Yo conocí a Martí en la mañana de un día otoñal del año 1885. Estaban en la ciudad de Nueva York a la sazón Máximo Gómez, Antonio
Maceo y Flor Crombet, rodeados de un Estado Mayor compuesto de los jefes y
oficiales más destacados de la guerra del 68. Recorrían las emigraciones
levantando fondos para llevar a cabo la intentona revolucionaria que tuvo tan
ruidoso y triste epílogo en el Canal de Panamá con el fracaso de la célebre
captura del vapor San Jacinto.
Desde la llegada de aquélla “barcada de fieras”, como la
tituló Antonio Zambrana, cediendo a los impulsos de mi entusiasmo, y a pesar de
mi juventud, pues solamente contaba con quince años de edad, me nombré, yo
mismo, “cicerone” voluntario de Gómez, Maceo y Flor, motivo por el cual esa
mañana a que aludo, había salido de la casa de Madame Griffou, situada al
oeste de la calle Nueve, acompañado de estos tres caudillos, para visitar en la
redacción del periódico The Sun, a su editor propietario Charles A.
Dana, con el fin de alquilar los salones de Tammany Hall, para celebrar
por la noche una junta magna patriótica.
Hicimos el recorrido a pie porque ellos querían conocer esa
parte de Broadway; cruzamos con alguna dificultad a Park Row, y al llegar al
edificio de The Sun nos encontramos parados y charlando junto a la
puerta, a Juan Fraga, presidente del Club Los independientes, y al pedigüeño más
tenaz que tenía Cuba: Gonzalo de Quesada, que había venido expresamente, no
recuerdo de dónde, para conocer a los caudillos; y Benjamín Guerra.
Después de los saludos y abrazos consiguientes y cuando nos
disponíamos a entrar, Juan Fraga exclamó: “Ahí viene José Martí”.
Entonces, todavía no le llamábamos Maestro.
Como es sabido, Martí no apadrinó aquélla intentona, se
oponía a todas esas revoluciones importadas sin que previamente se preparara al
pueblo de Cuba para recibirlas; pero a pesar de esto, Martí y los tres jefes se
abrazaron con desbordante efusión y cariño.
Yo, que me encontraba en el interior, que estaba algo oscuro,
me volví y me encaminé hacia ellos, y cuando llegué a la claridad, me fijé
en Martí, de quien había oído hablar vagamente. Los ojos, que a veces cometen
el imperdonable error de apreciar equivocadamente el valor de una persona al
primer golpe de vista, esta vez no me engañaron, me agradó sobremanera el
aspecto general de Martí. Cuando hube apreciado contornos y traje, elevé la
vista, fijándome detenidamente en su cara, y entonces fue que vi sus ojos; esos
ojos, fueron lo que más me llamó la atención de toda su personalidad, jamás
los había visto iguales, acaso en tamaño, pero no en expresión.
Los que conocieron a Martí y lo trataron íntimamente, y
llegaron a fijarse en este detalle, me ayudarán a recordar la expresión tierna
y melancólica de sus ojos; a veces, muy raras veces, eran vivaces, lanzaban
destellos luminosos; pero nunca, nunca miraron iracundos, ni aun cuando
piadosamente anatematizaba a los réprobos y austriacantes.
Y esto lo puedo asegurar con el altercado que surgió esa
misma noche en el meeting celebrado en Tammany Hall, entre
él y Antonio Zambrana. Acontece, que enojado Antonio Zambrana por el
retraimiento de Martí, en el discurso que pronunció, fustigó implacablemente
a su actitud pasiva, calificándolo de pusilánime, y llegando al extremo de
decir, “que los cubanos que no secundaban ese movimiento debían usar
sayas”.
Yo cito este caso porque fue cuando más colérico vi a Martí,
y para poder extenderme en cuanto a la expresión de sus ojos. Yo estaba parado
junto a la plataforma o escenario brillantemente iluminado y desde donde
hablaban los oradores. Presidía el meeting Máximo Gómez, ocupando
asientos a su alrededor Antonio Maceo, Flor Crombet y los demás jefes y
oficiales que los acompañaban.
Martí estaba parado junto a la entrada del gran salón, y
cuando se oyó aludido se encaminó precipitadamente hacia el escenario. Había
un público desbordante, de todas partes habían acudido los cubanos para
conocer a los jefes mambises y para contribuir con su óbolo. Los pasillos
estaban llenos de gente, así es que Martí tuvo que empujar y apretujar a los
que le estorbaban el paso para llegar al escenario. Yo recuerdo perfectamente
bien aquel espectáculo grandioso. Lo que salió de aquel rincón, fue un bólido.
Martí llevaba su bombín (derby) agarrado con ambas manos y apoyado sobre el
pecho, y se abrió comino como un proyectil lanzado por una catapulta.
Me habían causado tanta
impresión sus ojos, que cuando él llegó a la escalinata junto a la
cual me encontraba yo parado, me fijé en su cara encendida como una grana, miré
a sus ojos, y entonces los vi más rasgados que por la mañana, velados por
largas pestañas negras, semicerrados, y noté de lo poco que se veía de ellos,
que no lanzaban miradas fulgurantes, que miraba a Antonio Zambrana de hito en
hito, lanzándole miradas de compasión como si se apiadara de su error. Así
miraban los ojos de Martí.
Cuando subió al escenario le dijo a Máximo Gómez,
interrumpiendo al orador, que había sido aludido y que quería hablar. Flor
Crombet se levantó y le brindó su asiento, mientras Máximo Gómez le decía,
que esperara a que terminase de hablar “el cubano que estaba en el uso de la
palabra”.
Y habló Martí, y ni aun cuando le decía a Antonio
Zambrana, vuelto hacia él
mirándolo cara a cara, que “era tan hombre que
apenas si cabía en los calzones que usaba; y eso lo pruebo yo aquí y donde
quiera”, ni aun en ese momento tan agudo de su grandilocuente discurso, pude
notar en los ojos de Martí, que entonces estaban abiertos en toda su extensión,
ni un solo fulgor de rabia o encono, ni un solo centelleo de iracundia; sus
ojos, compasivos, irradiaban el inmenso dolor que le causaba “el sacrificio
estéril, de tanto cubano útil, de tanto cubano bueno”.
Hubo otro momento esa misma noche, en que vi a esos ojos húmedos,
por unas lágrimas que apenas si iniciaron su salida, y que no llegaron a
brotar. Sucede que un tabaquero, cuyo nombre no recuerdo, había iniciado la
colecta de prendas y dinero en una bandeja grande que había cogido del bar del
salón, y cuando llegó a donde estaban sentados Antonio Maceo, Flor Crombet y
demás jefes y oficiales, estos se despojaron de cuanta prenda y dinero llevaban
encima y las echaron en la bandeja que ya estaba colmada; le tocó el turno a Máximo
Gómez, y éste dijo: “Yo no tengo encima más que cobre y hueso, pero no
quiero salir abotonado de aquí”. La bandeja llegó frente a Martí, que
estaba sentado junto a Máximo Gómez, y yo, que iba ayudando a ese tabaquero,
noté que Martí se había levantado como para abrazar a Máximo Gómez, pero la
bandeja le estorbó en su intención, se quedó parado, y noté la mirada de
infinita ternura, mezcla de admiración y de respeto, que le lanzó a Máximo Gómez;
y fue entonces que vi aquellos párpados húmedos, las pestañas pegadas las
unas a las otras; pero, abriéndolos repentinamente cuan grandes eran, vi que
esos ojos, de negrísimas pupilas, ya no miraban con ternura; se habían trocado
en focos luminosos que lanzaban destellos refulgentes como expresando el deseo
ardiente del sacrificio de la propia inmolación, y mirando a Gómez y a Maceo,
murmuró: “Yo tampoco puedo salir de aquí abotonado, cuando Gómez y Maceo
salen desabotonados”.
Así era Martí y así eran sus ojos.
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