Habitantes

de la

escollera

Ignacio

García Cabrera

He de reconocerlo. Siempre he odiado a los pescadores que se pasan las horas en el puerto. Son pescadores sin barco. Se sientan al borde de las escolleras y allí permanecen. Yo me pregunto si ven cambiar la superficie del mar con los rayos del sol e imaginan paisajes exóticos con los ojos entrecerrados. Si se olvidan de que están allí cuando se quedan mirando fijamente. Supongo que muchos no han embarcado nunca y tienen un trabajo en la obra, en un taller de mecánica o detrás de una barra. No se me ocurriría hablarles, son como las rocas que paran el oleaje bruto del levante: siempre están allí. Ya los odiaba cuando más joven solía correr por esa zona de la ciudad. O cuando en pleno ajetreo laboral los veía cruzar por el centro con sus cañas al hombro en dirección al mar. No tienen una edad determinada. Adolescentes, hombres y viejos, todos me parecen iguales. Siempre que paseo por la escollera me disgusta verlos. Es inevitable. No me molestan las gaviotas, el olor a gasolina, el viento húmedo, las familias cargadas de niños... Sin embargo, los pescadores, con sus gorras de ciclista, sus cubos y sus gusanos... No se me ocurriría dirigirles la palabra.

 

Pero en cierta ocasión supe de uno, a través de la declaración de una detenida que tuve la oportunidad de leer. Una mujer de cuarenta y nueve años se presentó en comisaría por el asesinato de un hombre, vecino de su barrio, de cincuenta y cinco. Era soltera. Vivía en una casa que quedaba muy cerca de la de la víctima. El hombre era casado. La esposa tenía cuarenta y nueve. Todos se conocían desde la infancia. Todos se había criado juntos.

 

Él se llamaba Julián, como el aeropuerto. Siempre que vengo a sentarme al final de la escollera, entre pitillo y pitillo, miro cada avión que despega a lo lejos. Se eleva. Imagino a los que se marchan a un lugar más interesante sentados en el avión. Los envidio. Nunca he salido de esta ciudad excepto a cercanos destinos por carretera.

 

Se llamaba Julián, que me ha venido a la memoria mirando a un viejo que pesca hoy, día de los inocentes, nuboso, que parece que va a llover en cuanto caiga más la tarde. La homicida también lo pretendió en su adolescencia, pero su prima se quedó con él.

 

Lo que empezó como sin querer se convirtió para el matrimonio en una norma que regularía el resto de su relación. Cuando Julián volvía con pescado, había coito. La prima perdedora pudo observar durante años a través de la ventana la cara de Julián cuando traía el cubo lleno. Esto la comía de hostilidad por dentro. La alegría que ella sentía cuando venía sin pesca era indescriptible. La cara de Julián lo decía todo en cada ocasión. No soportaba aquello. Se había ido dando cuenta poco a poco, mirando a la esposa y al esposo en ese momento de la vuelta a casa, cuando a la mujer la había encontrado en el patio el marido a su llegada. Las caras, las miradas, el cubo. Su certeza se fue haciendo mayor con el paso del tiempo: si había pescado, había coito. Ya sólo le bastaba con ver llegar a Julián desde la ventana.

 

Un día lo fue a buscar a la escollera. Lo empujó por la espalda, el hombre cayó al mar, se golpeó y se ahogó. Ella se quedó allí, sorprendida. Asustada, pero contenta. En comisaría lo contó todo sin interrupciones.

 

Y allí está ese viejo al que no puedo dejar de mirar ahora. Sentado impasiblemente junto a su caña. Saqueando el mar. Hijo de puta. Y siguen saliendo los aviones. Al final me volveré a casa con las ganas de haberlo empujado, sintiéndome un pez más dentro del cubo, y pensaré en mi padre,  quien un día en que no pescó nada me engendró en el vientre de mi madre, que aún sigue en la prisión, cerca del aeropuerto.