Poemas desde el exilio Vladimir Navokov
Traducción de Macarena Carvajal Editorial Pre-Textos. Colección La cruz del sur,
nº 509 |
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Vladimir
Navokov habló de su literatura como un intento de recuperar un paisaje
que durante más de sesenta años supo que no volvería a contemplar. ¿Para
qué glosar, entonces, cuando fue el mismo autor quién se explicó con
esa precisión sobrecogedora? ¿Qué es lo que se puede añadir?. Nada.
Así que perdonen la imprudencia. No hay
frase que merezca ser leída que no haya nacido desde alguna manera de
exilio. Se escribe porque alguien ha sido obligado a abandonar una patria,
un jardín, una familia, una sola persona, un amor, un hueco, una infancia,
una año, en fin, una tarde de sol en la que creyó ser dichoso. En la
distancia, sólo el recuerdo y la palabra permiten habitar esos mundos
que perdimos. No habría literatura sin nostalgia y nostalgia sin un
universo al que se nos impide volver. Y así Dante busca el retorno a
la mirada de Beatriz. Ulises a Itaca. Alonso Quijano a las aventuras
que soñó. Borges a la vasta biblioteca de su padre. Kafka a la cordura.
Faulkner al Sur de antes de la derrota. Escribe
Navokov: "Y
tú desapareciste, San Petersburgo". Y escribe: "Enamorados.
Entraron en mi callejón/ estrecho. Por un instante me pareció/ que,
bajito, hablaban en ruso". Y escribe: "En los campos
nevados a medianoche/ soñé con la Madre de todos los abedules".
Escribe: "Algunas
noches, cuando me quedo dormido/ mi cama se desliza hasta Rusia".
Y escribe: "He
aquí la carretera a Luga/ La casa con las columnas. Oredzh/ Casi desde
cualquier parte/ yo sería capaz, incluso todavía,/ de llegar a mi casa".
Y firma en 1920, en Cambridge, en 1931 en Berlín, en 1939 en París.
En 1967, en Montreaux. Obligado
a abandonar Rusia, asesinado su padre cuando intentó, con su cuerpo,
proteger a un amigo, novelista exiliado también de su lengua cuando
se convenció de que sus obras nunca se traducirían y jamás dejarían
de estar prohibidas en su país, pocas fueran las certezas que siguieron
junto a él. El amor de Vera ("Y
cómo llorábamos juntos"). La memoria. Las pasiones que
permanecieron ("Tenemos
con nosotros un ajedrez, / a Shakespeare y a Pushkin. Con todo esto
nos basta."). También
le quedó la poética del ruso. Y en esta inmejorable edición bilingüe
impresiona mirar la versión original de los poemas. La misma mano que
había hecho ya de Navokov el primer novelista en inglés recobraba la
lengua materna para hablar de Rusia. Para hablarle a Vera. Y el lector,
que nada sabe de eslavo, se deja mecer por los misterios del alfabeto
cirílico y se pregunta si no será este libro por fin la razón que justifique
el aprendizaje de todo un idioma. Antonio Campoy Martínez |
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