El
análisis
Huellas de la sociedad invisible
Por Enrique Zuleta Puceiro
Sabemos
muy poco, casi nada, de nuestros jóvenes.
Apenas
unas decenas de cuadros estadísticos, de origen y factura tan sospechosa
como la mayor parte de nuestras estadísticas oficiales, pensadas
siempre a impulsos del modelo económico de turno, a pesar del esforzado
empeño de un puñado de investigadores que luchan todavía
contra la corriente, procurando saldar siquiera en parte la ancha brecha
que separa los discursos de las realidades.
El
clamor de las víctimas de la discoteca República Cromagnon
vale por eso más que mil estudios y propuestas de políticas
sociales.
Es
el alarido sordo y desesperado de una inmensa primera minoría de
sociedad que se resiste a ser apenas un número estadístico,
apenas definida por los límites convencionales del criterio demográfico,
eterna ausente de los discursos políticos, sin programas ni propuestas
y hoy acorralada ante la frontera explosiva del riesgo social.
América
latina
La situación de la juventud argentina no es en este sentido muy
diferente de la del resto de América latina.
Nuestros
jóvenes podrían ser encuadrados perfectamente dentro de
lo que Felipe González ha definido en su contribución al
Informe del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD)
sobre "La democracia en América latina" como los sectores
invisibles en las sociedades latinoamericanas.
Los
jóvenes no forman parte de la sociedad política ni de la
sociedad civil. Simplemente, no tienen identidad, proyecto, organización
social ni formas de lucha que les permitan ser y defenderse, conquistar
y construir derechos, respeto y, sobre todo, ciudadanía.
En
una sociedad que ha incrementado exponencialmente sus capacidades políticas,
los jóvenes argentinos han perdido casi de antemano la batalla
por el poder. Sin instituciones ni cauces establecidos de organización
y expresión colectiva ven estancarse sus expectativas más
básicas, acorralados en los desfiladeros sin salida de exclusión
social y condenados sin apelación al inmenso apartheid de una sociedad
que, precisamente por no haber sabido qué hacer en su día
con su riqueza, hoy no sabe qué hacer con su pobreza.
Está
muy claro que no es el problema de un gobierno. De hecho, las iniciativas
en materia de educación o juventud de la administración
actual superan largamente a las de las administraciones anteriores en
los 20 años de transición democrática.
La
cuestión es mucho más profunda y tiene que ver con toda
una manera de ver el mundo, el papel de la política y la función
misma del Estado en la sociedad.
La
tragedia
El desastre de República Cromagnon ha vuelto a poner en evidencia,
sobre todo en la ciudad, las falencias y dificultades de un cierto progresismo
político al que le cuesta todavía enfrentar los problemas
de la gestión pública.
Una
cosa es, en efecto, construir ciudadanía, afirmar los derechos,
ampliar las fronteras de la participación y ganar, desde la ética
de las convicciones, el respeto de la sociedad y otra, muy diferente,
resolver todos los días, desde la ética de la responsabilidad,
los problemas de la gestión de las cosas concretas, que hacen a
la vida -y ahora comprendemos también que a la muerte- del ciudadano
común.
El
recurso político, torpe y desesperado vuelve a ser el mismo: llamar
a un piloto avezado de tormentas, fogueado en los avatares de la vieja
política en el infierno bonaerense y delegarle el trabajo sucio
que no se quiso, no se supo o no se pudo hacer, confiando en que, en su
torpeza y secreta complicidad, la oposición vuelva a proponer los
mismos candidatos de siempre, confiando en que la sociedad, harta y escéptica,
trague una vez más el remedio del mal menor.
Nada
indica, por el momento, que la tragedia que estamos viviendo vaya a ser
ese indispensable punto de inflexión. Pero es, sin duda, una de
las oportunidades más claras que jamás hayamos tenido para
no volver a tropezar una vez más con las mismas piedras.
El
autor es profesor de la Universidad de Buenos Aires y presidente de la
consultora OPSM
La Nacion, Domingo 9 de enero de 2005 |