfoque liberal ha producido 
                tantos prejuicios, en opinión de los conservadores tradicionales 
                y los neoconservadores postmodernos, como para abogar por “los 
                límites”. Y cuando, en una sociedad dividida en clase sociales 
                antagónicas se comienza a hablar de límites, de lo que en 
                realidad se habla es de coerción, de violencia, de imposición, 
                lo que se traduce, especialmente después del 11 de septiembre de 
                2001, dentro de Estados Unidos, en la implantación del Acta 
                Patriótica; la reclasificación de documentos desclasificados; el 
                aumento del secreto gubernamental; la creación del Northcom, un 
                comando militar anticonstitucional, con sede en Seattle, para 
                reprimir posibles disturbios internos; la creación de 
                superagencias de espionaje y seguridad; la eliminación de 
                derechos legales para detenidos; el secuestro de ciudadanos, la 
                legalización de la tortura y la represión a la prensa, y el 
                cierre de bibliotecas públicas. En el exterior, el despliegue de 
                una doctrina imperial, resumida en el Proyecto para el Nuevo 
                Siglo Americano, de 1997, y del cual las agresiones a Afganistán 
                e Iraq son apenas el comienzo. 
                 
                Aunque disfrazado bajo una retórica liberal, que se remite 
                constantemente a los derechos y las libertades, la teoría de 
                Fukuyama, como toda teoría neoconservadora, es profundamente 
                reaccionaria y antidemocrática. El final del cuento es el ya 
                esperado: “Existen cada vez más pruebas” —afirma Fukuyama— “de 
                que la Gran Ruptura siguió su curso natural y que el proceso de 
                establecimiento de nuevas normas ya ha comenzado”.5 Y para que a 
                nadie quepan dudas, subraya que… “el orden social deberá ser 
                reconstituido a través de las políticas públicas”,6 o sea, de la 
                acción del mismo estado al que tanto se denigró y satanizó bajo 
                el reinado del neoliberalismo. 
                 
                En nuestros días, como en aquellos en que los iluministas 
                franceses redactaban los artículos de la enciclopedia, los 
                debates morales y su relación con el futuro de la sociedad en 
                que vivimos alcanzan su cota más alta. No es casual que una 
                buena parte de esta polémica se dirima en el campo de los 
                valores, y se admita o no, este es un terreno quecolinda con el 
                de la libertad, la justicia social, el contenido y funciones del 
                Estado, o dicho de manera más sintética, si fuese posible, con 
                la defensa o no de un determinado régimen económicosocial.A 
                esto, a fin de cuentas, se reduce toda la prédica moralizante 
                que podamos escuchar, incluyendo los esfuerzos denodados de un 
                moralista,aparentemente etéreo, como Francis Fukuyama. En la 
                obra ya citada afirmó, como quien desliza una idea al pasar: “La 
                marcada dicotomía que a menudo se presenta entre el interés 
                personal y la conducta moral, en muchos casos resulta muy 
                difícil de mantener. Por lo tanto, el problema que presentan las 
                modernas sociedades capitalistas en cuanto a las relaciones 
                éticas no radica en la naturaleza misma del intercambio 
                económico. El problema está más bien en la tecnología y en el 
                intercambio tecnológico. El capitalismo es muy dinámico: es una 
                fuente de destrucción creativa que altera constantemente los 
                términos del intercambio [...] Esto vale tanto para el 
                intercambio económico como para el moral [...]”. 
                 
                Absuelto ya el capitalismo de haber cometido pecados de lesa 
                moral, gracias a esta Bula Pontificia de Fukuyama, indaguemos en 
                la magnitud y profundidad del problema real en Estados Unidos, 
                según la percepción de sus propios ciudadanos. De acuerdo a los 
                resultados de una encuesta aplicada recientemente por la firma 
                Fabrizio, McLaughlin & Associates for the Culture and Media 
                Institute entre 2000 norteamericanos, estos se mostraron muy 
                pesimistas con respecto al estado en que se encuentran los 
                valores en su país: 
                 
                - El 74% cree que los valores morales allí se han debilitado, en 
                comparación con los de hace 20 años. 
                 
                - El 73 % cree que los medios ejercen un efecto negativo sobre 
                los valores de los ciudadanos. Entre los republicanos esta 
                apreciación alcanza el 86% y entre los demócratas, el 68%. 
                 
                - Al ser encuestados acerca de qué factores son los que más 
                influyen en la pérdida de valores de los jóvenes 
                norteamericanos, el 57% acusó de ello a los padres y las 
                familias y el 21%, a los medios.  
                 
                Un periodista conservador, como Brent Bozell III, en un artículo 
                publicado el pasado 9 de marzo, bajo el sugestivo título de “Las 
                estadísticas del declive moral” sintetiza la situación dela 
                siguiente manera: “Los Estados Unidos necesitan ciudadanos que 
                no solo hablen de virtudes públicas, sino que las encarnen con 
                pasión y humildad. Revertir el proceso de decadencia moral que 
                sufrimos no es responsabilidad solo de los medios. Lo es también 
                de la lucha diaria en millones de hogares ante innumerables 
                situaciones éticas [...]”.7 
                 
                De creer los extraños razonamientos de Fukuyama, el proceso que 
                identifica como “la reconstitución del orden social”, con 
                énfasis en la palabra “orden”, tan cara siempre al capitalismo, 
                es lo que espera al sistema decadente que describen estas 
                estadísticas, precisamente al final de su colapso ético. Con un 
                optimismo digno del Cándido de Voltaire, Fukuyama declara: “Es 
                muy probable un retorno a la religiosidad…En vez de que la 
                comunidadsurja como consecuencia de una rígida fe religiosa, la 
                gente tendrá fe como consecuencia de su deseo de vivir en 
                comunidad. Lo efímero de los lazos sociales del mundo secular 
                hará que haya ansias de rituales y tradiciones culturales… La 
                religión se convertirá en fuente de ritual en una sociedad que 
                se ha visto despojada de toda ceremonia, y por lo tanto será una 
                razonable extensión del deseo natural de pertenencia con el que 
                nace todo ser humano”.8 
                 
                Pero ocurre que estos improbables rituales religiosos de nuevo 
                tipo, que un místico Fukuyama vislumbra como tabla salvadora en 
                medio de la borrasca derivada de la atomización social provocada 
                por el capitalismo, no son siquiera imaginables en los ghettos 
                negros o latinos de Estados Unidos, donde la vida pende de un 
                hilo en medio de los tiroteos de las pandillas de 
                narcotraficantes y la represión de una policía violenta y 
                racista, mucho menos en las favelas brasileñas o los barrios 
                marginales, e igualmente violentos, de San Salvador, Yakarta o 
                Calcuta. Quede esta idea trasnochada como el intento desesperado 
                de un samurai errante, fiel a la causa a la que juró hace mucho 
                tiempo consagrar su vida. Pero el problema que se plantea es 
                mucho más complejo y rebasa tales posiciones especulativas, para 
                llegar a las puertas del socialismo. 
                 
                ¿Acaso en el socialismo no existen los problemas y dilemas 
                morales? 
                 
                ¿Acaso en Cuba, en estos mismos momentos, no tiene lugar una 
                lucha contra la pérdida de valores y contra la corrupción? 
                ¿Acaso en el Aula Magna de la Universidad de La Habana, hace un 
                poco más de un año, Fidel no nos hizo reflexiones 
                trascendentales, incluso una alerta estremecedora sobre los 
                peligros que nuestros errores, en última instancia, y 
                esencialmente, de índole ética, podrían provocar, llegando 
                incluso, como advirtió, a provocar la reversibilidad del 
                socialismo y la pérdida de la Revolución? 
               | 
              
                 Estoy seguro 
                que si aplicamos entre 2 000 cubanos una encuesta parecida a la 
                aplicada en Estados Unidos, las respuestas tendrían puntos de 
                contacto, y los peligros y amenazas que se vislumbrarían 
                tendrían similar naturaleza, aunque, por supuesto, orígenes y 
                soluciones diferentes. Para nosotros, los cubanos, no es la 
                falta de justicia social la causante de las desigualdades que 
                provocan la pérdida de valores, aun cuando las diferencias que 
                se observan en el país, como peligroso e indeseado fenómeno 
                acrecentado en el período especial, influyen también, y no poco. 
                Pero es esencialmente en otras aristas de nuestra realidad donde 
                debemos de ubicar el caldo de cultivo de los problemas morales 
                que nos afectan, y que son decisivas, no secundarias, para la 
                defensa del proyecto social que defendemos. Veamos apenas cuatro 
                de ellas, de sobra conocidas por todos: 
                 
                - Los problemas derivados de la situación económica del país, de 
                los agobios de la vida cotidiana, de las carencias materiales, 
                del elevado costo de la vida, de los muchos deficientes 
                 
                servicios que prestamos al ciudadano, fruto, por igual, de la 
                implacable guerra a que nos somete el bloqueo norteamericano, 
                como a nuestras deficiencias y errores. La falta de una lógica 
                económica palpable, que relacione el aporte social con su 
                consecuente retribución, sumado a la imagen de improvisación que 
                frecuentemente proyectamos, introducen elementos de 
                incertidumbre en todo el cuerpo social, que es, al fin y al 
                cabo, su reflejo, y del que no escapan nuestras conciencias 
                individuales y nuestra conciencia colectiva. En última 
                instancia, los valores morales son constantemente puestos a 
                prueba, y erosionados hasta el colapso, por situaciones 
                materiales no resueltas, que se prolongan ya por varias 
                generaciones. Pensemos, nada más, para ilustrar esta reflexión, 
                en la influencia de la escasez y el mal estado de muchas 
                viviendas sobre una institución tan decisiva para la transmisión 
                de valores como la familia. 
                 
                - La tensión existente entre los valores que divulgamos y 
                proponemos a las nuevas generaciones, a través del discurso 
                público de nuestra educación y nuestros medios de comunicación, 
                y la manera en que los ejercemos en la práctica, o la 
                posibilidad real, incluso, de encarnarlos en la vida cotidiana. 
                Aquí la batalla de la opinión pública no siempre la ganamos. 
                Cuando, por ejemplo, no es posible ejercer la crítica a lo mal 
                hecho al descubierto, irectamente, o admitimos con resignación 
                que una denuncia anónima reciba el mismo grado de atención que 
                una denuncia pública, actuamos sin percatarnos que, 
                especialmente en el terreno de la ética y los valores, cualquier 
                medio no justifica los fines, y que una vez lesionado un 
                principio moral, todo lo que viene detrás nace manchado desde el 
                origen, revirtiéndose, tarde o temprano, contra la ética, el 
                civismo y los principios que defendemos. Para decirlo de manera 
                más directa, si cabe: sin respetar el derecho público, 
                constitucional, ciudadano, que todos tenemos a opinar y 
                criticar, a proponer y debatir, en fin, a participar; sin 
                garantizar, en la práctica, que los contrapesos democráticos de 
                nuestra sociedad, como son las leyes y el ejercicio de un 
                periodismo responsable y objetivo, comprometido desde la raíz 
                con la Revolución y el socialismo; sin la acción ética y eficaz 
                del partido y de nuestras organizaciones sindicales, políticas y 
                de masas, seguirán floreciendo actitudes que, envueltas 
                astutamente en la bandera, continúen lesionando la moral de 
                nuestra causa y su más que justificada defensa. 
                 
                - El problema de los paradigmas y las jerarquías morales sigue 
                siendo un problema retórico, frecuentemente. No hemos logrado, 
                en la realidad, que nuestras políticas incentiven la imitación o 
                la identificación consciente de modelos positivos, en parte, por 
                desconocer las leyes de la comunicación moderna, el poder de los 
                símbolos, las posibilidades de la tecnología, y también por 
                nuestro afán de resaltar solo valores históricos colectivos, 
                raramente individuales o contextualizados en nuestros días, que 
                si bien son positivos no facilitan la identificación directa y 
                espontánea de los más jóvenes. No siempre hemos entendido el 
                papel que desempeña en nuestra época el arte, la literatura y la 
                cultura, en general, y que estos son los vehículos idóneos, 
                prácticamente de los más eficaces hoy, para hacer trabajo 
                político e ideológico y prédica de valores. Debemos 
                preguntarnos, ¿cuál es la imagen que trasmitimos acerca de lo 
                que es el éxito individual y colectivo en el 2007?; ¿cuáles son 
                hoy las jerarquías y los dilemas éticos para nuestros jóvenes?; 
                ¿qué significa, en nuestros días, por ejemplo, ser un buen padre 
                o una buena madre?; ¿cómo se mide ahora el nivel de satisfacción 
                material y espiritual de las personas?; ¿tenemos conciencia de 
                que debemos empezar prácticamente de cero, ahora que empezamos a 
                salir de esa inmenso tsunami que fue el período especial, donde 
                los valores que nos salvaron fueron sometidos a una prueba 
                durísima y a la erosión lógica de los apremios de la 
                sobrevivencia? 
                 
                - Por último, ¿cómo vamos a solucionar el dilema que se deriva 
                de la convivencia entre nosotros de modelos derivados de la 
                exaltación del pasado capitalista idealizado, de la promoción de 
                falsos estilos de vida que nos regala generosamente el 
                capitalismo mediante su maquinaria de propaganda y de la 
                imitación de modelos del Primer Mundo en un país del Tercero? 
                Imitar a ese mismo capitalismo en las empresas mixtas, 
                envolviéndolo en una parodia de socialismo epidérmico, es 
                probablemente, el peor de los daños que podamos causar a la 
                moral del pueblo cubano, a la causa del socialismo en Cuba. No 
                hay socialismo donde no haya revolución, y revolución es, por 
                definición, el barrer con lo peor del pasado y, a la vez, 
                construir una vida nueva para todos, sin excepción, sintetizando 
                lo mejor del ayer con el presente, sin dejar de construir un 
                nuevo mañana. El socialismo del siglo XXI tiene que entablar su 
                propio diálogo con la modernidad, en todas sus vertientes, desde 
                la moda hasta el entretenimiento; desde la apropiación de las 
                más modernas tecnologías para mejorar y hacer más plena la vida 
                de todos, hasta el respeto a la sensibilidad de nuestra época en 
                temas tales como la libertad de expresión, el libre acceso a la 
                información, la participación democrática, el respeto a la 
                diferencia (no la tolerancia, que es una actitud frecuentemente 
                hipócrita y paternalista), el culto a la espiritualidad, a la 
                solidaridad y al internacionalismo, el respeto a la vida y a los 
                derechos individuales y colectivos de los seres humanos, todos 
                los cuales están lejos de ser dádivas emponzoñadas del 
                capitalismo, destinadas a socavarnos y derrotarnos desde dentro, 
                sino CONQUISTAS DE MUCHAS GENERACIONES DE LUCHADORES SOCIALES, 
                ANTIIMPERIALISTAS Y ANTICAPITALISTAS, O SEA, DE LUCHADORES POR 
                LA REVOLUCIÓN Y EL SOCIALISMO, AUNQUE NO LO SUPIERAN O LO 
                EXPRESARAN DE MANERA CONSCIENTE. El capitalismo se ha apropiado 
                indecentemente de ellas para su propaganda, no para asumirlas ni 
                aplicarlas, pero no les pertenecen: en rigor, las odia y le 
                repugnan, pero las ha reciclado a su favor siguiendo su astuta 
                táctica de apropiarse de la imagen exterior de lo que lo amenaza 
                y de unirse a lo que no pueda, en esencia, derrotar. 
                 
                ¿Cuánto ayuda a la ética y la justicia que defendemos, o cuánto 
                la daña, que un marginal, que un pícaro sin cultura, sin 
                espiritualidad, sin valores, de los que siente instintivo 
                rechazo por el sacrificio, aparezca en los espacios estelares de 
                la televisión cargado de joyas, vistiendo llamativamente, 
                deslumbrándonos con la narración de los éxitos de “su carrera”, 
                o se desplace por la ciudad con el auto de último modelo pasando 
                por al lado de jóvenes como él, que con esfuerzo y sacrificio 
                están estudiando, preparándose para el futuro, que han creído en 
                nosotros cuando le hemos dicho que solo el cultivo del talento, 
                el estudio y el trabajo son las vías adecuadas para ascender en 
                la escala social de nuestro país? 
                 
                ¿Cuánto ayuda a los valores que defendemos que alguien desde un 
                puesto de funcionario público ignore las quejas o reclamos 
                justos de los ciudadanos, que se crea con derecho a ignorar la 
                opinión de los demás, o a tomar decisiones que afectan a otros, 
                por sí y ante sí? Para ser más concretos, y poner un ejemplo, 
                alguien decidió instalar una caseta para cobrar la entrada al 
                conocido parque del Cristo de La Habana, espacio público y 
                tradicionalmente abierto a todos. Esta manera arbitraria y 
                oportunista de ingresar dinero a costa de un espacio público, 
                sin invertir nada, sin hacerlo mejor, sin asumir los gastos de 
                mantenimiento y protección de la escultura, ni de las áreas 
                verdes aledañas, debería ser, en sí misma, una señal de alarma: 
                sin duda, estamos en presencia de una decisión éticamente 
                injustificable, tomada sin consulta, sin análisis, como si lo 
                que es de todos fuese propiedad privada o empresarial, una 
                especie de expropiación cuasi-capitalista, y por lo tanto 
                injusta, de la propiedad social; una solapada privatización 
                neoliberal a las puertas de la ciudad que estoy seguro, alguien 
                intentará justificar con la necesidad de recaudar dinero para el 
                país. 
                 
                Sigamos la lógica de este mismo caso para continuar ilustrando 
                la necesidad de reforzar el nexo cotidiano entre ética, moral y 
                justicia en Cuba socialista. Lo decidido de manera tan 
                arbitraria e injusta por alguien, en tanto que afectación 
                colectiva, debió suscitar las quejas de la población, las 
                denuncias de la prensa, la activación de las instituciones y los 
                órganos locales del Poder Popular. No quiero ser absoluto, pero 
                hasta donde conozco, todo sigue sin novedad en el frente. 
                 
                Cuando Fidel dijo en 1986, en la clausura del V Congreso de la 
                UPEC, en medio del prometedor proceso de rectificación de 
                errores y tendencias negativas, lamentablemente pospuesto por el 
                período especial “[...] prefiero los inconvenientes de las 
                equivocaciones a losinconvenientes del silencio… Creo en la 
                vergüenza de los hombres y por eso creo en la crítica”, nos 
                estaba dando una lección de moral y justicia, o mejor dicho, 
                estaba exponiendo las ventajas innegables de la única 
                metodología socialista conocida capaz de lidiar con los 
                fenómenos sociales indeseables, que tanto daño provocan a la 
                causa del propio socialismo. Porque el capitalismo, ya lo 
                sabemos, es inmoral e injusto, pues se basa en el despojo, la 
                explotación del hombre por el hombre y el egoísmo, pero el 
                socialismo no se puede dar ese lujo, sin salir lesionado, ni 
                siquiera una sola vez, ni siquiera cuando un irresponsable 
                afecta al más humilde de sus ciudadanos. 
                 
                Mientras Francis Fukuyama intenta aliviar los males incurables 
                que corroen al capitalismo recetando tonterías para reconstruir 
                un orden social imposible de reconstruir, si antes no se 
                construye una relación fraternal y humanista entre los hombres, 
                lo que, a su vez es incompatible con la propiedad privada sobre 
                los medios de producción y las relaciones de subordinación que 
                de esto se derivan, en nuestro socialismo no hay otras vías para 
                alcanzar las metas que nos hemos trazado que no pasen por la 
                consolidación y despliegue de las potencialidades de nuestra 
                economía, la solución paulatina de los problemas y carencias 
                materiales que padece una parte considerable de nuestro pueblo, 
                la sincronización entre los valores ideales en los que creemos y 
                nuestras actuaciones en la vida cotidiana, el fortalecimiento de 
                las tendencias socialistas en la vida social y su adecuado 
                reflejo en los medios, la educación y la familia, el fomento de 
                una cultura general integral en todos nuestros ciudadanos, sin 
                excepción, la participación colectiva en las decisiones 
                esenciales que nos afecten, el despliegue de la crítica y el 
                fortalecimiento de la ley como factores de contrapeso 
                democrático y cívico, de vigilancia contra las tendencias al 
                acomodamiento, la corrupción, el autoritarismo, la 
                insensibilidad y el renacimiento subterráneo del capitalismo que 
                intenta copar el todo tras copar las partes. 
                 
                Y cuando hablamos de esto estamos hablando de ética, moral y 
                justicia, de verdad y para todos, no como suele hacer Francis 
                Fukuyama, ese astuto abogado de las grandes corporaciones 
                norteamericanas que se disputan el dominio del mundo, 
                disfrazadas de filantrópicas comadres preocupadas por la matanza 
                de focas en el Ártico mientras sus alegres marines en Iraq 
                destripan a las mismas niñas que violaron antes de asesinar. 
                 
                ¿Mediante qué liturgia religiosa de nuevo tipo, según las doctas 
                fórmulas de Fukuyama, alguno de los dioses conocidos por el 
                hombre podría absolver a tales bestias?  
                 
                El socialismo es el futuro de la humanidad, pero sobre él pende 
                un peligro: depende de todos, hasta del último hombre y mujer, y 
                no solo de una vanguardia, como antes se creía. 
                 
                Por eso no tenemos más remedio que ser éticamente mejores y más 
                justos, aquí y ahora. 
                 
                Notas: 
                 
                1 Francis Fukuyama: La gran ruptura: la naturaleza humana y la 
                reconstrucción del orden social, Editorial Atántida, Buenos 
                Aires, 1999, pp. 34-35. 
                2 Ídem, p. 35. 
                3 Ídem, p. 28. 
                4 Ídem. 
                5 Ídem, p. 349. 
                6 Ídem, p. 338. 
                7 Brent Bozell III: “The Numbers on Moral Decline”. En 
                Townhall.com, 9 de marzo, 2 0 0 7 . 
                8 Fukuyama: Ob. cit., p. 359. 
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