La increíble vejez del signor Giacomo Casanova, impostado chevalier
de Seingalt, minucioso evasor de Los Plomos, oportuno redactor de panfletos
políticos, espía final y hombre galante numeroso de jardines húmedos
y lunas altas es el motivo de este cuento de Arthur Schnitzler. Todo
lector sentirá que el encanto de este tema antecede cualquier análisis
y hasta cualquier lectura y que la imaginación agradecida lo hospeda
sin esfuerzo, como alguien a quien se ha esperado tanto tiempo, desde
la misma solapa, la breve reseña o la buena indiscreción de ese ubicuo
amigo leído. Arthur Schnitzler acertó el tema para su cuento. Sin embargo,
escritores menos hábiles se habrían resignado a ese hallazgo memorable
y habrían desatendido las circunstancias de su narración. Arthur Schnitzler no. Entendió que la declinación de un mito universal como el de Casanova
estaba reclamando el íntimo tono de los crepúsculos. Por eso renunció
a las pompas de palacio y las anchas geografías que el nombre de Casanova
parecía evocar y limitó su tragedia al delicioso rincón cerca de Mantua
en el que sucede. Lo reducido de ese ámbito y del tiempo en que ocurre,
las entradas y las salidas de los personajes, sus naturalezas, los diálogos
ingeniosos que entrecruzan, la ordenación de las escenas, los fondos
que las refuerzan y la prodigiosa gradación de la tragedia recuerdan
las maneras del drama, cuyo magisterio no dejó de ejercer con justa
fama Arthur Schnitzler en otras ocasiones. De estos procedimientos dramáticos
que Arthur Schnitzler aplicó a su cuento no quiso olvidar el más dificultoso
y decisivo. La selección de un tema que siendo el centro de la trama
no se rebajara a una suma de anécdotas sino que más bien fuera ese hilo
que no se ve pero al final dibuja el tapiz. William Shakespeare le pudo
nutrir de modelos gloriosos. La codicia en Macbeth, la sospecha en Otelo,
la duda en Hamlet. Esos temas no se citan pero su
presencia es permanente. Para su cuento le urgía uno que justificara
el mito de Casanova y a la vez lo dignificara en el epílogo de sus días.
Eligió el erotismo. Ese erotismo de encaje y abanico que el siglo dieciocho
dejó al mundo como una luz de amor. Cada página de este cuento lo respira.
La posadera que agota las posibilidades de sus carnes usadas, la niña
en la que asoman las maneras meretrices de su madre y de su abuela,
los áridos suspiros de una dama estudiosa son sólo ejemplos de un catálogo
generoso. Se ha declarado que la figura de Giacomo Casanova sólo es
el sugestivo símbolo que Arthur Schnitzler prefirió para sentir y hacer
sentir a los lectores la declinación de otro mito, la ciudad de Venecia.
No es imposible. Las hermosas páginas finales del cuento parecen corroborar
esa hipótesis. Resplandecen como en una de esas horas finales del sol
en las que antes de hundirse alcanza el milagro de una exaltación última
de las cosas que toca. Arthur Schnitzler, austríaco al fin y al cabo,
y escritor, bien pudo sentir que Venecia era su patria. Así mismo se
ha declarado que Giacomo Casanova y Venecia son la máscara de otra declinación
secreta. La de ese vasto imperio central que humillado, solo, roto y abrumado de melancolías cayó como un despojo
entre las manos avariciosas de los imperios laterales.
Marcos
González Mut
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