Tinieblas. Emesa, Siria. Año
273. Proceso contra la reina ZENOBIA. Cuando se hace la luz, la rea
aparece sentada y cabizbaja. Presenta señales de malos tratos
y unas largas cadenas que, desde sus manos, cubren todo el suelo del
escenario con un mar de esclavitud. Al fondo parece distinguirse un
muro, aunque más bien podría ser la inmensidad. Desde
las alturas, un hermoso ÁNGEL observa la brevedad de la existencia
mientras tensa el otro extremo de las cadenas. Entran de la nada DOS
SOLDADOS romanos que se sitúan detrás de Zenobia. Instantes
después lo hace el PREFECTO Marcelino que gira y observa a
la cautiva en silencio. Lejos se oye la repetitiva estrofa de una
mujer que canta versos de amor, hasta que su voz es ahogada por el
temblor de unos tambores de guerra. Se retiran lentamente las tinieblas
y comienza la creación...
ZENOBIA
(Susurra varias veces en su lengua). Recuerdo, ya solamente,
una luz muy hermosa que me ofrecía Astarté, todos los
días, en el perfil del universo...
PREFECTO
(La acecha). Astarté. Luz. Universo. ¿No te
duelen las manos de poseer tanto, reina Zenobia?. ¡Vamos!. ¿Acaso
quieres más cadenas, más sufrimiento, más dolor?.
¿Por qué no acabamos de una vez?. No tiene ningún
sentido, ¿sabes?. Ahí fuera, en las calles de Emesa,
celebran tu derrota y nuestra victoria, ¿no los oyes?. Hablan
tu lengua. Son los mismos que te adoraban como reina y, ya ves, se
olvidaron de ti. ¿A quién quieres defender entonces?.
ZENOBIA
(Perdida). Recuerdo, ya solamente, una luz muy hermosa que
me ofrecía Astarté, todos los días... (A
una señal del Prefecto, el soldado la calla de un golpe).
PREFECTO
Te conocemos, Zenobia. Roma ya sabe de tus engaños, de tus
malas artes de hechicera y de las supersticiones de tu pueblo, pero
se cansará antes tu cuerpo que la mano del verdugo, porque
detrás de éste vendrá otro, y otro, y otro...,
y, a pesar de todo, no será Roma la que pase a la historia
por su crueldad, sino tú, por tu locura suicida, por tus vilezas
y, sobre todo, por que no tienes la razón. (Silencio).
Pero, claro, ya veo que no quieres entenderlo ni estás dispuesta
a facilitarnos las cosas, ¿verdad?. Bien. (A su señal,
los soldados vuelven a golpearla. El Prefecto intenta calmarse).
Por lo que a mí respecta podemos seguir así mil doscientos
sesenta días más si eso es lo que quieres. O también
podemos parar este martirio que no nos conduce a nada. De ti depende.
Ya te he dicho que lo único que quiero saber es la intención
del rey persa. Dime, ¿es cierto que está organizando
un nuevo ejército para invadir Roma?. Basta con que me describas
su fuerza real, sus estrategias, vuestros acuerdos secretos y te aseguro
que...
ZENOBIA
(Exhausta. Habla ya en la lengua del Prefecto). Recuerdo,
ya solamente, una luz muy hermosa que me ofrecía Astarté,
todos los días, en el perfil del universo...
PREFECTO
¡Puedo hacer que te tragues toda esa soberbia en un instante,
maldita sea!. ¡Habla, por los dioses!.
ZENOBIA
(Extrañamente lúcida). ¿Es que no me
escucha?. ¿En qué lengua debo decirlo?. Vuelvo a repetir
que yo únicamente me ocupé la gloria de Palmira. De
su desgracia sabéis vosotros más que yo.
PREFECTO
(Ríe). Claro... Y después de todo lo que has
sido capaz de tramar contra el Imperio, ¿esperas que piense
que tras tus sueños de grandeza no existía toda una
coalición sirio-persa para invadir Roma?. ¿De veras
tengo que creérmelo?. ¡Ah, Zenobia!.
ZENOBIA
(Sonríe). Deliras, Prefecto. Pierdes el tiempo.
PREFECTO
Afortunadamente, nada de lo que urdisteis tuvo lugar. ¿No lo
ves?. Tétrico ha sido derrotado en la Galia, Palmira pronto
será un recuerdo erosionado en el desierto, y Roma vuelve a
ser Roma: ¡La eternidad, Zenobia!. Eso es la Eternidad. Y aún
más... Acuérdate de lo que te digo. Quizás vivas
para ver como las legiones romanas conquistan Ctesifonte y clavan
su estandarte en el trono de Sapor. (Zenobia, nuevamente ausente,
repite la frase del principio). Eres absurda, ¿lo sabes?...
Acaban de comunicarme que el Legado del emperador ya ha desembarcado
en Antioquía, pero hasta que sepas tu condena definitiva, te
aseguro que pienso hacerte tanto daño que jamás podrás
volver a reconocer tu cara. ¡Ni tus hijos tampoco!.
ZENOBIA
¿Absurda?.... Sí, yo soy la reina de los absurdos, es
verdad... Quemadme por ello, pero no toques a mis hijos. Te lo advierto,
Prefecto...
PREFECTO
¡No me amenaces, Zenobia!. ¡No puedes!. (Ríe).
¿Qué vas a hacer para impedirlo?. ¿Maldecirme?.
¡Ah, qué poca luz queda ya en tus ojos, Zenobia!. Busca...
sigue buscando esa luz que dices de Astarté, en el perfil del
universo...¡Vamos!. ¡Búscala!. A ver qué
es lo que encuentras...
(El Prefecto,
entre risas, bebe y le aproxima luego el cántaro con agua a
la prisionera, pero derrama el contenido ante ella con malicia. Acto
seguido hace una señal a los soldados y éstos vuelven
a golpearla. El ÁNGEL, desde su suprema morada, tensa las cadenas.
Posee la altivez y la belleza de los jóvenes de la Bitinia,
y la fuerza y el aspecto de un Grifo mesopotámico).
ÁNGEL
Creo que ya hemos oído todo lo que sabíamos y no lo
que queríamos saber. Reina Zenobia, ¿tienes algo más
que decir en tu defensa?. (Zenobia mira a su alrededor y calla, impotente.
El Ángel resplandece). Desde este glorioso día, y concluyendo
la misión para la que fui creado, te nombro y afirmo como rehén
de Roma. Tus bienes y tus esclavos pertenecen ya al Imperio Romano.
Tu séquito y tu ejército serán juzgados por la
autoridad de los hombres, y ajusticiados como ordena la tradición.
ZENOBIA
(Grita). ¿Por qué?.
ÁNGEL
Por traición.
ZENOBIA
¿Por traición a quién?. Sois vosotros los culpables
de la miseria y de la ruina de mi gente, de mi sueño... Me
lo habéis quitado todo... Matásteis a mi esposo y a
mi hijo. ¿A qué esperas, Ángel, para matarme
a mí también?. Si has de cortar una cabeza para calmar
tu sed de castigo, sesga ya la mía. ¡Vamos!. Pero deja
a mi pueblo en paz.
ÁNGEL
Guarda silencio. Tuviste la oportunidad de defenderte y la despreciaste,
así que recibe entonces la humillación que mereces.
Vivirás como ejemplo permanente del destino que aguarda a todo
aquél que levanta sus brazos contra el Imperio. El Emperador,
el Senado y el Pueblo de Roma así lo mandan. Este es el deseo
de Dios y la omnipotencia de su poder.
(Breve silencio.
El Ángel se apaga y desaparece, también los soldados.
El Prefecto aún la observa unos instantes).
ZENOBIA
(Asustada). ¡No os vayáis!. ¡Ten compasión
de mí, Tánatos del mundo helado!. ¡Prefecto, tu
daga, te lo ruego!. Dame la muerte, por favor. No me dejes vivir más...
PREFECTO
(La admira un momento, luego sonríe). ¡He ahí
a la que se proclamó emperatriz invencible de Oriente!. ¿No
decían de ti que eras la más sabia entre los sabios?.
¿Por qué no haces un número de magia y te salvas
a ti misma?.
ZENOBIA
No me insultes más y dame una muerte digna...
PREFECTO
¡Mírame!. ¡Vamos, mírame!. ¿Ves ternura
en estos ojos?. Muchos de mis amigos fueron torturados y masacrados
en tus prisiones de Palmira. Roma también es madre para sus
hijos, así que no me hables de morir con dignidad...
ZENOBIA
(Volviéndose a las tinieblas). Todo bien para mí
se ha perdido; mal, sé tú mi bien.
PREFECTO
Ya estás sola, Zenobia. Reconsidera tu vida, tus errores y
goza al fin de esa soledad que tanto aprecias. Nos veremos de nuevo
en Roma, en los reflejos del Tíber, en el desfile del triunfo
que ha de exhibirte ante el pueblo por las calles. Y luego, por mis
dioses, espero que desaparezcas para siempre de mi mente y no vuelva
a verte nunca más.
(El Prefecto
se marcha. Zenobia le sigue con la mirada, anhelante, vacía.
Expulsada del paraíso, se arrodilla, tremendamente sola).
ZENOBIA
(Casi arrogante). Yo, Septimia Zenobia. Reina indiscutible
de Palmira, emperatriz de toda la Siria, Mesopotamia y Egipto. Esposa
del que fue el mejor guerrero de la Historia, mi fiel Odenato, y madre
de sus hijos, muertos o no... Recuerdo, ya solamente, una luz muy
hermosa que me ofrecía Astarté, todos los días,
en el perfil del Universo...
Nací en un barrio humilde, donde no se conocían las
fragancias del Líbano. Yo misma hice construir, sobre aquel
yermo solar, la Academia y la Biblioteca de mi reino. He perdido mis
recuerdos por el bien de mi pueblo, al que di riquezas y prosperidad,
futuro y esperanza. Renuncié a la comprensión de los
ancianos de mi casa, y sembré en sus huertos la cultura y la
filosofía. He adorado a mis manes y les he levantado dignos
templos y santuarios. Formé a mis ejércitos -¡ah,
la caballería Sagitaria!- , multipliqué el pan, arrinconando
el hambre y la enfermedad, hasta que no quedó ni una sola aldea
en mis dominios en la que no corriera el agua fresca y la alegría.
¡Por fin éramos libres tras cientos de años de
esclavitud bajo el yugo romano!. Y ahora... Ahora ésa es mi
sentencia de muerte... ¡Pero no la de mis hijos!. (Trata
de sobreponerse) De nada me avergüenzo. Todo lo que tengo
me lo debo a mí misma. Absolutamente todo lo que he logrado,
me lo merezco, pero no esta injusta penitencia. ¿Qué
más da el método, si al fin se llega?. Sé cómo
manejar un estado, y está grabada en mi corazón la ley
de la vida. Ayer fui amiga y hoy soy esclava. ¡Qué gran
farsa!. Para quien nunca poseyó nada, perderlo todo es sólo
agua que refresca la boca y después se tira. ¡Mirad mi
ocaso, hermanos de las profundidades!. Pero seguiré en pie.
Zenobia permanecerá inalterable al tránsito de los hombres
y de las eras. Quitádmelo todo y dejadme libre y viva. Antes
de que muriera el sol de esa jornada, Zenobia volvería a ser
grande, rica y poderosa, hermosa y altiva. ¡Ay, Tiempo!. Tan
sólo añoro la juventud. ¡Diez, quince años
menos!, y ya no habría un sólo varón sobre la
Tierra que se hubiera atrevido a ponerme la mano encima. Y, a pesar
de todo, siete hijos ha parido este vientre al mundo, y fui yo la
que escogió a los hombres que gozaron bajo mis sabanas.
Si pudiera revivir aquellos días juveniles, alteraría,
sin vacilar, el orden seguido por mi vida. Untaría mi cuerpo
con aceites y polvos del desierto. Me entregaría, en toda mi
belleza, a los hombres morenos que traen en los ojos el color del
río sagrado de la India, y las manos heridas y sedientas del
trayecto de las caravanas. Sí, eso haría. Con la agilidad
de una niña, hundiría a cada uno de esos hombres bajo
mis piernas y, como Lilit, me convertiría en un extremo más
del mismo cuerpo, recibiendo en mis entrañas jugos de mundos
lejanos, de sombras y de gentes que han existido desde siempre en
mi imaginación. De ninguna manera volvería a pertenecer
a un sólo hombre, ni a un sólo Dios, ni a un sólo
súbdito de mi reino. Sería una mujer libre, deseosa
únicamente del placer y el gozo de vivir. No necesitaría
más que la ufanía, los ojos bien abiertos, y el mundo
y las estrellas abrigándome entera. ¡Oh, sí!.
Nunca más un ideal, nunca más la tristeza, ni la guerra,
ni la codicia. Sólo conmigo el genio divino de la maleza, el
rugido sensible de la brisa, y la arena mojada como lecho de muerte,
para no perder nunca la perspectiva de todo lo que me pertenece y
me rodea...
(Susurra con
pasión el viento de los océanos. Resplandece LUZBEL,
que llega con la brevedad de una ola. Se conmueven todos los órdenes
ante el ave más bella de la Creación).
LUZBEL
¡Pobre Zenobia, antaño hermosa y bienamada, y hoy, vieja
y marchita!.
ZENOBIA
¡Luzbel!. A veces tus besos son crueles, hermano del Tártaro.
Te permito la compasión, pues viene de un Dios de los cielos,
pero jamás podrás evitar mi indolencia y mi desesperación.
LUZBEL
(Casi obsceno, juega entre las cadenas). ¡Poder!. ¡Poder!.
¡Poder!. ¿Quién menciona, sino tú, el enigma
del poder!. Escucha, reina instruida. Si pudieras revivir, como dices,
aquellos días de juventud, no sólo te entregarías
a los hombres, mujeres y fieras del desierto, sino que serías
la mayor ramera de todo Oriente, y acabarías tus días
como dueña y señora del más prestigioso prostíbulo
de Ugarit, Antioquía, Palmira o quién sabe si de la
mismísima Roma. (Zenobia sonríe. Luzbel la atraviesa
con sus ojos de lobo). Pero serías tan sólo mía,
y tu lengua, mi húmedo lecho de muerte. (Casi la besa.
Cambia súbitamente de actitud y la abandona). ¿Duele?.
(Zenobia le rehuye). Amada alma, amiga alma... ¿No
te da lástima no haber sabido comprender nunca el verdadero
misterio del poder?.
ZENOBIA
Apenas recuerdo nada de la infancia. Imposible reconstruir, inútil
juzgar si fue feliz o triste. Se quemó muchas veces mi piel
con la arena del desierto, y la primera vez que desde los árboles,
vi el azul del mar dibujarse tras las ocres haciendas de Sidón,
me subió por los recién nacidos pechos, el olor de las
algas y la salmuera. Allí conocí y me entregué
a la sagrada morada de Astarté, y a su servicio, un día
de lluvia, grandes dolores e ignorancias, una sacerdotisa me desveló
que ya era mujer fértil. Teníamos dos cabras, una mula
roja, una vaca con el santo emblema sobre la frente y varios perros...
LUZBEL
(Postrado como una esfinge). Domini Canem...
ZENOBIA
Tenía doce hermanos, pero ya casi no puedo recordar sus nombres.
Yo ordeñaba cabras en la casa de un rico judío, mientras
que su mujer me enseñaba a leer y a trabajar en las cosas que
toda jovencita debía aprender. En la noche que aquel anciano
de brillantes ojos y hedor inolvidable profanó con su poder
mi cuerpo intacto, comprendí que aquello era lo único
que recibiría en adelante de los hombres. Creo que apenas tenía
nueve años, y ya conocía el primer enigma de la fuerza:
la sabiduría. Mientras pude, saqué provecho de aquel
"idilio", obteniendo substanciosos regalos a cambio de retozar
con él a escondidas de su esposa. (Luzbel asiente y se
lame, infantil). El viejo se encaprichó conmigo. Al principio
era sólo un juego, más tarde se convirtió en
una disciplina de supervivencia. Mis hermanos y yo empezamos a vestir
entonces nuestros cuerpos del más blanco lino, y dejó
de faltar en nuestra casa la leche tibia, el trigo y las especias
variadas que, a menudo, traían al puerto los hombres rubios
del otro lado del mar. Obligué a mis hermanas a hacer lo mismo
con algunos ricos comerciantes de los alrededores. Llegó un
momento en que, después de morir aquella a la que llamábamos
madre, asumí su papel de dueña de las cabras, de la
vaca y del resto de las fieras, así como de las pocas monedas
y joyas que dejó la muerta. ¡Inmensa dote!. Hasta de
la miseria he sido reina. Un día, atraída por los gritos
de las mujeres, vi salir de la casa de mis amos varios soldados romanos.
Entre ellos había uno muy hermoso, al que yo conocía
y amaba en silencio desde hacía algún tiempo sin que
él, por supuesto, lo supiera o hubiese reparado nunca en mí.
Vi sus manos viriles, tantas veces soñadas en secreto, cubiertas
de sangre, y su coraza, dorada y bruñida con delirantes relieves,
también empapada de la sangre de aquel matrimonio que había
caído en desgracia y que ya estaba muerto. Observé desde
un escondrijo que sólo yo conocía como sesgaron sus
gargantas y no hice nada para socorrerles. Una vez sola, entré
en la casa, robé todo lo que mis manos pudieron abarcar y salí
corriendo sin parar, sin mirar nunca hacia atrás. Creo que,
cuando me detuve, yo ya estaba sentada en el trono de Palmira. Y si
recuerdo todo aquello, creo que es por que nunca he conseguido olvidar
el rostro de aquel centurión romano al que tanto amé
y al que nunca juzgué por la crueldad de sus actos. De hecho,
su cara es lo único que recuerdo ya de aquella horrible noche.
Dime, entonces, si no conozco el misterio del poder.
LUZBEL
(Adorándola). Te equivocas. Yo estaba allí,
y te vi, y te amaba igual o más de lo que tu me amabas a mí.
ZENOBIA
No juegues más con mis tristezas, Satanás, y déjame
para mí sola la caída.
LUZBEL
Todo estaba escrito, aun antes de que cuidaras mis rebaños
en aquel tibio establo de Sidón. Yo fui el anciano que te despojó
de tu inmaculado ensueño. Yo era también aquel romano
que idolatrabas de manera tan imposible. (Mostrándoselas)
Eran estas las manos que soñaste, la misma faz ensangrentada,
¿no la reconoces?. Yo era también la esposa que te enseñaba
a bordar y a la que tan mal serviste luego con tu engaño. Yo
era tu madre, tu hermano, tu hermana, tu perro sin señor y
la cabra que ordeñabas con aquellos dedos lascivos e inocentes.
Yo era tu sangre resbalada entre tus piernas y la propia Astarté
a la que suplicabas desde niña: “¡Dame todo el
poder!. ¡Dame el poder!” Yo ya no soy otro más
que tú misma. Y eso lo has sabido siempre.
ZENOBIA
¿Realmente eres tan débil, Prometeo?. Dime entonces
con lentitud, amado amigo, si estamos hechos de la misma esencia ¿qué
es más infinito, el amor o el deseo?.
LUZBEL
¿Por qué preguntas si conoces la respuesta?.
ZENOBIA
Por que me gusta tu voz, tu mueca de león herido. En el aroma
de tu aliento está la esperanza, la llegada de la muerte. Cuéntame,
Luzbel. Repíteme hasta el final la historia de mi ocaso y de
mi grandeza.
(El símbolo
de Luzbel cobra vida. Se ilumina la cúpula del Averno, y el
Ángel Caído, por fin, se expresa en toda su belleza).
LUZBEL
Está escrito, Zenobia: Una gran señal apareció
en el cielo: una Mujer, vestida de sol, con la luna bajo sus pies
y una corona de doce estrellas sobre su cabeza; está encinta,
y grita con los dolores y el tormento del parto. Y apareció
otra señal en el cielo: un gran Dragón Rojo, con siete
cabezas y diez cuernos, y sobre sus cabezas, siete diademas. El Dragón
se detuvo ante la mujer que iba a dar a luz, para devorar a su Hijo
en cuanto lo pariese. La Mujer dio a luz un Hijo varón, el
que ha de regir a todas las naciones con cetro de hierro; y su hijo
fue arrebatado hasta Dios y hasta su trono. Y la mujer huyó
al desierto, donde tiene un lugar preparado por Dios para ser allí
alimentada mil doscientos sesenta días.
(Aparece el
ÁNGEL, jamás precipitado, e iniciará la lucha
con Luzbel).
ÁNGEL
Entonces se entabló una batalla en el cielo: Miguel y sus Ángeles
combatieron con el Dragón.
LUZBEL
(Elevándose a su altura). También el Dragón
y sus Ángeles combatieron, pero no prevalecieron y no hubo
ya en el cielo lugar para ellos.
ÁNGEL
Y fue arrojado el gran Dragón, la Serpiente antigua, el llamado
Diablo y Satanás, el seductor del mundo entero; fue arrojado
a la Tierra, y sus Ángeles fueron arrojados con él.
LUZBEL
Oí entonces una fuerte voz que decía en el cielo: Ahora
ya ha llegado la salvación, el poder y el reinado de nuestro
Dios, y la potestad de su Cristo, porque ha sido arrojado el acusador
de nuestros hermanos. Por eso, regocijaos, cielos y los que en ellos
habitáis. ¡Ay de la tierra y el mar! porque el Diablo
ha bajado donde vosotros con gran furor, sabiendo que le queda poco
tiempo.
(Zenobia
contempla y sufre un combate que no es más que una proyección
de su lucha interior. En él, el arrepentimiento y la soberbia
se confunden, como jamás se distinguieron el Bien del Mal y
el Ángel perdido en los abismos del que permaneció).
ÁNGEL
Cuando el Dragón vio que había sido arrojado a la Tierra,
persiguió a la Mujer que había dado a luz al Hijo varón.
Pero se le dieron a la Mujer las dos alas del águila grande
para volar al desierto, a su lugar, lejos del Dragón, donde
tiene que ser alimentada un tiempo y tiempos y medio tiempo.
LUZBEL
Entonces el Dragón vomitó de sus fauces como un río
de agua, detrás de la Mujer, para arrastrarla con su corriente.
ÁNGEL
Pero la tierra vino en auxilio de la Mujer: abrió la tierra
su boca y tragó el río vomitado de las fauces del Dragón.
(Los dos Ángeles
se besan. Quedan desesperadamente abrazados durante un instante de
eternidad. Al separarse, llenos de dolor, aún hablarán
-como cuando eran sólo Uno- con su única voz).
ÁNGEL
Y LUZBEL
Entonces, despechado contra la Mujer, se fue a hacer la guerra al
resto de sus hijos, los que guardan los mandamientos de Dios y mantienen
el testimonio de Jesús.
(Ambos Ángeles
caen al suelo, ausentes de divinidad y partidos por el desamor. Lágrimas.
Avergonzado, el Ángel Miguel, le rechaza y huye. Luzbel, desconcertado
y otra vez abandonado, permanece inmóvil en el fondo. Cambia
la iluminación y el tiempo. Zenobia en pie. Entra, alterado,
ZABDA, jefe de las tropas de Palmira, que se arrodilla ante la reina).
ZABDA
(Desde el pretérito). ¡Mi reina!. Antioquía
ha caído. Nuestros arqueros retroceden y las legiones romanas
han cruzado ya el Orontes, enfilando sus estandartes contra las murallas
de Palmira. Uníos a vuestros hijos y huid. Los mejores arqueros
de la Sagitaria os escoltarán. ¡Huid, reina Zenobia!.
ZENOBIA
(Inquiriendo a Luzbel). ¿Pero acaso tengo que morir
huyendo?.
LUZBEL
(Seductor). Recuerda que tú y yo somos, tan sólo,
uno de los nuestros. (Crecen los ruidos de la batalla). Mira
por última vez tu sueño. ¿Recuerdas, amor mío?.
(Le desprende milagrosamente de las cadenas y la ayuda a caminar).
Templa tu espíritu de tiranía y orgullo. ¿Ya
no recuerdas la derrota?.
ZENOBIA
(Siente miedo, se arroja a los pies de Luzbel). ¡Oh,
Baal Zebub!. ¿Por qué lo permitiste?. ¿Por qué
tuvo que ocurrir?. ¿Por qué Palmira?. Por piedad, hermano...
¡Yo seré eterna para ti!. No me abandones tú también.
Por favor, por favor...
LUZBEL
Yo sólo beberé tu sangre el día en que me ames
de verdad.
ZENOBIA
Pero... ¡Yo te amo!.
LUZBEL
Entonces tus recuerdos han de ser los míos, y los míos,
tuyos. ¿Ya no te acuerdas cuando Dios nos expulsó del
Paraíso?. Mira, ¿no es Palmira la que arde?. Adiós,
Zenobia. Nos veremos de nuevo en los reflejos del Éufrates.
ZENOBIA
¡Maldíto seas, falsa luz de los moribundos!.
LUZBEL
Maldito soy, pero te amo. (Desaparece. Los gritos del combate
cada vez son más violentos).
(Vuelve la
luz a Zabda, que no ha cambiado de posición. Ahora se nos mostrará
más inquieto y asustado).
ZABDA
¡No hay tiempo ya, mi reina!. El emperador Aureliano está
en las puertas de Emesa. ¡Apresuráos y volver cuanto
antes a Palmira!.
(El recuerdo
se queda nuevamente inmóvil).
ZENOBIA
¿Y quién tiene prisa por morir?. Haya Dios o no lo haya,
si Samael me abandona no supondrá ninguna diferencia. Al menos
no tendré su poder en contra mía. (Cambia rápidamente
de expresión). ¡Oh, Luzbel!. ¿Seré
capaz?. ¡Vuelve!. ¡No quiero morir sola!. (Nuevamente
con fuerzas). Hoy seré mujer implacable y madre instintiva
de mi reino, por el dolor de tan fecundo parto moriré. Seré
hombre, monarca y guerrero, digno de la estirpe de David. Por la gloria
de mi esposo y en su nombre, hoy moriré y resucitaré.
Para Roma, para Aureliano y para todos los imperios que amenacen mi
casta, no solamente un dragón, sino la mismísima Bestia
seré. (Transición). ¡Venga mi escudo
y mi espada!. ¡A mí la más hermosa caballería
acorazada de la historia!. Remontad las murallas y arrojad el oro
que nos sobra, para que los sedientos aplaquen su sed. Que canten
vuestras trompas, aunque se desplome nuevamente Jericó. ¡Que
se oiga nuestro grito de guerra en Babilonia, en Damasco, en Alejandría,
en Ctesifonte e incluso en la Subura!. ¿Dónde están
mi séquito, mis amigos y mi familia?. Que se adornen los templos,
para que no vea Baal en nuestro triunfo la arrogancia. ¡Oh,
mi adorada Palmira!. Ciudad entre las ciudades. Utopía y recuerdo
de mi felicidad, mi poder y mi amor. Hoy tus pórticos y ágoras
lloran de júbilo la vida y la muerte que con la sangre de tus
hijos se escribirá. Reuníos conmigo en este día
de gloria y crucifixión. Potencias del subsuelo, ángeles
y arcángeles, profetas y ninfas del sagrado cielo. ¡Alzo
mi espada por todos los indeseables, los malvados y por toda la escoria
de la Tierra!. (Llora). ¡Luz de mi vida y del Seol,
mi amante Hijo de la Aurora, querubín resplandeciente, mírame!.
Yo, Septimia Zenobia, reina de Palmira, Augusta y Señora de
Siria, Mesopotamia, Egipto, el Bósforo y la Calcedonia, os
invito a caer conmigo y os invoco...
ZENOBIA
Y LUZBEL
... porque subiré por encima de las nubes y las estrellas,
e instalaré mi trono en Safón, el monte de la Asamblea,
y así seré igual a Dios...
(Luzbel desaparece
y Zenobia queda exhausta al borde de la sima infinita).
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