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La
Infanta que no quería ser reina
El
recuerdo de Isabel de Borbón, aquella señora imponente
y simpática que supo ganarse el corazón de los argentinos
durante los festejos del Centenario de Mayo en 1910, perduró
en la memoria popular por mucho años, tantos como en su
propia tierra donde "La Chata", como la denominaba el
gracejo popular, era sinónimo de cualidades y defectos
bien hispánicos.
Muchos la recordaban, vestida de oscuro, paseándose entre
la gente con su andar majestuoso y su inolvidable sonrisa.
La
primogénita del matrimonio de Isabel II y Francisco de
Asís, sobre cuya paternidad existieron siempre vehementes
dudas, nació el 2 de diciembre de 1851. El rey la presentó
a la Corte y, enfrentándose al vencedor de Bailén,
el célebre general Castaños, que contaba entonces
noventa y cuatro gallardos años, le dijo disimulando su
voz aflautada: "Tú, que has conocido cuatro reinados,
mira esta princesa de Asturias que puede llegar a ser tu soberana".
Y casi lo fue, pues pocos meses más tarde la reina recibió
una puñalada en la iglesia de Atocha, cuando se disponía
a presentar a su hija a la patrona de Madrid...
La
niñez de la princesa se vio entristecida por los permanentes
escándalos que protagonizaban sus padres. Don Francisco
de Asís había trabajado en las sombras, con énfasis
digno de mejor causa, para deponer a su odiada esposa y permitir
así que ocupase el trono el pretendiente carlista, conde
de Montemolín, a quien se debía dar el nombre de
Carlos IV. El rey se aseguraba para sí y para Isabel II
"los honores que actualmente disfrutan". "La Chata"
se casaría con el hijo mayor aún no nacido de Montemolín,
y si éste no lograba tener un heredero varón, con
el del infante don Juan. En cualquiera de los casos, los futuros
esposos se llamarían "los segundos reyes católicos"
y tendrían igualdad de derechos.. Todo fracasó por
la acción de la policía, y la reina Isabel perdonó
de mal grado a su marido para satisfacción del ministerio
de turno y salvaguardia de la monarquía.
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Las
infantas Isabel y Eulalia. De jovenes, Isabel reto a Eulalia que
se resistia a comer coliflor obligada por el rey: «¡Obedece
Eulalia! ¡Lo manda el rey!». La infanta solia decir
también a su sobrino: «Un rey no se equivoca nunca».
Se decia entonces que "Doña Isabel hace cumplir la etiqueta
fanáticamente a unos borbones y a una aristocracia que, desde
Carlos IV, están viviendo en zapatillas, y los obliga, de
pronto, a convertirse en personajes rígidos del Escorial,
bajo la mirada de Felipe II". |
El
nacimiento de Alfonso XII, aparentemente fruto de los amores de
la reina castiza con el oficial de ingenieros Puig Moltó,
acaecido en 1857, convirtió a Isabel, de princesa de Asturias
en infanta de España. Probablemente esto le agradó
de sobremanera, pues si bien amaba la Corona como institución,
le interesaba poco ceñir los reales atributos sobre su
cabeza.
De
todos modos, la infanta fue, como recordó don Vicente Sánchez
Ocaña en un precioso artículo publicado hace casi
cincuenta años en La Nación, una figura señera
de cuatro cortes: la de su madre, la de su hermano Alfonso XII,
la de su cuñada la regente María Cristina y la de
su sobrino Alfonso XIII. Casa muy joven con un Borbón de
Nápoles que se suicidó poco después, se entregó
al servicio de la Corona y "fue directora efectiva de la
Corte", ayudada por su carácter imperioso que no afectaba
su espontáneo buen humor: "Doña Isabel hace
cumplir la etiqueta fanáticamente y a unos borbones y a
una aristocracia que, desde Carlos IV, están viviendo en
zapatillas, los obliga, de pronto, a convertirse en personajes
rígidos del Escorial, bajo la mirada de Felipe II".
Su
respeto por el trono era tal que le hacía contemplar al
rey como "una especie de teniente de Dios". En el artículo
antes citado, aparece esta anécdota: "Un día
en la mesa de Alfonso XIII, que acaba de cumplir 16 años,
está recién coronado y estrena autoridad, la infanta
Eulalia no se sirve de un plato: «¿Porqué
no comes?», dice el soberano adolescente a su tía.
«Quiero que comas» «No me gusta la coliflor»
«Quiero que la comas, sin embargo» «Nunca -empieza
a explicar la infanta Eulalia- he podido...» Pero su hermana
Isabel la interrumpe violentamente: «¡Obedece Eulalia!
¡Lo manda el rey!». La infanta suele decir también
a su sobrino: «Un rey no se equivoca nunca».
En
las primeras décadas del siglo fue una verdadera encargada
de las relaciones públicas de Alfonso XIII en Madrid, y
se lo pasaba de acto en acto y de exposición en exposición.
Pero los años le hicieron perder influencia en la Corte,
donde era tratada con una mexcla de sorna y ternura por sus allegados,
quienes la llamaban, riendo, "el sostén de las instituciones".
En 1929 murió la reina madre María Cristina, su
cuñada y última amiga. Y se encerró en la
casona de la calle Quintana.
Un día de abril de 1931, postrada por una enfermedad que
la privaba casi de movimiento, se enteró de que había
triunfado la República, y escuchó el lejano eco
de jóvenes voces que cantaban por la calle de la Princesa:
"Ay Alfonsín!/ya te las lías/porque no te son
fieles/los coroneles/de infantería".
El
rey se alejó de España. Lo siguieron su esposa e
hijos. El gobierno garantizaba en cambio la permanencia de la
infanta, como una verdadera reliquia. No aceptó y hubo
que llevarla en una camilla hasta el tren que la depositó
en París. Allí no la aguardaban ni Alfonso XIII
ni otros miembros de la familia. La trasladaron al convento de
Auteuil, donde vivía su hermana, y murió, sola,
a los ochenta años, en 1931. Todos sus bienes terrenos
ascendían, en la hora suprema, a 19 francos.
Por
Miguel Angel De Marco, La Nación, domingo 4 de febrero
de 2001
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