Martí en el recuerdo
Dulce María Loynaz 
HOMBRE DE FE.  

     
    
Hay un modo de servir mejor -y como más dulce para quien ha de ser servido- que ofrecer el tesoro de la bolsa o de la inteligencia, el calor de las palabras o el ejemplo, la fuerza de los brazos o del carácter, y hasta el pecho del amor o de la bella que lo busca.

Hay, digo, un modo de servir, de dar, de hacer, más hondo y más fundamental, más difícil y más generoso, que más que en ningún otro hombre del Continente, se da en José Martí: y este modo de servir es creer. Creer, que es todavía más que amar.

El amor pudo moverlo a servir a la Patria. Y como a otros, la justicia de su causa, la conciencia del deber y aun la rebeldía de la sangre joven. Pero a servirla sin cansarse, sin ceder un instante al desaliento, y contagiando a los demás aquel fervor irresistible, a servir como él servía, sólo mueve la fe.

Cuando Martí servía a Cuba, creía en ella, estaba seguro de su destino y de su puesto en el mundo.

Y ante esta certidumbre, jamás juzgó perdido un solo paso suyo, inútil una jornada, incapaz un solo hilo de tejer la gran red: Jamás le dolió el esfuerzo sin recompensa aparente, el sacrificio desprovisto de fin inmediato, la palabra que se dice con sangre y parece que nadie oye...

Martí jamás se queja, jamás vacila, jamás retrocede.

No sabemos los ríos de amargura que se volcaron sobre él porque su miel está intacta. Ignoramos qué frío le puso alguna vez los labios blancos porque todo él es como una ola tibia que tibia llega todavía hasta nosotros. No nos queda memoria de sus noches de insomnio si las tuvo, de sus días de soledad que fueron muchos, porque él solo habló y escribió de amor y de esperanza. No sabemos de él nada que no sea fecundo, pleno, firme, jubiloso.

Él es quien ve nacer los pinos nuevos tras la tormenta reciente, por bajo de los pinos caídos, cuando casi no han asomado aún sus verdes puntas a flor de tierra. Él, quien descubre la cosecha de perlas que da el mar arado por un rejón de fuego.

Y es que solamente creyendo se empuja a veces la verdad reacia. Solamente creyendo le traspasamos nuestra sangre, le damos cuerpo vivo más allá de nuestro cuerpo y nuestra sangre..

Y si ya la verdad hubiera muerto, creyendo aún en ella, le traspasamos nuestra angustia, nuestro grito, para que se levante y ande.