¿A QUÉ VENÍA YO?
Entremés de los Hermanos Álvarez Quintero
La acción, en Andalucía:
Sevilla, calle Alminar.
Salita fresca y sombría;
menaje de buen pasar;
hora, la del mediodía.
Una puerta para entrar,
ventana con celosía…
y pare usted de contar.
Las anotaciones de los autores van en
letra cursiva de color rojo
Aparece sola la estancia, y a poco salen
Amparito
y Doña Lía. La primera, muchacha de dieciséis o diecisiete primaveras
—¡todos los años hay jovencitas de esta edad!—, se halla muy acicalada y
compuesta: se conoce que espera a alguien; por la ventana, acaso. Doña Lía es
una señora frescachona y muy charlatana. Confiesa 48 años; debe tener, por lo
tanto, 52 ó 53. Hablan las dos con el gracioso acento de la tierra andaluza.
Amparito |
Pase usté, señora. |
FIN
Amparito
Pase usted, señora. FIN
AUTOPROMOCIÓN
página por gentileza de
Diálogos traducidos
a un castellano neutro:
Doña Lía
Amparito
Doña Lía
Amparito
Doña Lía
Amparito
Doña Lía
Amparito
Doña Lía
Amparito
Doña Lía
Amparito
Doña Lía
Amparito
Doña Lía
Amparito
Doña Lía
Amparito
Doña Lía
Amparito
Doña Lía
Amparito
Doña Lía
Amparito
Doña Lía
Amparito
Doña Lía
Amparito
Doña Lía
Amparito
Doña Lía
Amparito
Doña Lía
Amparito
Doña Lía
Amparito
Doña Lía
Amparito
Doña Lía
Amparito
Doña Lía
Amparito
Doña Lía
Amparito
Doña Lía
Amparito
Doña Lía
Amparito
Doña Lía
Amparito
Doña Lía
Amparito
Doña Lía
Polito
Doña Lía
Polito
Amparito
Doña Lía
Polito
Doña Lía
Polito
Amparito
Doña Lía
Amparito
Doña Lía
Amparito
Doña Lía
Amparito
Doña Lía
Amparito
Doña Lía
Amparito
Doña Lía
Amparito
Doña Lía
Amparito
Doña Lía
Amparito
Doña Lía
Amparito
Muchas gracias. ¿De manera que su mamá ha salido?
No hace ni dos minutos. No sé cómo no se la ha encontrado usted en
la casa-puerta. Si quiere usted esperarla…
Si no molesto, aguardaré un ratito.
Siéntese usted.
Muchísimas gracias.
¿Usted es amiga de mamá?
No tengo ese gusto; venía a conocerla precisamente. Es decir, venía…
¡Ya verá usted a lo que venía! Claro que a conocerla, pero además
venía… ¿Tardará mucho?
No le puedo decir… Ha ido a la calle de Bailén a tomar informes de
una criada…
¡Ah! el disco diario… ¡Cómo está el servicio! ¡Cómo está el servicio
de esta Sevilla! ¡Cómo está ese ganado! Hay quien dice que son
familia. Y sí que son familia, ¡porque dan una de disgustos! El
domingo tuve que poner a una en el arroyo, porque, si no, me da un
hervor de sangre… Bueno, yo soy muy vehemente, muy nerviosa… ¡Muy
nerviosa! El agua de azahar es mi alimento… ¡Soy muy nerviosa! Y
aquel demonio era contra mis nervios. ¡Qué fiera! ¡Qué tarasca!
Sucia, mal hablada, escandalosa… ¡atea!
¿Matea?
Atea, atea… Que no creía en Dios ni a tres tirones… ¡Y lo tenía que
decir y que jurar a cada triquitraque! Ponía la sopera en la mesa
dando un golpetaso, y soltaba, con un bufido:
—¡No hay Dios!
—Bueno, Atanasia, es su pensar.
—¡No hay Dios!
—Como usted quiera.
Traía los garbanzos, o unas pescadillas, o el postre, y ¡venga
maltratar a los platos!:
—¡No hay Dios!
Ni Dios ni vajilla, como usted se hará cargo. Mi marido, que es muy
creyente, sufría mucho: porque mi marido piensa que si no hubiera
Dios a él lo echaban de la oficina… Está colocado en el escritorio
de una fábrica de aceitunas, y no es que no trabaje bien, es que…
¿lo adivinas, hija? las operarias, las aceituneras… Pero bueno, tú
te dirás: no será esto lo que quiere esta señora hablar con mi
madre…
Supongo que no.
(Fijándose en un retrato que adorna un
mueble) Supongo que no, dice. ¿Este es tu padre?
Sí, señora.
Muy guapo.
Ahora está ya más viejo.
¿A quién se parece este hombre?
A mí, dicen…
A ti, un poco, pero yo le encuentro otro parecido… ¿a quién, a
quién…? Bueno, yo tengo la monomanía de los parecidos. ¡Y sufro
mucho! ¡Mucho! ¿A quién se parece tu padre? Es a… a… No. Te advierto
que saco las semejanzas más extrañas… A lo mejor tu padre me
recuerda a un anuncio, al león de una fuente… El otro día me pasé
media hora discurre que discurre, cavila que cavila, hasta que di en
que un mochuelo que hay en una tienda de la Campana —un pisapapeles—
es igual, igual a un notario vecino mío.
¡Ja, ja. ja!…
Te ríes. Ya te digo: dos gotas. Y me ha ocurrido más. ¡Ahora sí que
vas a reírte! Vi un día en un cortijo una codorniz en una jaula, y
lo de siempre, ¿a quién se parece esta codorniz? Y dale, y vuelta, y
no me abandonaba la idea, y ya era obsesión, y sin caer. Y de
pronto…
¿A quién se parecía?
A mí.
¿A usted!
A mí.
¡Ja, ja, ja!…
¿No te dije? Yo no sé en lo que consistía… El peinado que llevaba
yo, los ojos, que se me habían irritado con el aire campero; el
color del pico del pájaro… En fin, que me fui a mi casa dando
golpes.
Como la criada.
Otra clase de golpes. ¿De qué hablábamos? Ya me perdí… Este vicio
que me consume de charla venga o no venga a cuento… Anoche le
pregunté a mi médico —don Servando Corrales—: Don Servando: ¿Cómo
me encuentra usted la lengua? Y va y me dice: —Un poquito fatigada
la encuentro ¿Eh? Tuvo gracia… ¿A qué venía yo?
A mí no me lo ha dicho usted todavía, señora…
No, no te lo he dicho… y no te lo he dicho…, ¿por qué no te lo he
dicho? ¡Ay, qué cabeza! ¿A qué venía yo?
A decirme que a su esposo le gustan las aceituneras.
No me tires de la lengua niña.
Me parece que no hace falta…
¡Ay, qué ángel tienes…! Tienes muy buen ángel.
Es favor.
Pero, ¿a quién me recuerda tu padre? ¡Ah! Por el hilo el ovillo; de
una cosa en otra… Ya caigo: he venido a ver a tu madre.
Justo. Eso me dijo cuando entró.
Ya está, ya está… A ver a tu madre, a ver a tu madre… ¡A ver a tu
madre he venido! Qué cabeza la mía… Se sale, se sale. Cierto que la
memoria es una facultad muy rara, muy caprichosa… Yo estoy perdidita
de ella, ¡perdidita! En cambio mi marido… ¡Uf! Mi marido, ¡qué
memorión! ¡Lo que aprende una vez, se le clava en los sesos! Te dice
los reyes godos de carrerilla, los sabios de Grecia, con qué tierras
confina la Patagonia, las maravillas del mundo… ¡Oh! Un asombro, un
asombro…
No se le olvida nada más.… que está casado, ¿no es así?
Así es, así es; se le olvida, se le olvida con frecuencia… Pero yo
se lo recuerdo a diario… ¡Ay, los hombres! Ya te irás enterando…
Son, son… ¡son unos pillastres…! ¡Ea! ya me perdí otra vez… ¿A qué
venía yo?
A poner a su marido como un trapo.
Y lo merece. Yo no venía a tal cosa, pero ¡ya que sale la
conversación…! Es un fresco, un fresco. Ve unas faldas, y ya lo
tenemos con las pajarillas contentas. ¡Ya, ya te irás enterando!
¿Yo?
Tú.
¿De… de lo pendón que es su marido?
De lo pendón, y de lo truhán, y de lo hueso…
Pero ¿a mí, señora…?
A ti, a ti. A ti te importa, y mucho. No hay por qué sin por qué. Yo
creía que el que me había tocado en la rifa era el hombre más
enamorado, más chulo, más sinvergüenza y más mujeriego que había
nacido en Sevilla, en España, en el mundo… ¡y ha nacido otro!
¿Sí? ¿Cuándo?
A los nueve meses de casarme yo con su padre.
¿Un hijo?
Un hijo que me va a dejar calva, calva como una sandía… ¡Ay, Señor,
qué criatura!
(Alguien se ha detenido tras de la
celosía. Amparito, que en este momento se halla un tanto confusa por
las palabras de su interlocutora, y ante su mirada inquisitorial, se
levanta. Polito habla desde la calle).
Cielito.
¿Qué?
Cielito.
Es a mí.
No, no: es a mí.
(Y con ligereza de codorniz precisamente
corre a la ventana y entreabre la celosía, dejando al descubierto la
figura de un mozalbete).
Cielito.
¿Cielito? ¡Mira qué nube de tormenta!
¡Mamá!
¡Doña Lía!
Doña Lía, sí. Doña Lía. La mamá de este cangrejo de río que es tu
novio. ¡Y a esto venía yo! ¡A esto venia, a esto venía yo! Ni más ni
menos.
(El cangrejo ha desaparecido).
Pero usted, usted…
Yo, yo…
Usted, señora…
Yo, yo venía a esto. Doña Rosalía Morales, que no doña Lía, como me
pusieran el padre y el hijo, y ya me lo llama el barrio entero. ¡A
esto venía yo! A decirle a tu mamaíta que el novio de su niña es el
pillo más pillo que come pan y que bebe vino. ¿No está tu madre?
Pues se lo planto a la nena, que le interesa más.
Yo he de decirle a usted…
Tú te callas y escuchas. Tu novio es un pingo, ¡un pingo! Le gustan
todas. Trae siempre a tres o cuatro al retortero. Que si los ojos de
ésta, que si la boca de la de enfrente, que si lo bien que anda su
prima, que si la gracia con que se queda quieta la hija del
zapatero… Se escribe con una docena. "Cielito… Mora de mi harén,
chiquilla de mis sueños, sangre, negra, mi alma, mi loca, mi fiera…"
¡Que te calles, te digo! a ti te dirá lucero y estrella y canela en
rama y azúcar molida… ¿A que sí? Conozco el repertorio completo. El
muy charrán le lee las cartas a su padre, que se tumba de risa… ¿Tú
sabes el consejo del pirata del papaíto? Pues le jura que mientras
le gusten diez o doce, la cosa marcha bien… Pero que el día que le
guste una sola le rompe una pata. Y los dos se miran de reojo. Así
aconseja a su nene el tal moralista… Y yo los escucho, y, claro…
¡tengo la versícula biliar picadita para croquetas! Y sabedora de
quién eres tú, y de lo buena y lo modosita que te ha hecho Dios, y
de lo ciega que te ha dejado ese truhán,
vengo a abrirte los ojos, aunque ya los tienes bien abiertos y bien
preciosos, para contarte mi cuento; para que no lloren las muchas
lágrimas que han llorado los míos… Tú no sabes lo que se sufre
cuando nuestro hombre no huele ni a lo que huele tu casa y tu
cuarto, ni a lo que hueles tú. ¿Que es inútil amonestarlo? ¿Que mis
palabras se las lleva el aire? ¿Que doña Lía está como una cabra?
Pues no hay para qué hablar más. A esto vine y me voy con el saco
vacío. Ya me dirás tú si te engaño o no, cuando lo cojas abrazando a
la cocinera. Porque, ¿yo te he hablado de una criada puerca y
legañosa, y que no cree en Dios? ¿Te he hablado, verdad? Bueno,
¡pues también le gusta a tu novio! ¡Y a su padre! ¡Calla!
Si no hablo, señora.
¡Calla! Sí, hija, sí, embarcan de todo. Porque, mira, entra aquí un
albañil, y para ti y para tu madre, es un albañil, no es un hombre.
¿Comprendes? Entra el carbonero, y es el carbonero ¡no es un hombre!
En mi casa, no: entra la carnicera de enfrente, ¡es una mujer!
¡Aunque huela a tripas! Entra la trapera ¡es una mujer! ¡Aunque
huela a trapos! ¡Embarcan de todo! La última que tuvo mi marido…
¡Calla! Bueno, la última, la última… Mi marido siempre está en las
últimas… ¿Qué iba yo a decirte? Ya me perdí… No, ya sé. La última
que tuvo ese pingajo de hombre era un coco. Yo no la conocía y en un
repente de celos que me entró… Porque en mi matrimonio se cambian
los papeles. Yo soy Otela y él Desdémono… Desdémono, sí… porque un
día, cuando esté en la cama durmiendo, le voy a cortar la cabeza…
Bueno, pues yo, con las intenciones de Caín, me planté en la casa de
la ninfa, y en cuantito me encaré con ella, ¡ay! ¡ay!
¿Qué, doña Lía?
Doña Lía, doña Lía… ¡Doña cuerno!
Usted perdone.
Me dio como un ataque, una risa nerviosa… ¡Ja, ja, ja, ja, ja, ja!…
¿De rabia, verdad?
No; de fea que era ¡Qué cara! ¡Qué horror! ¡Un dibujo moderno! Y ese
bandido, por esa mujer me falla a mí…, a mí, ¡que me parece que
todavía, todavía…! ¡Ja, ja, ja, ja, ja!… Otra vez el ataque…
¿Quiere usted una tacita de…?
No, lucero… Lo que quería es decirte lo que ya te he dicho… ¡Ea! Se
acabó el rollo del centollo. Dale cuenta a tu mamá de la visita que
ha tenido ella y que has tenido tú. ¡Buenas tardes! A esto venía yo,
a esto venía yo, a esto venía yo…
(Y se va de estampía. Amparito,
paralizada por la sorpresa, no sabe seguirla. Al cabo dice):
Jesús, y qué torbellino de suegra.
(Suspira y reflexiona, y al no hallar una inmediata y satisfactoria
solución a los turbadores pensamientos que le ha dejado la aturdida
futura mamá política, exclama):
Ha dicho un célebre autor
que en cualquier juego de amor,
ya difícil, ya sencillo,
como entre a jugar un pillo…
¡el pillo es el ganador!
Jesús Herrera Peña