. A Gerard Bessiere le ha preguntado alguien cómo se
las arregla para estar siempre contento. Y Gerard ha confesado cándidamente que
eso no es cierto, que también él tiene sus horas de tristeza, de cansancio, de
inquietud, de malestar. Y entonces, insisten sus amigos, ¿cómo es que sonríe
siempre, que sube y baja las escaleras silbando infallablemente, que su cara y
su vida parecen estar siempre iluminadas?. Y Gerard ha confesado humildemente
que es que, frente a los problemas que a veces tiene dentro, él "conoce el
remedio, aunque no siempre sepa utilizarlo: salir de uno mismo", buscar la
alegría donde está (en la mirada de un niño, en un pájaro, en una flor) y, sobre
todo, interesarse por los demás, comprender que ellos tienen derecho a verle
alegre y entonces entregarles ese fondo sereno que hay en su alma, por debajo de
las propias amarguras y dolores. Para descubrir, al hacerlo, que cuando uno
quiere dar felicidad a los demás la da, aunque él no la tenga, y que, al darla,
también a él le crece, de rebote, en su interior.
Me gustaría que el lector sacara de este párrafo todo el sabroso jugo que tiene.
Y que empezara por descubrir algo que muchos olvidan: que ser feliz no es
carecer de problemas, sino conseguir que estos problemas, fracasos y dolores no
anulen la alegría y serenidad de base del alma. Es decir: la felicidad está en
la "base del alma", en esa piedra sólida en la que uno está reconciliado consigo
mismo, pleno de la seguridad de que su vida sabe adónde va y para qué sirve,
sabiéndose y sintiéndose nacido del amor. Cuando alguien tiene bien construida
esa base del alma, todos los dolores y amarguras quedan en la superficie, sin
conseguir minar ni resquebrajar la alegría primordial e interior.
Luego está también la alegría exterior y esa depende, sobre todo, del "salir de
uno mismo". No puede estar alegre quien se pasa la vida enroscado en sí mismo,
dando vueltas y vueltas a las propias heridas y miserias, autocomplaciéndose. Lo
está, en cambio, quien vive con los ojos bien abiertos a las maravillas del
mundo que le rodea: la Naturaleza, los rostros de sus vecinos, el gozo de
trabajar.
Y, sobre todo, interesarse sinceramente por los demás. Descubrir que los que nos
rodean "tienen derecho" a vernos sonrientes cuando se acercan a nosotros
mendigando comprensión y amor.
¿Y cuando no se tiene la menor gana de sonreír? Entonces hay que hacerlo
doblemente: porque lo necesitan los demás y lo necesita la pobre criatura que
nosotros somos. Porque no hay nada más autocurativo que la sonrisa. "La
felicidad -ha escrito alguien- es lo único que se puede dar sin tenerlo". La
frase parece disparatada, pero es cierta: cuando uno lucha por dar a los demás
la felicidad, ésta empieza a crecernos dentro, vuelve a nosotros de rebote, es
una de esas extrañas realidades a las que sólo podemos acercarnos cuando las
damos. Y éste puede ser uno de los significados de la frase de Jesús: "Quien
pierde su vida, la gana", que traducido a nuestro tema podría expresarse así:
"Quien renuncia a chupetear su propia felicidad y se dedica a fabricar la de los
demás, terminará encontrando la propia". Por eso sonriendo cuando no se tienen
ganas, termina uno siempre con muchísimas ganas de sonreír.
Jose Luis Martin
Descalzo
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