Edgar
Allan Poe
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Antes de empezar a leer cualquier libro hay
que preparar los corazones con cuidado. Yo conozco una persona, por
ejemplo, que antes de empezar a leer cualquier libro de Joseph Conrad
dedica una tarde entera a visitar esas tiendas de muebles coloniales
de teca en las que los colores blanco y marrón se confunden con los
vasos para velas y las plantas de hoja ancha. Se pasea con aire distraído
entre los sofás y las mesas y los armarios que un día cerraron los secretos
de un mercader empantanado en la ruina de una remota isla cenital. Si
por casualidad el vendedor le inquieta con propuestas de compra le responde
con estudiadas vaguedades mientras, secretamente, medita las posibilidades
de sentar al capitán Marlow en esa silla de respaldo alto. Así se preparan
los corazones. Yo mismo no empiezo a leer un cuento de Howard Phillips
Lovecraft sin bajar hasta el puerto a oler las aguas estancadas de los
muelles y recorrer los mapas del óxido que los barcos atracados exponen.
A veces llueve y no puedo bajar hasta el puerto. Entonces me basta repasar
mi libro de láminas de insectos. Prefiero las láminas de disección.
Los corazones son la casa de los libros. Ahí tengo dos retratos. Uno
es de Edgar Allan Poe y el otro es de Vincent Price. Yo no empiezo a
leer un libro de Edgar Allan Poe sin mirarlos en silencio largamente.
El retrato de Edgar Allan Poe es un retrato oval, como el retrato de
uno de sus cuentos. Qué magia. Me gusta mirar los dos bultos que le
salen de las sienes, la frente cuadrada y despejada, el pelo negro como
ala de cuervo (sé que eso le gustaría porque parece uno de sus versos),
el bigote sobre la boca seria. Dejo los ojos para el final. Pero siempre
los miro poco, porque son tan tristes que si los miro mucho el triste
acabo siendo yo. Una tristeza insoportable. Digo insoportable porque no lo atemperaba ninguno de esos sentimientos
semiagradables por ser poéticos con los cuales recibe el espíritu aun
las más austeras imágenes naturales de lo desolado o lo terrible. Sólo cuando miro esos ojos entiendo
los mejores versos de Edgar Allan Poe, que son los versos más bonitos
del mundo y los versos que mejor han explicado la rara sensación que
siente cualquier lector cuando cierra el libro que estaba leyendo y
vuelve a la realidad. Esos cuatro versos del poema Dream-land
que dicen: I have reached these
lands but newly from an ultimate dim Thule, from a wild weird clime
that lieth, sublime, out of Space, out of Time. Eso es leer, y nada más. Alguna
vez he oído que esos versos se refieren a la muerte de una dama enamorada
o a la desconcertante primera noche de un difunto o a los súbitos despertares
del opio. No importa. Importa el misterio, que Edgar Allan Poe ahondó
hermosamente a lo largo de sus obras completas. Ahí, a la derecha del
retrato de Edgar Allan Poe tengo el retrato de Vincent Price. Es un
retrato de Vincent Price caracterizado de Roderick Usher en la película
de Roger Corman que se llamaba La caída de la Casa Usher. Lo tengo al
lado de Edgar Allan Poe porque antes de haber leído ningún cuento de
Edgar Allan Poe yo vi las películas que Roger Corman hizo para adaptar
esos cuentos. Un día tenemos que hablar de esas películas y de aquella
otra que, misteriosamente, se llamaba El
palacio encantado, como uno de los poemas de Edgar Allan Poe, pero
era la adaptación de El caso de Randolph Carter, de Howard
Phillips Lovecraft, con ese puerto de Arkham que abre la película más
brumoso e irreal de lo que hubiera soñado el mismo Howard Phillips Lovecraft.
Yo siempre he visto en ese jeroglífico un secreto juicio literario de
Roger Corman o sus guionistas que aproxima sutilmente las obras de ambos
escritores. Tenemos que hablar de sus colores, sus obsesiones, sus repetidos
incendios finales y los actores maravillosos que las interpretaron.
Aunque de esos actores, el más maravilloso fue Vincent Price. Nadie
lo hizo mejor. En sus caracterizaciones supo recoger los ángulos de
los personajes de Edgar Allan Poe y hacer con esos ángulos un círculo
perfecto. Para mí Vincent Price fue antes que Edgar Allan Poe, pero
al contrario de lo que suele suceder cuando un libro y una película
se enfrentan en la imaginación del que lo lee y la ve, los dos convivieron
sin ninguna discordia. Yo atribuyo esa complicidad extraordinaria a
la generosidad de la infancia, que acepta sin chirridos las muchas fantasías
que la asaltan. Sé que el encuentro de Vincent Price y Edgar Allan Poe,
años después, habría fracasado completamente. El primer cuento que leí
de Edgar Allan Poe, por eso, fue La caída de la Casa Usher. Quería ver
si la película era como el cuento. Desde entonces he leído ese cuento
millones de veces. Tengo una prueba definitiva de lo que digo. Si cojo
el volumen de los cuentos de Edgar Allan Poe y lo dejo sobre una mesa
siempre, por la fuerza de la costumbre, se abre por la página trescientos
diecisiete exactamente. La página que más ha usado el corazón.
Durante todo un día de otoño, triste, oscuro,
silencioso, cuando las nubes se cernían bajas y pesadas en el cielo,
crucé solo, a caballo, una región singularmente lúgubre del país; y,
al fin, al acercarse las sombras de la noche, me encontré a la vista
de la melancólica casa Usher.
Así empieza una maravilla. En alguna edición he visto que el cuento
se llama El hundimiento de la Casa Usher. También
es bonito. Hay que leer ese cuento. Hay que recorrer la grieta que parte la casa de arriba abajo como un rayo.
Por esa grieta se entra en el mundo raro de Edgar Allan Poe. Antes de
morir, en el centro de sus agonías últimas, en un hospital de Baltimore,
Edgar Allan Poe llamaba a gritos a Reynolds, el explorador de las regiones
árticas que le había inspirado su cuento La
narración de Arthur Gordon Pym. Qué confusión extraña y bonita.
Yo mismo espero hacer lo mismo algún día. Llamaré a esa persona que
me acompaña desde hace tanta vida. Diré: Roderick Usher. Y no sé si
vendrá Roderick Usher o Vincent Price. Me da igual. Seré feliz lo mismo.
Marcos González Mut |