El caballero de la carreta Chrétien de Troyes
Traducción de Luis Alberto de Cuenca y Carlos García
Gual Ediciones Siruela, Biblioteca Medieval |
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¿Sabían
María de Champaña y toda su corte que le estaban pidiendo unas líneas
en octosílabos pareados a quien ya era el genial creador de todo un
género que cuatrocientos años después haría sabio hasta la locura al
generoso hidalgo, noble caballero, Don Quijote de la Mancha? ¿Saben
todos los que aman que, cuando el ser amado les abandona al otro lado
de una puerta, mantienen la imagen de ése dolor en el pecho porque fueron
Chrétien de Troyes y sus iguales de Aquitania, de Normandía y de la
Isla de Francia quienes así se lo dictaron? Hay noches
en las que lo sueño. Estamos
en la corte del rey Arturo y todos están celebrando el día de la Ascensión.
Pero llega Meleagante, hijo de Baudegamus, rey de Gorre, y con engaños
logra raptar a la reina Ginebra. Primero Keu, el senescal, después Galván,
sobrino del rey y el mejor de los caballeros de la Tabla Redonda, por
último el caballero misterioso que cien aventuras después sabremos que
es Lanzarote. Todos parten a liberarla. Así comienza la historia del
amor sin límites, del ciego y viejo amor cortés de los trovadores que
lleva a que un caballero casi se deje matar en un torneo porque su señora
le ha enviado el mensaje de "lo
peor posible". La historia del Puente Bajo el Agua y
del Puente de la Espada. De los gigantes que esperan en un prado. De
un cementerio misterioso, frente a una enorme losa que sólo podrá levantar
el liberador de los prisioneros del reino de Irás y no Volverás. Una
historia de hace ocho siglos en las que damas de belleza sobrecogedora
nos ofrecen su corazón. No hay alma que no tiemble ante la simple enumeración
desnuda de media docena de estos sustantivos. Sí, nadie
ignora que ésta es la historia de los amores infieles de la reina Ginebra
y el joven Lanzarote. Pero también debería ser la historia de ese modesto,
callado, perfecto caballero que fue Galván. El que nunca mereció una
obra de Chrétien. El que llegó tarde al reino de Gorre. El único al
que escuchaba Arturo y al que temía toda la cristiandad. Sólo por este
personaje, siempre callado, siempre valeroso, de una generosidad que
conmueve, merecería ser abierto una vez más este libro. Su escudo, tres
peces mirando a la izquierda sobre un fondo azul. Y como
último gesto la desgana perezosa del autor. El que comienza anunciando
que toda la obra pertenece a su señora de Champaña la deja inconclusa
en el verso 6149. La tendrá que terminar su discípulo, Godefroi de Leigni.
El mismo gesto que repetiría en El cuento del Grial. ¿Sabía ya
Chretien de Troyes entonces las horas que íbamos a pasar ensimismados
sin comprenderlo?
Antonio Campoy |
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