No
se trató de aquella “tarde gris” que José María Contursi imaginó al
componer su famoso tango, aunque se le pareció bastante. Tampoco generó
que alguno, entre tantos grandes poetas de nuestra música ciudadana,
le dedicase una letra al episodio. Sin embargo, lo sucedido el 11 de
abril de 1932 en la ciudad de Buenos Aires quedó grabado en las retinas
de aquellos porteños que miraban sorprendidos al cielo: sin saberlo,
eran testigos de un fenómeno irrepetible.
El
Servicio Meteorológico Nacional, por entonces Dirección de Meteorología,
anunciaba un día despejado o parcialmente nublado y que el sol saldría
a las 7.15, aunque éste nunca apareció. Un gris oscuro y denso cubría
el cielo de la ciudad. Pero el pronóstico no se había equivocado, dado
que no eran nubes las que obstaculizaban el paso de los rayos solares.
Un artículo del diario La Nación del 11 de abril de 2002, firmado por
Willy Bouillon, señala sobre este hecho: “Alrededor de las 10 empezó
otra manifestación del fenómeno, una especie de nevisca fina que parecía
no llegar al suelo. Poco más tarde, lo generado por la misteriosa lluvia
se había vuelto más visible y todo parecía uniformado en un único color,
el gris. Calles, árboles, techos, toldos de negocios, balcones, plazas,
vehículos, el cabello, la ropa de las personas y hasta los perros y
los animales del zoológico habían adquirido esa tonalidad, que daba
al paisaje urbano un aspecto marcadamente fantasmal”.
Yo
fui testigo
Finalmente,
los expertos develaron el misterio. Se trataba de ceniza volcánica que
procedía de la erupción simultánea de seis volcanes chilenos, entre
ellos El Descabezado, uno de los más cercanos al territorio argentino.
La ceniza fue traída por el viento, tenía forma de pequeñas capas de
vidrio y cubrió en forma regular toda la ciudad, lo que requirió de
mucho trabajo para su limpieza. María Luisa Hadeler, una vecina del
barrio de Coghlan, próxima a cumplir 90 años, recuerda el episodio sucedido
ese 11 de abril: “Yo vivía en la calle Mar Chiquita -hoy Tomás Le Bretón-
4088 y al asomarme a la ventana vi una especie de polvillo. Por ese
entonces no había asfalto y tampoco teníamos vecinos enfrente. Había
unos yuyos y el polvillo se acumulaba ahí”. La particular “nevada”,
similar a la planteada por Héctor Oesterheld en la historieta El Eternauta,
aunque sin sus devastadores efectos, duró tres días.
Esta
precipitación no ocasionó problemas de importancia para la salud,
salvo ligeras irritaciones en los ojos o en la garganta, pero sí
obstaculizó el desplazamiento de los trenes. Uno de los aspectos
más curiosos del fenómeno es que si bien la ceniza produjo mucha
suciedad en las calles y casas, este elemento volcánico -semejante
a la piedra pómez- fue utilizado por los pobladores de aquella época
como puloil para hacer relucir ollas, sartenes, medallas o cualquier
otro elemento metálico. “No sé por qué, tal vez porque el polvo
de ladrillo se usaba también para limpiar, pero mi madre se dio
cuenta de que esa ceniza podía servir como puloil -cuenta María
Luisa-. Por eso junto con mis hermanos agarramos latas vacías y
las llenamos con el polvo. En el fondo de la casa teníamos como
cincuenta metros de tierra
y de ahí recogíamos lo que caía del cielo”.
Por
Francisco Carnese, fcarnese@periodicoelbarrio.com.ar
Fuente:
www.periodicoelbarrio.com.ar Abril
de 2005 |