José
María Gatica: Un odio que no conviene olvidar (1974)
A Julio Cortázar
"No
me dejés solo, hermano". Tirado en el pavimento, el
cuerpo sacudido por los espasmos, Gatica se aferraba al pedazo
de vida que se le iba. Lo rodeaba una multitud de extraños
que lo habían visto caer bajo las ruedas de un colectivo,
a la salida de la cancha de Independiente. Pocos ojos entre los
que miraban esa piltafa cercana a la muerte habrán reconocido
el cuerpo de José María Gatica, uno de los mayores
ídolos que tuvo el boxeo argentino.
Tenía
38 años y parecía un viejo. Hasta ese día
en que la borrachera no le dejó hacer pie en el estribo
del ómnibus, había sobrevivido en una villa miseria
como tantos otros; algún rasgo lo distinguía: la
nariz aplastada, la sonrisa provocadora, un cierto desdén
por el futuro. Era uno de esos hombres obligados a soñar
con el pasado, porque el suyo estaba teñido de sangre y
ovaciones.
El
7 de diciembre de 1945 subió por primera vez a un ring
como semifondista profesional. Esa noche, su triunfo por nocaut
en la primera vuelta frente a Leopoldo Mayorano no puso al público
de pie, ni lo irritó. Comenzaba su carrera un hombre de
rabia larga, de ambición fresca.
Había
sufrido la violencia desde su nacimiento, en Villa Mercedes, San
Luis, el 25 de Mayo de 1925. A los siete años llegó
a Buenos Aires en un tren de carga, con su madre y un hermano
mayor. A los diez había ganado un lugar en Plaza Constitución,
donde lustró miles de zapatos. De rodillas, miraba desde
abajo la cara de la gente, pero hasta ese privilegio tuvo que
defender a golpes frente a competidores tan desesperados como
él. Un peluquero que vivía por allí lo vio
pelear varias veces y quedó impresionado por su agresividad.
Era Lázaro Koczi, un hombre relacionado con el boxeo profesional.
Pronto le propuso cambiar de oficio.
The
Sailor's Home era la casa de la misión inglesa para marineros.
Estaba en Paseo Colón y San Juan, un barrio con tradición
de compadritos. Allí paraban los hombres que habían
perdido sus barcos en los extravíos de una borrachera,
los desertores, los enfermos, los malandras sin cuchillo. Todo
se resolvía a puñetazos. Un hombre de agallas podía
ganarse allí veinte pesos si era capaz de vencer en tres
rounds al marinero más fuerte.
Lázaro
Koczi apareció una noche con Gatica, le mostró el
ring y le habló de los veinte pesos. El lustrabotas subió.
Se sabe que ganó varias peleas, que agachó a corpulentos
marineros y luego dejó su parada de Constitución.
Había ganado el derecho a más.
El
7 de diciembre de 1945 -ese año singular en la historia
argentina- debutó en el Luna Park. Sus ojos verdes habrán
visto la multitud con el brillo del desafío. Bastó
un golpe para que Mayorano, su rival, fuera a la lona. En poco
tiempo ganaba dos peleas más y los empresarios pusieron
sus ojos en él. Al año siguiente ganó las
siete peleas que hizo, una de ellas con Alfredo Prada, quien sería
su más rival encarnizado.
Por
entonces el público se había dividido: el ring-side
abucheada a Gatica, quería verlo en el piso; la popular
rugía alentando a ese morocho que miraba con odio a sus
rivales y cuando los tenía a sus pies levantaba los brazos
tan abiertos como para abrazar al mundo. Los apodos de la tribuna
eran diversos, según de dónde provenían:
Tigre, para la popular, Mono para el ring-side. A los periodistas
le gustaba más Mono y así lo recuerdan aún.
Mientras duró su grandeza tuvo un rival irreconciliable
sobre el ring: Alfredo Prada. Ya se habían enfrentado antes,
cuando no suponían que la vida los iba a unir en el triunfo
y el fracaso. Combatieron seis veces y ganó tres cada uno.
La última pelea, en 1953, significó la derrota de
Gatica y el comienzo de su patética decadencia. Los enfrentamientos
entre Gatica y Prada dividieron al público como nunca;
se estaba con Gatica o contra él. Prada era campeón
argentino, una satisfacción que el Mono nunca alcanzó.
Cuando el pleito terminó, las carreras de ambos llegaban
al ocaso. Prada dejó el boxeo con algún dinero en
el banco. Afrontó la vida como un ciudadano recompensado.
El Mono volvió a su origen, como si toda su pelea con la
vida hubiera sido una parábola restallante, una explosión
de luces que lo iluminaron hasta, de pronto, dejarlo nuevamente
en la oscuridad. Volvió a una villa miseria. Vivió
de la caridad junto a su segunda mujer y dos hijas. Fue una fiesta
para los periodistas encontrarlo sentado a la puerta de su casilla
de latas, tomando mate, sucio y harapiento.
Entonces
Prada tuvo un gesto que los diarios elogiaron: abrió un
restaurante en calle Paraná y llevó al Mono con
él. Le pagó quince mil pesos por mes y lo puso en
la puerta del negocio para exhibirlo. El gesto compasivo de Prada
era otra humillación que Gatica soportó porque no
podía sino aceptar su derrota.
Había
vivido como un esclavo y pocos le perdonaron su grotesca revancha:
como un Robin Hood de barrio, iba con los suyos -los lustradores-
y les destrozaba los cajones a patadas a cambio de billetes de
mil. Pagaba con una fragata los diarios que quitaba a las viejas
que rodeaban el Luna Park. Unos pocos lo miraban con respeto,
otros ser reían de él. Desde que Alfredo Prada lo
venció en 1953, en la última pelea, no dejó
de caer. Siguió tres años más, pero estaba
acabado como boxeador. Como hombre le faltaba recorrer la pendiente
más dura: el desprecio, el odio, el revanchismo de las
buenas conciencias.
Era,
para ellas, un analfabeto despreciable, un "lumpen".
Perdió todo lo que tenía pero jamás se lamentó.
Fue noticia para los diarios el día que una inundación
se llevó lo poco que le quedaba. Entonces, fue fotografiado
en camiseta, lleno de mugre y mereció crónicas colmadas
de aleccionadora compasión. Curiosamente, el Mono sonreía.
Adhirió
fervorosamente al peronismo y, curiosamente, su esplendor y caída
desplegó la misma parábola en el almanaque: levantó
su brazos en 1945 y lo bajó, vencidos, en 1956. Había
sido el preferido de Perón mientras brillaba. Aficionado
al boxeo, el Presidente apoyó el viaje de Gatica a Estados
Unidos para buscar una pelea con el campeón de los livianos.
En cuatro rounds venció a Terence Young y esta victoria
le abrió las puertas a la pelea con Ike Williams, dueño
de la corona mundial, en 1951.
Medio país estuvo pendiente de la suerte del Mono que iba
a batirse en el Madison Square Garden de Nueva York. Subió
a la lona sobrador, fanfarrón. Cuando empezó el
combate bajó las manos y puso la cara, como lo haría
luego Nicolino Locche. Pero Gatica no sabía de esas sutilezas.
Bastaron tres golpes de Williams y a los tres minutos de pelea
el Mono se derrumbó. Desde entonces perdió los favores
oficiales y dejó de ser el hombre que se fotografiaba junto
a Perón. Entre 1952 y 1953 ganó trece combates luego
de ser vencido por Luis Federico Thompson, pero la última
derrota ante Prada lo puso en la pendiente definitiva; caualmente,
esa derrota sucedió un 16 de setiembre, dos años
antes del día que estalló el pronunciamiento militar
contra el peronismo. No sólo Prada usó al Mono para
exaltar la beneficencia. Martín Karadagián, un empresario
del espectáculo que había montado una troupe de
luchadores, lo llevó a parodiar una final. También
allí tenía que perder. En "sensacional encuentro"
Karadagián, dueño del poder, benefactor de hospitales,
lo sometió por unos pocos pesos. La última derrota
ocurrió el 10 de noviembre de 1963, bajo las ruedas de
aquel colectivo. Había terminado su vida en una parábola
perfecta de humillación; "una bala perdida",
como solía decir él. No tuvo amigos. Apenas dos
o tres compañeros de aventuras en los momentos en que regalaba
su pequeña fortuna. Contestaba con monosílabos,
recuerdan algunos, para escapar de los adulones y los ambiciosos;
otros dicen que no hablaba para ocultar su escasa educación.
Tirado en la calle Herrera, de Avellaneda, manchado de sangre,
con los ojos abiertos puestos en otro vendedor de muñecos,
repitió: "No me dejés solo, hermano; levantáme,
no quiero estar tirado".
Cuando
murió, La Prensa dijo: "La popularidad que adquirió
Gatica por sus éxitos y por su característico estilo
de infatigable peleador, fue utilizada por el régimen de
la dictadura, que lo adoptó como en el caso de otros campeones
deportivos como instrumento de propaganda. Y esta publicidad extradeportiva
y el aplauso obsecuente de personajes encumbrados no fueron ajenos
por cierto a que él cayera en actos de inconducta dentro
y fuera del ring". Fué un recuerdo político,
cargado de desprecio. Al comentarista, como a tantos otros hombres
de traje gris, le hubiera gustado ver a Gatica domado. Pero no;
aún muerto sería molesto: nunca llegó tanta
gente a la Federación Argentina de Box como para su velatorio.
Hombres y mujeres hicieron una colecta y compraron una corona
que decía: "El pueblo a su ídolo". El
féretro tardó siete horas en llegar al cementerio
de Avellaneda.
Cuando
la última palada de tierra cubrió el modesto cajón,
los cronistas anotaron esta frase de Jesús Gatica: "La
única miseria que vivió mi hermano fue consecuencia
de su desesperado afán de querer vivir la vida".
Se
cumplen tres décadas de la que fue, quizá, su primera
alegría, cuando tenía veinte años. Gatica
es, todavía, un símbolo contradictorio, arbitrario;
la vida le fue quitada poco a poco, con un odio que conviene no
olvidar.
*de
Osvaldo Soriano
*Poco
después del "rodrigazo", que nos dejó
a todos en la miseria, Roberto Cossa me hizo entrar en El Cronista
Comercial, donde volví a ser redactor de deportes. Esta
semblanza de José María Gatica se publicó
a fines de 1975.
Fuente:
www.apiavirtual.com/