Pienso en bisontes y ángeles, en el secreto de los segmentos perdurables, en los sonetos proféticos, en el refugio del arte. Y ésta es la única inmortalidad que tú y yo podemos compartir. Lolita

V. N.

 

 

Tantas Lolitas y sólo hay una


Permítanme que hoy empiece hablando de mí. Yo leí Lolita la tercera semana de mayo de 1.991, en un hospital desde cuyas ventanas sin cortinas se veía el ancho azul del Océano Atlántico. Estaba en la planta de infecciosos y no me dejaban ni salir al pasillo. Mis compañeros de habitación eran muchachos que se habían contagiado en las costas de Arabia y las enfermeras eran feas y llevaban las batas sucias. Todos hablaban con acentos extraños que yo no entendía y algunos acabaron tomándome por extranjero. Y allí, durante cuatro días, sin televisión, revistas, música, amigos o sueño, racionándome sus páginas como si fuera el último sorbo de agua de un marinero a la deriva por un mar sin costa, leí turbado, seducido, febril y enfermo de una disparatada dolencia infantil que un médico dijo que se llamaba sarampión.

Fin de la autobiografía.

Ahora hablemos de ellos. Lolita. Flor de su vida, fuego de sus entrañas. Nínfula de dermis limpia, ojos azules y doce años. Humbert. Atractivo, alto, culto, pedante en francés y europeo hombre de treinta y siete.

Hablemos de las carreteras largas de América y de sus moteles con instrucciones absurdas y sus radios con monedas y sus paredes de pino. Hablemos de sus colegios para niñas y de sus bares, de sus helados y sus coches, de sus faldas y sus pistas de tenis, hablemos, hablemos de sus puentes, y sus bosques, y sus ríos y sus hospitales y sus matrimonios con pecas y  piel blanca.

¿Y de las películas de Stanley Kubrick y de Adrian Lyne? Bueno. En ellas creo haber intuido algo sobre el amor a menores y la fotogenia de una muchacha lamiendo un caramelo. Nada se me ha dicho del deseo incontenido, la melancólica demencia, el asumir con pasión y sin excusas los márgenes de más silencio que nos construyó Nabokov. Faltan el daño, la confesión íntima y el detalle, y desde luego no se han atrevido a hacer que aparezca esa nínfula por la que realmente murió Humbert. Porque no creo que alguien dude que los doce no son iguales que los catorce (Lyne) o los dieciséis (Kubrick) y que Lolita y las nínfulas son eso, niñas imberbes, de caderas estrechas, vocabulario de doscientas cincuenta palabras y piernas flexibles, no adolescentes supuestamente sensuales de muslos amplios, pechos enormes, piel rasurada, maquillaje barato, gritos lascivos en las puertas de cualquier colegio con el único gesto infantil de quitarse un tosco corrector dental antes del beso.                         

Tampoco está mejor conseguido el supuesto amante profesor pervertido que en el libro se insiste que es todavía algo joven, todavía no viejo, nunca desagradable, baboso, blandamente feo. Un hombre educado, irónico, de dulce iris asediado por todas las mujeres que en la película de Stanley Kubrick se nos transforma en un repugnante, rijoso y torpe James Mason que nunca podría atraer a una matrona que no hubiera sufrido los rigores del tiempo, la ceguera o la ruina. Algo menos errada parece la elección de Jeremy Irons que a pesar de ser bastante mayor sí nos muestra algo de la melancólica, dolida, lúcida y resignada locura del padrastro celoso y hace que ése actor y la inclusión de la escena esencial del primer amor adolescente y muerto de Humbert sean lo mejor de esa película de Adrian Lyne. Pero no basta.

No debería insistir, porque no es de gente educada, pero tampoco he sabido nada de uno de los hallazgos del libro (la carretera, el viaje, la invención de ese espacio amplio y libre que todo viajero busca), reducido aquí a unos minutos de sol y regalos, y riñas, y desorden. Aunque en esto también hay diferencias y acierta algo más Stanley Kubrick. Como también acierta, y aquí el acierto es redondo, ancho, feliz, con la elección de Shelley Winters como la más foca, puritana e histérica Charlotte Haze y la de Peter Sellers como un Quilty que, emotiva excepción, mejora el original. Y, en fin, también otorga algún placer la escena del asesinato con la que se abre y se cierra esa versión de 1962. Pero es Stanley Kubrick, demonios, y qué menos se le puede pedir.

Aún así sé, porque lo he leído y eso me obliga a creerlo, que Nabokov participó en el guión de esta primera adaptación y que jamás puso una objeción insalvable al resultado final. Y eso me precipita a un pozo de indecisiones. Él, autor incansable, coleccionista obsesivo, profesor puntilloso, carácter tímido que no solía regalar los halagos, no aprovechó el evidente error para jugar con dos o tres adjetivos y desgarrar una herida. Quizá yo me equivoque. O quizá no. Quizá me deje arrastrar en exceso por la corriente de prosa imposible de grabar de uno de los mejores del siglo XX y de todos los siglos (Le quité las sandalias, salvajemente, perseguí el rastro de su infidelidad. Pero el olor que busqué en toda ella era tan leve que no podía distinguirse del antojo de un maniático) y no soporte estas películas como nos soporto los cuentos filmados de Borges, cierta película sobre Ilona y Mqroll, y no soportaría jamás a un actor sorbiendo una magdalena en forma de concha y recordando. Y es que ya sé que el blanco y negro de la película de Stanley Kubrick es hermoso y digno, pero ni la voz en off hace que la escena que supuestamente las copia me haga soñar como estas tres únicas y melancólicas frases escritas justo después de que el padrastro tenso y feliz le ha dicho a la niña que su madre ha muerto.

En el hotel pedimos cuartos separados, pero en mitad de la noche vino a mí sollozando y lo hicimos muy suavemente. ¿Comprenden ustedes? Lo no tenía absolutamente ninguna parte adonde ir.

Quizá sea el estupor ante esa prosa, la certeza infantil de que en las películas no han sabido imitar justo aquello que pasma en el libro o quizá sea que las relaciones atroces con niñas de doce años sólo pueden ser literarias y así ser bellas y comparables al amor de Dante por la pequeña Beatriz, al matrimonio de Poe con su prima Virginia o al de Machado con Leonor enferma. Porque fuera de la lectura, de la página, de la imaginación y los sueños, fuera de la privada y secreta soledad del libro y su silencio, o hacemos que la niña tenga dieciséis años o difícilmente se soporta el horror. Pero dejémoslo y aceptemos que yo me equivoque. En todo caso ahora ya es su turno.

Antonio Campoy Martínez




Lolita

Vladimir Nabokov

Traducción de Enrique Tejedor

Editorial Anagrama, Panorama de narrativas 81

Lolita (1962)
Director: Stanley Kubrick
Actores: James Mason, Sue Lyon, Shelley Winters, Peter Sellers.

Lolita (1998)
Director: Adrian Lyne

Actores: Jeremy Irons, Melanie Griffith, Frank Langella