El profesor Charlotte
Brontë
Traducción
de Gemma Moral Bartolomé Alba Editorial,
Clásica XLIV |
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En 1571
la Iglesia anglicana mandó que en cada catedral se pusiera al alcance
de los fieles un ejemplar del Libro de los mártires, de John
Fox, obra en la que se compilaba la historia de la persecución de los
protestantes y de la intolerancia de la Iglesia católica desde sus orígenes
y en el mundo entero. Esa orden no ayudó, para qué ocultarlo, a evitar
la hostilidad que Inglaterra ha tenido y tiene hacia la Europa que se
mantiene fiel a las órdenes de Roma. Y no dudo que Charlotte Brontë,
padre vicario, educada en un internado para hijas de clérigos y casada,
un año antes de morir, con el reverendo A. B. Nicholls, conocía ese
libro y participaba de esa opinión tan extendida en las Islas Británicas
de que a este lado del Canal nos queda mucho que aprender. No les falta
razón. También
debía saber de esa obra William Crimsworth, joven sin fortuna que cercado
entre la intolerancia gris de sus tíos y la riqueza bárbara y violenta
de su hermano, decide dejar los páramos y, ayudado por uno de esos personajes
buenos y excéntricos que debe habitar en cualquier narración, viajar
a Bélgica a intentar vivir. Allí será profesor de lengua inglesa en
un colegio para chicos y profesor de lengua inglesa en un colegio de
chicas. Soportará con paciencia sajona la suciedad y la inhumanidad
europea. Y se enamorará. De una muchacha sin herencia ni fortuna, suiza
pero con sangre británica, que se gana la vida cosiendo y que mantiene
esa dignidad y orgullo que son en la pobreza cuando más conmueven. Ahí
comienza un segundo relato menos perfecto y la historia acabará bien. No es
excesivamente original. Pero repitámoslo. Las hermanas Brontë no fueron
felices. Pero nunca perdieron la ilusión de serlo. Esta novela, la primera
de Charlotte Brontë, de la que se ha dicho que es la más autobiográfica,
está dividida por esa doble condición. En primera mitad está el dolor
y la realidad. Los personajes parecen de Charles Dickens o hasta de
cierto Robert Louis Stevenson. En la segunda están los sueños y la esperanza.
Y aquí comienza el error y las visitas al salón de una señorita con
un exceso de finales felices. Después,
en ese inicio que es lo mejor y lo único que se debería publicar, se habla de los ingleses y de sus virtudes
protestantes. De las enseñanzas de John Fox. De la ausencia de queja,
del sentido del deber. De los caracteres no más dulces que la superficie
del mármol. Del rechazar la ayuda y la compasión, del silencio como
respuesta a la estupidez e incluso al miedo. De las vidas vividas para
no deber nada. Para ofrecerlo todo. Para caminar por caminos embarrados
con la espalda recta y mirando al frente.
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