Jakob Von Gunten Robert Walser
Traducción de Juan José del Solar Editorial Siruela, colección Bolsillo 37 |
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Suelen tener cierto éxito las
historias de niños recluidos. Poco importa que sea en elegantes internados
o en orfanatos oscuros. Pueden ser Moll Flanders y su miseria
británica o los colegios en los que estudió Van (de Ada o el ardor)
y en los que no había habitación sin su sodomizado. Hasta esas modernas
historias que nos cuenta el cine gustan de ilustrarnos con jóvenes inquietos
que sólo encuentran el consuelo de algún profesor. Pero claro, Walser era suizo,
el escritor preferido de Kafka y murió el 26 de diciembre de 1956 cerca
del manicomio en el que había pasado los últimos años de su vida destruido
por una enfermedad hereditaria. Estos datos, que recojo de las contraportadas
con las que nos obsequia la Editorial Siruela, ya nos anuncian que este
libro nos hablará de una institución algo más onírica, algo extraña,
un colegio donde encontrarnos a solo dos profesores, media docena de
alumnos, largos pasillos estrechos, apenas un libro, una mano peluda
que busca tocarnos entre los muslos, un hermano rico que espera las
tardes de fiesta. Jacob Van Gunten, muchacho de
buena familia, último de los estudiantes, comienza su historia advirtiéndonos
que en el Instituto Benjamenta se aprende muy poco. Pero no busquen
una rebeldía excesivamente norteamericana. Tanto él como sus compañeros,
Kraus, Schacht, Schilinski, se adaptan con insólita naturalidad al frío
y al silencio; a la comida infecta y a los uniformes que rechazan al
principio pero que les acaban quedando tan bien. A la muerte de la directora.
A la desaparición del propio internado. Sólo Jacob, en algunas ocasiones,
se pregunta tímidamente y casi con ironía porqué no hay otros profesores,
porqué no entran nuevos alumnos, porqué del silencio y la oscuridad. El libro nos lleva a Centroeuropa
y a los días fríos, produce la incomodidad de ciertas películas mudas
y se parece a una ciudad con las calles desiertas y señoras mayores
espiando entre las cortinas. El estilo, apoyo del discurso de un muchacho
que se sabe sin porvenir y no ignora la irrecuperable distancia entre
lo que él hace y los demás le ven, sufre repentinos latigazos de belleza
(Dejarse empapar
por los chubascos del esfuerzo), pero no se aleja mucho de
esos monólogos que algunas personas solitarias y trastornadas nos ofrecen
en los parques. No es un libro grato. Hemos citado
Ada y allí ya está escrito que el hombre no ha inventado tortura
mayor que la que habita en su cerebro.
Antonio Campoy Martínez |
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