Desde que Marco Polo volvió a la república de Venecia con aquella serie
de noticias irresponsablemente fantásticas sobre las regiones por las
que había viajado durante años China padece de irrealidad. Los atlas
y las enciclopedias historian en vano su vasta geografía y sus dinastías
numerosas. Esa misma vastedad que insensatas construcciones defensivas
confirman, una desmesurada dedicación a
las ceremonias, los secretos y las jerarquías vertiginosas y
una literatura que integra lo maravilloso con la naturalidad de una
convivencia milenaria y gustosa han conjurado para enriquecer los primeros
informes asombrados de Marco Polo y han apartado a China para siempre
de la esfera de lo posible. Una parte de la literatura occidental ha
sabido profundizar en esa tradición y hacer de China uno de los símbolos
más acabados y sugestivos de lo irreal. La pieza maestra de esa literatura
sigue siendo el cuento más kafkiano pero menos leído de Franz Kafka:
La construcción
de la muralla china. Este cuento de Eça de Queirós es, de
alguna manera, su borrador. Anticipa el sabor peculiar de esas inquietantes
fantasías de la conducta que Franz Kafka exploraría muchos años después,
pero la escenografía es encantadoramente decimonónica. Todo parece sacado
de los poemas más amueblados de Charles Baudelaire. Sin embargo, esta
patética aventura de un funcionario portugués que desde el centro de
Lisboa da muerte a un remoto mandarín que dedica sus días finales a la construcción
de cometas inocentes en su quiosco del centro de la China merece ser
recuperada no sólo como una mera profecía de los cuentos de Franz Kafka
sino como uno de los mejores cuentos de la literatura fantástica. Por
su imaginación desbordante, por la cuidada elegancia de su estilo y por sus conmovedores aciertos circunstanciales.
Aquel, por ejemplo, en que el protagonista, ya millonario hiperbólico
y en pleno spleen, regresa furtivamente a una cámara apartada de su
palacio amarillo para recuperar durante unos instantes de alivio aquella
caligrafía minuciosa en la que tanta pasión ponía cuando era funcionario
y en una oscura pensión de la Concepción pasaba las tardes entre libros
viejos y viudas de comandante.
Marcos González Mut
|