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EL SEÑOR DE LOS ANILLOS
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Esta película es bonita porque siempre es bonito leer
otra vez El Señor de los Anillos.
Todas las cosas que J.R.R.Tolkien soñó echan a andar por la pantalla
y son tan parecidas a como las deben imaginar la mayoría de personas
que han leído el libro que nadie se quejará demasiado. Es verdad que
faltan cosas y que hay cosas que son diferentes. Es verdad que no están
los hongos del señor Maggot ni el sauce viejo y feo que abre el tronco
como una boca llena de hambre ni Tom Bombadil que le seca las raíces
al sauce ni Baya de Oro en su casa de la colina ni los agujeros fríos
de los Tumularios en las colinas rotas. También es verdad que los Elfos
sólo tienen las orejas puntiagudas en esos cuentos de hadas de los que
J.R.R.Tolkien siempre quiso desvincular su obra y que las mujeres de
sus libros suelen parecerse más a las mujeres quietas y rectas de los
cuadros prerafaelitas de Dante Gabriel Rossetti, John Everett Millais
y William Holman Hunt que a esa dama Arwen que despliega su furia montada
a caballo y sola y que un Troll es menos un ogro que una confusión de
piedra pervertida y nudos de árbol. Pero esas infidelidades importan
poco o no importan nada después de ver el país redondo y verde de los
Hobbits o las salas abandonadas de la mina de Moria o las estatuas altísimas
de esos dos reyes antiguos y severos que vigilan el paso del río con
los ojos vacíos y la mano levantada con la palma abierta hacia delante
para advertir a los que bajan por el río que su destino puede empezar
allí mismo, como el reino de Gondor. Son las tres recreaciones más acertadas
de la película. Cumplen espléndidamente con las exigencias de J.R.R.Tolkien
en cuanto a realismo, complejidad y belleza, aunque la inspiración se
perfecciona cuando la película recorre el lado oscuro de la Tierra Media
El mago Saruman con la luna llena detrás como una corona de hielo y
los sótanos profundos de su torre de aguja y la fortaleza de Sauron
que erizada de hierro y antorchas y ruina pudre el aire como una espìral
de sombra y miedo y las llamas vivientes del Balrog que arden la esperanza
duran en la memoria estremecida con una intensidad definitiva. En esa
exploración del lado oscuro de la Tierra Media es donde el
guión se enriquece más. Parece que no sólo insiste en la presentación
visual de maravillas sino que de alguna manera recupera una de las líneas
de pensamiento que atraviesan la obra original: aquel mundo esencialmente
mecánico del mal como una inversión del mundo esencialmente natural
del bien que Fernando Savater advirtió en su ensayo sobre El
Señor de los Anillos de La
infancia recuperada. El placer desmesurado que el mal siente por
la acumulación insensata de maquinarias barrocas es el fondo sobre el
que se recortan, más luminosos y delicados que nunca, esos dorados bosques
crepusculares en los que J.R.R.Tolkien dejó caer como una hoja seca
su corazón perdido. Ahí es donde la película entra de lleno pero sin
estridencias en esa hermosa y profunda dimensión metafórica de la obra
original que ha entusiasmado a generaciones de lectores entregados.
Sería bonito continuar esa exploración hasta recorrer el entero mapa
de metáforas cruzadas que el sentido humanismo de J.R.R.Tolkien fue
dibujando a lo largo de los años y las pipas y las tardes paseadas.
Pero a pesar de todo habríamos querido otra película. Habríamos querido
una película que se hubiera ajustado más a las maneras maestras que
Peter Jackson demostró sobradamente en aquella historia de dos niñas
enamoradas y enfermas que era Criaturas celestiales. No nos referimos
a una película menor que modestamente entrara en las posibilidades de
un director menor. Nos referimos a esa película improbable pero hermosísima
que habría revelado, oblicuamente, la gravitación melancólica del libro
de J.R.R.Tolkien sobre las vidas atónitas de una serie de lectores.
Sin la aparatosidad y la fidelidad que de alguna forma achatan la película
que ha filmado, el talento indiscutible de Peter Jackson habría producido
un cuadro sencillo y conmovedor que habría propagado con una intensidad
y profundidad de la que esta adaptación carece por completo la entera
felicidad que la obra original desprende. Siguiendo los mecanismos de
Criaturas celestiales habríamos preferido ver los efectos de un mundo
fantástico sobre las personas que lo sueñan que asistir a la presentación
plenaria de ese mundo. Una película hecha menos por morosos dibujantes,
minuciosos decoradores y vanos profesores de esgrima que por Peter Jackson.
A lo peor se ha equivocado. Ha preferido enfrentarse a las seguras discordias
que corresponden a cualquier adaptación formal de una obra literaria
monumental que es ya un referente cultural antes de arriesgarse con
una producción más personal que le habría asegurado un reconocimiento
acaso más restringido pero infinitamente más fervoroso. Increíblemente,
ha preferido confirmar en las pantallas internacionales
las imaginaciones de cualquier lector de El
Señor de los Anillos que enriquecer la obra misma con nuevas perspectivas.
El resultado, evidentemente, es menos apasionante que cómodo: la mera
traslación a un formato diferente de una obra que ya lo era todo sobre
el papel.
Marcos González Mut |
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