Pienso
en bisontes y ángeles, en el secreto de los segmentos perdurables, en
los sonetos proféticos, en el refugio del arte. Y ésta es la única inmortalidad
que tú y yo podemos compartir. Lolita V. N.
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Tantas Lolitas y sólo
hay una |
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Fin de
la autobiografía. Ahora
hablemos de ellos. Lolita. Flor de su vida, fuego de sus entrañas. Nínfula
de dermis limpia, ojos azules y doce años. Humbert. Atractivo, alto,
culto, pedante en francés y europeo hombre de treinta y siete. Hablemos
de las carreteras largas de América y de sus moteles con instrucciones
absurdas y sus radios con monedas y sus paredes de pino. Hablemos de
sus colegios para niñas y de sus bares, de sus helados y sus coches,
de sus faldas y sus pistas de tenis, hablemos, hablemos de sus puentes,
y sus bosques, y sus ríos y sus hospitales y sus matrimonios con pecas
y piel blanca. ¿Y de
las películas de Stanley Kubrick y de Adrian Lyne? Bueno. En ellas creo haber intuido algo sobre el amor
a menores y la fotogenia de una muchacha lamiendo un caramelo. Nada
se me ha dicho del deseo incontenido, la melancólica demencia, el asumir
con pasión y sin excusas los márgenes de más silencio que nos construyó
Nabokov. Faltan el daño, la confesión íntima y el detalle, y desde luego
no se han atrevido a hacer que aparezca esa nínfula por la que realmente
murió Humbert. Porque no creo que alguien dude que los doce no son iguales
que los catorce (Lyne) o los dieciséis (Kubrick) y que Lolita y las
nínfulas son eso, niñas imberbes, de caderas estrechas, vocabulario
de doscientas cincuenta palabras y piernas flexibles, no adolescentes
supuestamente sensuales de muslos amplios, pechos enormes, piel rasurada,
maquillaje barato, gritos lascivos en las puertas de cualquier colegio
con el único gesto infantil de quitarse un tosco corrector dental antes
del beso. Tampoco
está mejor conseguido el supuesto amante profesor pervertido que en
el libro se insiste que es todavía algo joven, todavía no viejo, nunca
desagradable, baboso, blandamente feo. Un hombre educado, irónico, de
dulce iris asediado por todas las mujeres que en la película de Stanley Kubrick se nos
transforma en un repugnante, rijoso y torpe James Mason que nunca podría
atraer a una matrona que no hubiera sufrido los rigores del tiempo,
la ceguera o la ruina. Algo menos errada parece la elección de Jeremy
Irons que a pesar de ser bastante mayor sí nos muestra algo de la melancólica,
dolida, lúcida y resignada locura del padrastro celoso y hace que ése
actor y la inclusión de la escena esencial del primer amor adolescente
y muerto de Humbert sean lo mejor de esa película de Adrian Lyne. Pero
no basta. No debería
insistir, porque no es de gente educada, pero tampoco he sabido nada
de uno de los hallazgos del libro (la carretera, el viaje, la invención
de ese espacio amplio y libre que todo viajero busca), reducido aquí
a unos minutos de sol y regalos, y riñas, y desorden. Aunque en esto
también hay diferencias y acierta algo más Stanley Kubrick. Como también acierta, y aquí el acierto es redondo, ancho, feliz,
con la elección de Shelley Winters como la más foca, puritana e histérica
Charlotte Haze y la de Peter Sellers como un Quilty que, emotiva excepción,
mejora el original. Y, en fin, también otorga algún placer la escena
del asesinato con la que se abre y se cierra esa versión de 1962. Pero
es Stanley Kubrick, demonios,
y qué menos se le puede pedir. Aún así
sé, porque lo he leído y eso me obliga a creerlo, que Nabokov participó
en el guión de esta primera adaptación y que jamás puso una objeción
insalvable al resultado final. Y eso me precipita a un pozo de indecisiones.
Él, autor incansable, coleccionista obsesivo, profesor puntilloso, carácter
tímido que no solía regalar los halagos, no aprovechó el evidente error
para jugar con dos o tres adjetivos y desgarrar una herida. Quizá yo
me equivoque. O quizá no. Quizá me deje arrastrar en exceso por la corriente
de prosa imposible de grabar de uno de los mejores del siglo XX y de
todos los siglos (Le quité las
sandalias, salvajemente, perseguí el rastro de su infidelidad. Pero
el olor que busqué en toda ella era tan leve que no podía distinguirse
del antojo de un maniático) y no soporte estas películas como nos soporto los
cuentos filmados de Borges, cierta película sobre Ilona y Mqroll, y
no soportaría jamás a un actor sorbiendo una magdalena en forma de concha
y recordando. Y es que ya sé que el blanco y negro de la película de
Stanley Kubrick es hermoso y digno, pero ni la voz en off hace que la
escena que supuestamente las copia me haga soñar como estas tres únicas
y melancólicas frases escritas justo después de que el padrastro tenso
y feliz le ha dicho a la niña que su madre ha muerto. En el hotel pedimos
cuartos separados, pero en mitad de la noche vino a mí sollozando y
lo hicimos muy suavemente. ¿Comprenden ustedes? Lo no tenía absolutamente
ninguna parte adonde ir. Quizá
sea el estupor ante esa prosa, la certeza infantil de que en las películas
no han sabido imitar justo aquello que pasma en el libro o quizá sea
que las relaciones atroces con niñas de doce años sólo pueden ser literarias
y así ser bellas y comparables al amor de Dante por la pequeña Beatriz,
al matrimonio de Poe con su prima Virginia o al de Machado con Leonor
enferma. Porque fuera de la lectura, de la página, de la imaginación
y los sueños, fuera de la privada y secreta soledad del libro y su silencio,
o hacemos que la niña tenga dieciséis años o difícilmente se soporta
el horror. Pero dejémoslo y aceptemos que yo me equivoque. En todo caso
ahora ya es su turno. Antonio
Campoy Martínez |
Lolita Vladimir Nabokov Traducción de Enrique Tejedor Editorial Anagrama, Panorama
de narrativas 81 |
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Lolita
(1962) Director: Stanley Kubrick Actores: James Mason, Sue Lyon, Shelley Winters, Peter Sellers. |
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Lolita (1998) Actores: Jeremy Irons, Melanie Griffith, Frank Langella |
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