La
argentinidad cromagnona al palo
Por Fernando A. Iglesias
Nací a menos de un kilómetro de República Cromagnon,
así que de lo que voy a escribir es de mí mismo. Los cromagnones
somos solidarios, macanudos, buena gente. Acaso nuestro único defecto
sea nuestra completa incapacidad para la autocrítica.
Los
cromagnones somos valientes. Tenemos el culto del coraje y la tradición
del cuchillo en las esquinas rosadas. Cuando ardieron las Torres de la
"consumista y corrupta" ciudad de Nueva York, en el "cobarde
y egoísta" Imperio, más del 10% de las víctimas
fueron bomberos y policías que acudieron a ayudar a los que estaban
atrapados entre las llamas. En cambio, en la organizadísima República
Cromagnon, todos los muertos fueron niños y adolescentes cromagnones.
Los
cromagnones somos inocentes. Si el techo de los locales administrados
por la famosa burguesía nacional cromagnona se incendia día
por medio, aumentamos la cuota semanal del inspector cromagnon que nos
ha tocado en suerte y le rezamos a Dios, que como todos saben es cromagnon
y patriota y hace goles con la mano en los mundiales de fútbol
para entusiasmo de la afición cromagnona. Después, nos lamentamos
por la "desnacionalización de la economía cromagnona",
esa desgracia abrumadora.
Los
cromagnones somos metafísicamente inocentes. El jefe de gobierno
de la capital cromagnona, uno de los dirigentes principales de una alianza
política que causó uno de los mayores incendios de la historia
nacional, se presentó a la campaña para su reelección
diciendo: "Mientras yo era alcalde de la capital de Cromagnonia ocurrió
uno de los mayores desastres de la historia del país, cuyas peores
consecuencias superamos gracias a nuestra labor tan esforzada". Coherentemente,
cuando una discoteca de la ciudad Buenos Aires Tóxicos se le incendia,
el alcalde cromagnon declara a la prensa internacional, lleno de orgullo:
"Nuestros sistemas de emergencia se desempeñaron brillantemente".
Así, de amianto, es el progresismo en la República Cromagnon.
Los
de abajo también somos cromagnones. Si los padres de un adolescente
cromagnon de trece años lo dejan ir solo a un lugar lleno de peligros,
en el que "meten" tres veces la capacidad autorizada y en el
que el alcohol, la droga y el descontrol no son la excepción sino
la regla, ante su muerte acusarán al alcalde cromagnon de asesino.
Y las madres cromagnonas que dejaron a sus bebes en la guardería
del baño por el módico precio de un peso declararán
indignadas ante las cámaras de Cromagnon-TV que toda la culpa es
de Omar Chabón, otro gran PYME de la República Cromagnon.
Después, todos juntos organizaremos un santuario y una marcha en
la que sostendremos que los que murieron viven y están entre nosotros,
porque en la República Cromagnon todo se arregla con magia y protestando
contra los poderes establecidos.
Paleolítica
realidad
Los cromagnones somos víctimas. No importa cuánto hagamos
para empeorar nuestra paleolítica realidad, los cromagnones somos
víctimas ontológicas de un poder ajeno y alienante que nos
impide tomar en nuestras manos el curso de nuestras vidas. Por eso, en
la República Cromagnon la culpa es, por definición, de otro.
Cuando acusar a los extranjeros no es posible siempre queda el recurso
al pasado. Así, Méndez culpará a Don Alfonso, De
la Garúa a Méndez, Del Balde a De la Garúa, y los
que están ahora a todos los anteriores, empezando por sus ex aliados
de su propio partido. Por las calles, los cromagnones gritamos "¡Que
se vayan todos!", y después votamos a los que tenían
que irse, que es eso lo que se entiende por democracia representativa
en la República Cromagnon.
Los
cromagnones somos, afortunadamente, inmortales. Obsérvese el comportamiento
de los adolescentes rockeros cromagnones o de cualquier peatón
o conductor cromagnon y se verá que está convencido de la
indudable inmortalidad propia y ajena. Las estadísticas muestran
que cada año en la República Cromagnon mueren en accidentes
de tránsito tres veces más cromagnones que personas en cualquier
otro país vecino, cinco veces más que en los aburridos países
anglosajones, diez veces más que en ese antro de la monotonía
que son los reinos escandinavos, donde los jóvenes se suicidan.
Si mejoráramos sólo un poco, evitaríamos cada mes
una masacre del doble de la magnitud de la ocurrida en "República
Cromagnon". Explíquele usted esto a un colectivero cromagnon
y será excomulgado por pertenecer a la campaña anticromagnona
que orquestan nuestros enemigos.
Mueren
más cromagnones en accidentes de tránsito que en asesinatos.
Sin embargo, salir a las calles con velas a reclamar al Estado cromagnon
que actúe en materia de seguridad es ya un hábito social
en Cromagnonia, mientras que frenar ante un semáforo amarillo constituye
un insulto a la identidad nacional que los demás cromagnones reprochan
al infractor haciendo sonar sus bocinas y embistiéndolo por la
retaguardia. Los mismos cromagnones que liquidaron el Estado de bienestar,
subieron la desocupación a dos dígitos y crearon ayer la
mano de obra hoy desocupada se quejan ahora de la falta de seguridad en
Cromagnonia. También a la derecha de la República Cromagnon
todo se arregla con una buena marcha y un santuario que exprese cuánto
queríamos a los que murieron.
Los
cromagnones sabemos divertirnos. Tirar fuegos artificiales contra el techo
de poliuretano de un lugar pequeño, cerrado, superpoblado, inflamable,
sin ventilación, en penumbra, sin salidas de emergencia ni sistema
antiincendio, nos parece de onda. Viajar colgados en trenes cromagnones
o en aviones cuyas alarmas no paran de sonar, depositar nuestro dinero
en bancos cromagnones y dejar el destino del país completamente
en manos de nuestros cromagnones dirigentes figuran entre nuestros deportes
extremos preferidos. Primero les agradecemos por haber fundado, ¡por
fin!, la verdadera Cromagnonia, ese país condenado al éxito.
Casi inmediatamente después los crucificamos y aseguramos que nunca
los hemos votado (si eran cromagnones políticos) o apoyado (si
eran militares cromagnones). Después, para consolarnos, escribimos
largas parrafadas acerca de la memoria histórica cromagnona.
Los
cromagnones somos piolas. Esas puertas de seguridad que en todo el mundo
se abren desde adentro y garantizan los escapes de emergencia son aquí
el mejor recurso para colarse en el recital de nuestro grupo de rock cromagnon
preferido. Lamentablemente, los empresarios pymes cromagnones son más
piolas aún, y los traban con cadenas y candados para asegurarse
sus ganancias en pesos cromagnones, que luego invierten en algún
paraíso fiscal al mismo tiempo que piden protección para
la eternamente naciente industria cromagnona.
¿Y
los funcionarios cromagnones responsables de controlar la cantidad de
concurrentes, la inflamabilidad de los techos y el acceso a las salidas
de emergencia? Estaban brindando con sus familias por las fiestas, porque
los cromagnones somos familieros y fiesteros. Amamos a la familia por
sobre todas las cosas, con excepción de las fiestas.
Los
cromagnones amamos a nuestro país por sobre todas las cosas. A
cada éxito deportivo o militar salimos a expresar por las calles
nuestro amor por la patria cromagnona. Alentamos a nuestros deportistas
cromagnones. Denigramos a sus infames rivales. Nos preparamos para batir
muchos récords mundiales: el de corrupción, el de evasión
fiscal, el de presidentes en una semana, el de desigualdad social, el
de lavado de dinero, el de maxikioscos-lavaderos-locutorios inaugurados
en un fin de semana, el de muertos por kilómetro recorrido, el
de retroceso veloz hacia el monocultivo. Las estadísticas demuestran
cuán cerca estamos de quedarnos con casi todos ellos. El récord
mundial de muertos por incendio en discoteca acaba de escapársenos
por muy poco. Los chinos mantienen su inmerecida supremacía, derivada
simplemente de su superioridad numérica. Pero no está todo
dicho. Los cromagnones no nos desmoralizamos fácilmente y tenemos
aguante. Seguramente volveremos a intentarlo. El ingenio nacional cromagnon
acecha. Por ahora, como primera represalia, debemos rechazar las inversiones
chinas, porque los cromagnones no necesitamos nada del mundo. Vivimos
con lo nuestro y nos bastamos a nosotros solos, con nuestra original cultura
cromagnona y nuestras cromagnonas tradiciones. Después de todo,
la República Cromagnon es el único lugar del planeta en
el que la palabra "bárbaro" tiene un significado positivo.
A
los cromagnones no nos une el amor, sino el espanto. ¿Será
por eso que sufrimos tanto?
El
autor es politólogo y autor de ¿Qué significa hoy
ser de izquierda? (Sudamericana).
La Nacion, Domingo 9 de enero de 2005 |