Opinión
La
alarma que nadie quiso activar
Por Graciela Guadalupe
Hay alguna gente que sopesa la vida por las alegrías; otra, por
las cachetadas que le pega.
Las
varas son tan cortas o tan largas como el ánimo del medidor de
turno.
Aquí,
en la ciudad de Buenos Aires, hubo un hecho atroz que muchos habían
anunciado que podía suceder.
Los
optimistas lo minimizaron, mientras que los pesimistas omitieron siquiera
analizarlo, acostumbrados como están a negarlo todo.
Si
otra hubiera sido la conducta, si otro hubiera sido el compromiso, seguramente
hoy no habría un Cromagnon en la historia negra de los delitos
aberrantes y no existiría -jamás debieron existir- 191 nombres
en la más penosa de las actas: la de defunción.
* * *
La
alarma estaba ahí, pero nadie la hizo sonar.
La
pudo haber accionado la Legislatura porteña, cuando hace más
de siete meses la Defensoría del Pueblo le alertó que un
altísimo porcentaje de locales porteños no garantizaba la
más mínima seguridad en el distrito.
Es
más, muchos ni siquiera estaban habilitados. Eran muchos los que
estaban al tanto de todo eso. Pero no, la alarma no se activó.
También
la pudo haber disparado la oposición parlamentaria, cuando vio
naufragar sin dar mayor pelea un proyecto de su autoría presentado
el 4 de junio de 2004 por el que reclamaba al Poder Ejecutivo redoblar
las inspecciones de rutina.
Es
curioso, pero en los fundamentos de esa iniciativa, su autora decía
que parecía "innecesario insistir sobre la imperiosa necesidad
de proteger la vida de nuestros jóvenes con medidas básicas
de seguridad". La realidad le demostró que en este tema todo
lo mucho es poco y todo lo poco es muerte.
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* *
De
haberlo querido, el propio Aníbal Ibarra pudo haber hecho aullar
los sensores que auguraban el peligro reglamentando una ley que lo obligaba
a intensificar los controles en las escuelas de modo de que nunca más
una Amparo Alfonsín muriera atravesada por la absurda rotura de
un vidrio absurdamente colocado en un colegio.
Pero
no, el jefe de gobierno no sólo no quiso escuchar la ensordecedora
alarma. La apagó vetando esa norma que creaba un programa llamado
"Escuelas seguras", sancionada seis días antes de la
tragedia de la disco de Once.
Y
qué decir de los diputados oficialistas y opositores, que perdieron
meses y meses hasta sancionar el nuevo Código de Convivencia que
empieza a regir hoy, entre otras cosas, con la expresa prohibición
de dejar entrar a menores de 18 años en los boliches, de usar pirotecnia
en espectáculos masivos y de vender más entradas que las
permitidas según la capacidad con la que fue habilitado cada local.
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Para
los pesimistas, tal vez la tragedia tenga el sentido inútil del
escarmiento.
Los
optimistas, en tanto, podrán pensar que es mejor una inspección
tardía que la falta absoluta de controles.
Qué
bueno sería hacer de la previsibilidad un hábito y de la
responsabilidad un culto.
No
vaya a ser cosa que dentro de otros 50 años sigamos haciéndonos
cargo de los magníficos pero dolorosos versos de César Fernández
Moreno -el hijo de Baldomero, el heredero de los setenta balcones-, cuando
en 1954 escribió que en la Argentina "los timbres de alarma
sólo suenan cuando se descomponen; entonces, de todos modos, nadie
se alarma".
La Nacion, Sábado 22 de enero de 2005
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