El mandarín

Eça de Queirós

 

Traducción de Paloma Navarro

Cátedra, Letras Universales 132  


Desde que Marco Polo volvió a la república de Venecia con aquella serie de noticias irresponsablemente fantásticas sobre las regiones por las que había viajado durante años China padece de irrealidad. Los atlas y las enciclopedias historian en vano su vasta geografía y sus dinastías numerosas. Esa misma vastedad que insensatas construcciones defensivas confirman, una desmesurada dedicación a  las ceremonias, los secretos y las jerarquías vertiginosas y una literatura que integra lo maravilloso con la naturalidad de una convivencia milenaria y gustosa han conjurado para enriquecer los primeros informes asombrados de Marco Polo y han apartado a China para siempre de la esfera de lo posible. Una parte de la literatura occidental ha sabido profundizar en esa tradición y hacer de China uno de los símbolos más acabados y sugestivos de lo irreal. La pieza maestra de esa literatura sigue siendo el cuento más kafkiano pero menos leído de Franz Kafka: La construcción de la muralla china. Este cuento de Eça de Queirós es, de alguna manera, su borrador. Anticipa el sabor peculiar de esas inquietantes fantasías de la conducta que Franz Kafka exploraría muchos años después, pero la escenografía es encantadoramente decimonónica. Todo parece sacado de los poemas más amueblados de Charles Baudelaire. Sin embargo, esta patética aventura de un funcionario portugués que desde el centro de Lisboa da muerte a un remoto mandarín  que dedica sus días finales a la construcción de cometas inocentes en su quiosco del centro de la China merece ser recuperada no sólo como una mera profecía de los cuentos de Franz Kafka sino como uno de los mejores cuentos de la literatura fantástica. Por su imaginación desbordante, por la cuidada elegancia de su estilo y  por sus conmovedores aciertos circunstanciales. Aquel, por ejemplo, en que el protagonista, ya millonario hiperbólico y en pleno spleen, regresa furtivamente a una cámara apartada de su palacio amarillo para recuperar durante unos instantes de alivio aquella caligrafía minuciosa en la que tanta pasión ponía cuando era funcionario y en una oscura pensión de la Concepción pasaba las tardes entre libros viejos y viudas de comandante.

 

Marcos González Mut


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