EL MUNDO DE AYER

Memorias de un europeo

Stefan Zweig

 

Traducción de Joan Fontcuberta

y Agata Orzeszek

Editorial El Acantilado, número 44

552 páginas

 

A los diecisiete años, en el Club Científico de Viena, escuchó por primera vez a Hugo von Hofmannstahl. A los veinte, en París, pasaba las tardes con Rainer Maria Rilke. En 1919, en la estación austriaca de Feldkirch, junto a la frontera suiza, presenció como el emperador Carlos, último heredero de la familia de los Habsburgo, abandonaba Austria y marchaba al exilio junto a su esposa, la emperatriz Zita, vestida de negro. En 1934 Richard Strauss le envió una carta celebrando el éxito de La dama silenciosa, ópera en la que habían colaborado. Esa carta fue interceptada por la Gestapo y obligó al más grande compositor vivo de Alemania a dimitir de su cargo como presidente de la Cámara de Música del Reich. En 1939 Sigmund Freud, con ochenta y tres años y a punto de morir, le iluminó muchas mañanas de su exilio londinense.

Había nacido en Viena en 1881. Su mundo, el de la alta burguesía judía culta de Centro Europa, era un ejemplo de seguridad y civilización. Sus amigos dominaban el inglés, francés, italiano o latín con la misma soltura que el alemán. El único desasosiego era encontrar una entrada para el estreno de la última obra de Gustav Mahler en el Teatro de la Ópera. Viajaban por todo el mundo y nadie les pedía el pasaporte. Nada se sabía de ese tipo de documentos. Era aquella Europa a orillas del Danubio.

Se suicidó en 1942 en Petrópolis, Brasil. Sus iguales morían gaseados en Buchenwald o se amontonaban en los consulados del mundo, hambrientos y sin patria, esperando un visado y un billete a Shangai, donde se decía que los chinos seguían admitiendo extranjeros. Hitler completaba la locura.

Pero todo esto no llega a justificar la lectura de este libro imprescindible. Ni esto ni la espléndida edición de El Acantilado. El propio Arthur Conan Doyle (del que hablamos en algún lugar de esta página) también vivió el cambio de siglo y la Primera Guerra Mundial. Y además era escocés, virtud nada marginal. Pero sus memorias son indigestas. ¿Qué hace que sean diferentes las de Stefan Zweig?. ¿Por qué dedicarle nuestras pocas horas libres? ¿Por haber escrito decenas de libros, ser el autor más traducido, el más famoso de su tiempo? No. Esa calderilla ni nos importa a nosotros ni le importaba a él. Era inteligente y había conocido a los más grandes. Eso le hace consciente del escaso valor real de su obra. Así que da un paso atrás y construye su recuerdo apartándose del primer plano. Al contrario que Conan Doyle, no es el protagonista empalagoso y ridículo. Se nos presenta sólo como testigo de un mundo que cambió demasiado rápido y demasiado a peor. Lo leemos porque desaparece. Narra. Y narra así.

"Más tarde he conocido otras mujeres (…): Cosima Wagner, la hija de Liszt, dura, rígida y, al mismo tiempo, grandiosa en sus gestos patéticos; Elisabeth Förster, hermana de Nietzsche, grácil, pequeña, coqueta; Olga Monod, hija de Alexander Herzen, que de niña se había sentado muchas veces en la falda de Tolstói; he escuchado a Georg Brandes, de viejo, hablar de sus encuentros con Walt Whitman, Flaubert y Dickens, o a Richard Strauss describir la primera vez que vio a Richard Wagner. Pero nada me ha emocionado tanto como el rostro de aquella anciana, la última persona viva que los ojos de Goethe habían contemplado".

Antonio Campoy


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