MEMORIAS Y AVENTURAS

Arthur Conan Doyle

 

Traducción de Bernardo Moreno Carrillo

Editorial Valdemar. Colección Avatares, 34

459 páginas.

 

Conan Doyle es el creador de unos de los investigadores más atractivos, rotundos, perfilados y apasionantes de la literatura de los dos últimos siglos. Sherlock Holmes. Uno de los últimos personajes en esa gran literatura de personajes que fue la inglesa del siglo XIX. Pues bien, en este libro sólo 16 páginas están dedicadas a él.

Conan Doyle, también, fue un hombre que nació en 1859 y que firma estas memorias en 1924. Un escritor entre dos siglos que conoció los barcos balleneros de Moby Dick, la Escocia de Stevenson, la Europa soleada de Henry James. Un médico al que le dio tiempo a estar en tres guerras (la de Sudán, la de Sudáfrica, la de 1914), a dedicarse a deportes (el boxeo, el esquí, el fútbol) que entonces sólo se practicaban en la vieja Inglaterra. Un hombre que compartió mesa y copa con los personajes de Julio Verne o Conrad. Pues bien, para Sir Arthur es mucho más apasionante contarnos que cierto Primer Ministro no escuchó sus sugerencias sobre una armadura para los combatientes de Verdún o que sus investigaciones sobre el ocultismo harían cambiar la historia de las religiones.

Lo dijo Nabokov. Arthur Conan Doyle fue un señor extraño que se avergonzaba de haber escrito las historias de su investigador cocainómano pero que estaba seguro de ser recordado por los tres tomos de su Historia de la Guerra de Sudáfrica. Y esa extrañeza deja al lector de este libro la sensación de haber sido traicionado. Esperábamos algo diferente.

Y es que los libros de memorias se suelen sostener por tres razones. El autor se explica, nos permite soñar que comprendemos cómo y porqué hizo lo que le ha hecho memorable. El autor nos cuenta, nos muestra un mundo que fue el suyo y que para el lector es extraño, mítico, perdido en la ignorancia de nuestro pasado. Por último, el autor nos invita, nos deja acompañarle a visitar a personajes reales (asesinos, músicos, escritores) que desde la admiración nos parecen tan ficticios como Hamlet o el Rey Arturo.

Sir Arthur lo olvidó. Prefirió construir una hagiografía, una historia de su vida que le justificara la subida a los altares de la historia. Y eso no era necesario, lo había conseguido ya con las aventuras de Sherlock Holmes. Probablemente un enorme ego inseguro le impidiera verlo. Por eso decidió contarnos justo lo que no nos interesa. Y, sobre todo, desde el punto de vista que menos puede apasionarnos. Desde el yo más absoluto. Eso es lo más inexplicable. Conan Doyle, narrador perfecto, contador hipnótico de historias, comete el peor de los pecados de un escritor. Suponer que él es más importante que aquello que está contando. Desdeñar su papel de testigo y adjudicarse el de protagonista necesario ¿Y qué importancia tiene su discurso del verano de 1916 para arengar a las tropas británicas que estaban muriendo en la Gran Guerra si su público es una masa trasparente de la que se nos oculta todo? ¿Para qué recordar el sastre que le tomó las medidas para su uniforme si olvida los miles de uniformes embarrados que ya estaban en las trincheras cuando él llegó?

En fin, el autor de estas memorias es un vanidoso. Peor aún, un vanidoso sin ironía. Y ni siquiera la espléndida edición de Valdemar mejora la experiencia.

 

Antonio Campoy


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