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¿Y Yoshie? ¿Que ha sido de la vida de Yoshie?
El
diario La Nacion entrevisto a la Sra. Kamioke, ya cumplidos los
77 años, viuda y cerrada su tintoreria.
A
60 años de aquella pesadilla, a 10 de aquella conmovedora
entrevista, Yoshie mantiene intacto su ruego:
Las
manos... las manos juntas... Para que 'guera' no haga mas feliz
a la muerte, las manos deben juntas estar.
Manos suyas con manos mias.
Manos mias con manos otras.
Manos otras con manos otras.
¿Entendiste?"
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Yoshie
Kamioke, de 77 años, recrea el horror desde su casa de Olivos
Foto: Gustavo Cherro
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Yoshie,
la mujer que sobrevivió a Hiroshima
El día de la explosión tenía 17 años;
vive en Buenos Aires
Dice
que su nombre, Yoshie, significa bonita en japonés. Un adjetivo
que le cuadra perfectamente a esta mujer de sonrisa ancha, piel luminosa
y ojitos chispeantes, tal vez la única sobreviviente de Hiroshima
que vive en Buenos Aires.
De
aquel horror casi no quedan rastros en su cuerpo frágil y
menudo, salvo por la piel gastada y lacerada en su brazo izquierdo,
donde sufrió la mayor parte de las quemaduras, y la ausencia
del pecho izquierdo. Claro que las huellas más profundas
son aquellas que no se ven, pero que se adivinan cada vez que la
mirada de Yoshie Kamioke se pierde en algún recuerdo lejano.
“Yo
me acuerdo siempre. No puedo olvidar ese día”, suspira
Yoshie, 77 años, viuda, dos hijos, sentada con los piecitos
descalzos, las pantuflas a un lado, en el living de su casa de Olivos.
Ese
día es el 6 de agosto de 1945; tenía 17 años
y esperaba el colectivo para ir a su trabajo, en la oficina de gobierno
de Hiroshima. Eran las 8.15.
"Escuchó
ruido de avión y luego vio rayo de luz amarilla", cuenta
a LA NACION en un español entrecortado que habla con dificultad,
a pesar de que ya lleva casi 50 años en la Argentina.
Después,
dice, después pasó todo muy rápido: una fuerza
brutal la empujó varios metros y la hizo rodar por el piso,
el día se hizo noche y el fuego subió por su cara,
su pecho, sus brazos.
"No
sabía dónde estaba, qué pasaba. Todo se puso
negro. ¿Cómo imaginar yo que era bomba atómica?"
Hoy
sabe que estaba a 17 cuadras del epicentro de la explosión.
Cuando logró incorporarse, con las piernas temblando y el
cuerpo cubierto de cenizas, recuerda que no podía abrir los
ojos ni la boca. Finalmente, sus párpados, duros como piedras,
lograron despegarse. Miró a su alrededor. Vio las casitas
de madera, tradicionales en Japón, ardiendo ("Ardieron
durante tres días y tres noches"), los rostros de la
gente desfigurados por el dolor y las quemaduras. Y sangre, mucha
sangre.
Cuenta
Yoshie, con la voz cargada de emoción, que lo único
que oía eran los gritos desesperados de los heridos reclamando
un médico, atravesados por los llantos de bebes. "En
la ciudad todos mujeres y chicos. Los hombres estaban en guera",
aclara.
Aturdida
y sin fuerzas, la señora que hoy ofrece café y muestra
orgullosa la foto de su nieto logró arrastrarse hasta su
casa. Tardó cuatro horas en hacer un recorrido de 45 minutos.
La
suya era una casita de clase media, con un jardincito y hasta algunas
gallinas. Estaba a unas 50 cuadras de donde cayó la bomba,
pero aún seguía en pie, dañada pero firme.
Allí la esperaban su mamá y sus dos hermanas menores
(su padre había muerto hacía poco y su único
hermano, soldado, estaba estacionado en Manchuria). Todas se habían
salvado.
Su
madre le arrancó la blusa blanca con una tijera y le puso
clara de huevo en las quemaduras. "Puso durante cuatro meses,
era único remedio." Yoshie tardó 10 años
en recuperarse totalmente. Durante ese tiempo, nunca se animó
a mirarse al espejo, aunque pispeaba su rostro hinchado y colorado
en el reflejo de la hoja de un cuchillo. Lo único que podía
hacer en esas largas horas era coser, y cosía a cambio de
arroz. |
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"Bomba
no sirve", reflexiona. "Mundo tendría que ser..."
Pero no le salen las palabras. Entonces, Yoshie se toma de las
manos, esas mismas manos que el fuego arrasó y el tiempo
cicatrizó, y las aprieta con firmeza hasta que están
juntas, bien juntas. "Así", dice.
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Hacia
la Argentina
Un
día, cuando tenía 27 años, le escribió
una tía que hacía tiempo había emigrado a
la Argentina. Quería presentarle a un compatriota, Gunzo,
también de Hiroshima, que había llegado al país
a fines de los años 30. Y que prometía ser un buen
candidato. "Si gusta se casa, si no gusta no se casa",
señala Yoshie que le comentó la tía. Y gustó.
Así fue como aquella joven soñadora cruzó
el océano -fueron 45 días de barco- para conocer
al hombre que sería su marido y compañero de vida.
"Yo no quería quedar en Hiroshima. Todos mis amigos
muertos. Mucha tristeza", explica.
En
Buenos Aires, Yoshie y Gunzo abrieron -como no podía ser
de otra manera- una tintorería, a la que llamaron Nueva
Hiroshima. Pero cuando Gunzo -de cuyo retrato cuelga un rosario-
murió, hace ocho años, Yoshie no quiso trabajar
más y cerró la tintorería. "Extraño
mucho marido", confiesa, y es el único momento de
la entrevista en que le tiembla la voz.
Con
Gunzo tuvo a sus dos hijos: María Rosa, la mamá
de su único nieto, y Alejandro, abogado.
¿Tiene
aquí amigos de Hiroshima? No, contesta, sólo conocía
un matrimonio que murió hace unos años.
También
cuenta que volvió a Hiroshima unas ocho veces, tres de
las cuales "gobierno de Japón pagó" (el
mismo que le paga una jubilación por ser sobreviviente
o hibakusha). Su ciudad natal "ahora muy linda", dice,
con parques y casas bajas (por los terremotos), pero "no
más madera".
Esta
mujercita de escaso metro cincuenta -"Ahora metro cuarenta
y ocho", exclama y suelta una carcajada contagiosa- tiene
planeado regresar a Hiroshima el año próximo.
¿Y
sus planes para hoy? Quiere quedarse en su casa, en silencio,
como todos los 6 de agosto. Tal vez mire un poco del canal estatal
japonés por televisión, al que es abonada.
"Bomba
no sirve", reflexiona. "Mundo tendría que ser..."
Pero no le salen las palabras. Entonces, Yoshie se toma de las
manos, esas mismas manos que el fuego arrasó y el tiempo
cicatrizó, y las aprieta con firmeza hasta que están
juntas, bien juntas. "Así", dice.
Por
Teresa Bausili
La
Nacion, Sábado 6 de agosto de 2005
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