Mi enemigo mortal

Willa Cather

Traducción de Gema Moral Bartolomé

Alba Editorial   

Ningún dolor más grande que el de acordarse del tiempo dichoso en la desgracia. Así hablaba Francesca de Rimini en los círculos de fuego de la lujuria. Este cuento parece justificar los versos de ese terceto memorable. Narra la declinación de una dama americana a través de los recuerdos de una mujer que la trató en el esplendor y en la miseria, cuando la memoria de sus días felices, versos de Heine y de Shakespeare y el fantasma  de la condesa Helena Modjieska eran la materia caducada que encendía su infierno de esperanzas íntimo y tenaz. Como ocurre en los recuerdos, una luz de nostalgia se derrama amorosamente sobre la narración y la enriquece de melancolía. En esa exaltación apasionada del pasado, que a la manera de Henry James no sabemos si corresponde a la realidad de la dama o a la realidad de la mujer que la rescata del olvido, los escenarios y los objetos y las personas y los gestos de las personas se perfilan y se cargan de intención. Los trenes que a las dos de la madrugada cruzan los campos veloces de Illinois pueden ser el símbolo desesperado de un destino. Milagrosamente, esas melancolías ajenas se nos ponen en el corazón  como si fueran propias. Así de bien escribe Willa Cather. De alguna forma sentimos los parques crepusculares y las nieves lentas de Nueva York, las cortinas de color ciruela de aquella mansión en la que pianos abatidos entonaban arias difuntas y el amanecer de oro sobre las playas finales de California con la entera naturalidad y emoción de quien ha frecuentado esos sitios y esas intensidades. El eco de Henry James, a quien hemos mencionado, resuena en cada página como una nota lejana pero firme. El desenlace no es menos ambiguo y doloroso y gigante que cualquiera de aquellos laberintos psicológicos que acuñó en sus breves piezas maestras. Después de leer este cuento vendrán muchas tardes paseadas en las que se discutirá en vano quién era el enemigo mortal de esa dama. Sólo por esa promesa de felicidad hay que leerlo. Si no basta con que sea el cuento más triste del mundo.

 

Marcos González Mut