Y
aún hoy, entre la niebla espesa que cubre un cuarto de siglo
en el que el país y el mundo dieron cuatro vueltas de carnero,
una frase y una figura permanecen casi inalterables como símbolo
de quince días de vértigo que evitaron una guerra.
La frase, "Veo una lucecita al final del túnel".
La figura, la del hombre que la pronunció, el cardenal Antonio
Samoré, enviado especial del entonces flamante papa Juan
Pablo II para lograr un imposible: frenar el delirio mesiánico
y desenfrenado por el que las dos dictaduras militares, la argentina
de Jorge Videla y la chilena de Augusto Pinochet, marchaban con
alegría hacia el enfrentamiento armado.
El
8 de enero de 1979, hace hoy veinticinco años, en el Palacio
Taranco de Montevideo, los cancilleres argentino y chileno, Carlos
Washington Pastor y Hernán Cubillos, estampaban su firma
en el Acta de Montevideo por el que ambos países pedían
la gestión del Papa para zanjar sus diferencias en el Canal
de Beagle por las islas Picton, Lennox y Nueva. Junto a ellos firmó
Samoré, un cardenal de 72 años, que reinaba con sabia
prudencia en los infinitos Archivos y Biblioteca del Vaticano, que
soñaba ya en su retiro apacible, mecido por una Iglesia a
la que abrazó desde joven y que en cambio terminó
por entregar los últimos años de su vida al conflicto
por el Beagle.
El
triunfo de Samoré sobre la irracionalidad de los militares
argentinos y chilenos de la época no sólo fue un éxito
diplomático de la Iglesia, también lo fue de la diplomacia
de los Estados Unidos. El gobierno de James Carter percibió
con certeza el camino irreversible que seguían Argentina
y Chile hacia el conflicto armado; comprendió que, enfrentado
a los dos países por sus violaciones a los derechos humanos,
poco podía hacer para evitar la guerra; y presionó
a los chilenos, a los argentinos y a la curia romana para que el
Papa se convirtiera en mediador. Si bien esa gestión aún
no fue ni revelada ni investigada en profundidad, lo cierto es que
el embajador estadounidense en Santiago, George Walter Landau; el
embajador en Buenos Aires, Raúl Castro (que tuvo como aliado
al nuncio apostólico, cardenal Pío Laghi), y el representante
de Carter en la Santa Sede, Robert Wagner, junto al titular de asuntos
latinoamericanos del Departamento de Estado, Robert Pastor, llevaron
a Videla y a Pinochet el deseo de Carter: había que evitar
la guerra. Y al canciller del Papa, Agostino Casaroli, un ruego
especial: la Iglesia debía ser mediadora.
Todo
había empezado en mayo de 1977 cuando el laudo arbitral de
Inglaterra otorgó a Chile la soberanía sobre las tres
islas. Argentina desconoció el fallo en enero del año
siguiente y desde entonces desató una escalada militar que
le fue correspondida con regodeo del otro lado de los Andes. El
9 de julio de 1978, en el país exultante por la conquista
del XI Mundial de Fútbol, el imponente desfile militar del
Día de la Independencia fue una provocativa muestra de fuerza
con un solo destinatario: Chile.
Además,
el conflicto tenía mala suerte. Durante todo 1977 y buena
parte del 78, el papa Paulo VI se había mostrado reticente
a intervenir. Cuando el Papa murió el 6 de agosto, los mensajes
de advertencia sobre la guerra inminente llegaron a su sucesor,
Juan Pablo I. Pero Albino Luciani murió un mes después
y el 16 de octubre fue reemplazado por el polaco Karol Wojtyla que
poco y nada conocía de los desmadres militares en el sur
del mundo. Cuando, cauteloso, Juan Pablo II dio un medio sí
a su gestión, el enfrentamiento armado entre los dos países
parecía inevitable.
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LUCECITA.
SAMORE, EN EL INSTANTE DE SU CELEBRE FRASE SOBRE LA LUZ AL
FINAL DEL TUNEL. AÑOS DESPUES ADMITIRIA QUE TODO SE
VEIA MUCHO MAS OSCURO. (Foto: Mario Fiordelisi) |
Argentina
tenía pensado atacar a Chile el 22 de diciembre. Pero a las
doce de ese día en Roma, las 8 en Argentina y las 7 en Chile,
Juan Pablo II anunció el envío de un representante
personal para que buscara en su nombre "las posibilidades de
una honorable composición pacífica de la controversia".
Pero el Papa no sabía todavía a quién designar:
lo decidió recién horas después de su anuncio.
El gobierno argentino se tomó hasta las seis y media de la
tarde para aceptar dar marcha atrás con la guerra. Pero la
orden llegó a la frontera a la noche, cuando algunas unidades
militares habían invadido ya varios kilómetros de
territorio chileno.
El
26 de diciembre Samoré llegó a Buenos Aires. Era un
hombre pequeño, que parecía endeble, inquieto, con
una mirada entre desconcertada y pícara, que tenía
la paciencia, el tesón y la perseverancia de dos mil años
de cultura religiosa: descartaba argumentos con una sonrisa y podía
tornarse amenazante sólo con una sugerencia. Como el cristal,
podía ser suave o cortante. Y algunos militares, argentinos
y chilenos, conocieron en carne propia el rigor de aquel representante
del Papa que parecía un cura de pueblo.
En
quince días, junto a su secretario, el español Faustino
Sáinz Muñoz, se entrevistó tres veces con Pinochet,
cinco con Videla, usó la persuasión y los gritos,
ofició misas, atendió a la prensa y se refugió
en el calor intuitivo de la gente que lo vivaba, en Buenos Aires
y en Santiago, casi como a un santo.
Enfrentó
el intrincado pleito limítrofe y el encono ancestral entre
argentinos y chilenos con un arma que sabía imbatible: la
figura enorme del Papa. Finalmente, empujó a los dos gobiernos
a pedir la mediación y dos días después de
la firma del acuerdo regresó a Roma. "La intervención
del Papa evitó una guerra", dijo a Clarín, modesto.
El
cardenal murió cinco años después, el 4 de
febrero de 1983. Juan Pablo II lo despidió conmovido en la
Basílica de San Pedro, no muy lejos de la tumba del primer
Papa de la historia. Durante la misa, en el momento de darse la
paz, diplomáticos argentinos y chilenos estrecharon sus manos
desbordados por la emoción.
La
lucecita que había entrevisto Samoré, todavía
iluminaba.
Clarin,
Jueves 8 de enero de 2004
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