Era el 19 de mayo de 1895. El Oriente de Cuba bullía por los
efectos de la guerra necesaria, cuyo inicio había tenido lugar pocos días antes, el 24 de
febrero del propio año. Allí mismo en la parte oriental de la Isla,
exactamente en la zona conocida como Las Vueltas, cercano al lugar donde se unen
los ríos Cauto y Contramaestre, acampaba un grupo numeroso de insurrectos
liderados por José Martí, Máximo Gómez y Bartolomé Masó. Ese domingo 19 de
mayo, después de escuchar emotivas palabras de sus jefes, los soldados se
disponían a tomar un descanso mientras se preparaba el almuerzo cuando un
teniente de apellido Álvarez, irrumpió violentamente en el campamento. Llegó
sudoroso, y casi sin aliento anunció que a pocas millas de allí rondaba una
columna española. En medio de la expectación que causó la noticia, Gómez
ordenó inmediatamente la formación de sus soldados, al tiempo que, haciendo un
aparte, advirtió a Martí de que no entrara en combate directo, debiendo
mantenerse más bien hacia la retaguardia. Pero bien poco podía escuchar esa
advertencia y mucho menos cumplirla quien tenía la convicción de que la razón,
si quiere guiar, tiene que entrar en la caballería y morir, para que la
respeten los que saben morir. De modo que formando parte de la caballería,
montando su caballo blanco, el Delegado, como se conociera a Martí en los
campos insurrectos cubanos, se dispuso a embestir al enemigo en la primera línea
de combate.
Cuando Gómez llegó con su ejército al escenario del combate los españoles,
como es de suponer, habían ocupado las mejores posiciones. A los mambises no
les quedó entonces otra alternativa que preocuparse por organizar su propia
defensa más que por hacerle frente a la fusilería enemiga. Reinaba la confusión
y el desconcierto entre las tropas insurrectas, trastocándose aquella batalla,
tan deseada antes por ellos, en lance comprometido. Y mucho más lo fue
cuando, en medio del fragor de la lucha, comenzó a circular el rumor de que el
Delegado, herido quizás, había caído de su caballo siendo capturado por
soldados españoles.
Muy pronto la terrible noticia llegó a oídos de Gómez, quien, arengando
a sus tropas, tomó la ofensiva a partir de ese momento tratando a toda costa de
rescatar al principal organizador y gestor de esa nueva contienda de Cuba contra
España.
La lucha se tornó encarnizada, pero todos los intentos fueron en vano.
Decididamente aquel domingo era, sino el peor, uno de los malos para los
insurrectos. El general mambí, comprendiendo la imposibilidad de mantener a sus
tropas combatiendo por más tiempo, ordenó la retirada aunque no abandonó un
instante el empeño de rescatar a su amigo y compañero de lucha. Así, no hizo
más que instalar a su ejército en un nuevo campamento, para enviar un mensaje
al jefe de la columna española, al cual casi suplicaba la devolución, sano o
herido, de José Martí, aludiendo a principios de hidalguía y caballerosidad.
El Delegado, sin embargo, ya no podía ser devuelto a sus compañeros.
Poco tiempo después de haberse iniciado el combate, llevado por su arrojo
y por la fogosidad de su caballo, había traspasado los límites de la prudencia
cayendo mortalmente herido. De inmediato fue reconocido por sus enemigos,
quienes percatándose de la importancia de lo acontecido, custodiaron con
extraordinario celo el cuerpo ya sin vida de uno de los más preclaros hijos de
Cuba.
Indiscutiblemente José Martí había ganado mil batallas en el terreno de
las ideas, sin embargo, por ironía del destino perdió la vida en eventual
escaramuza, anotándose el “mérito” el teniente coronel José Ximénez de
Sandoval y Bellange, quien comandaba la columna que atacó a los insurrectos.
“Mérito” que lo hizo merecedor de una felicitación muy especial enviada
desde España por la reina regente y también de la Cruz de Tercera Clase de María
Cristina, otorgada poco tiempo después.
Pero volviendo a los acontecimientos de Dos Ríos, Ximénez de Sandoval no
recibió el mensaje del Generalísimo, o al menos demostró no haberse dado por
enterado. Lo cierto es que una vez en posesión del cuerpo exánime de Martí,
ordenó a sus soldados la retirada, iniciándose con lentitud y cautela la
marcha de la columna enemiga. Atravesado sobre el caballo de un prisionero
cubano llevaban el cadáver del Delegado.
Al llegar la noche, la columna española acampó en medio de la manigua,
en la finca Demajagual. En ese lugar soltaron las amarras que lo sostenían al
caballo y al pie de un jobo cayó al suelo, como un fardo, el cadáver del que
indiscutiblemente había sido su peor y más poderoso enemigo, quedando a la
intemperie hasta el amanecer del día 20 en que se reinició la marcha.
A las 9.00 am la columna con su valiosa carga arribó al poblado de
Remanganaguas, donde Ximénez de Sandoval ordenó cavar cuanto antes una fosa en
el cementerio local para inhumar el cadáver de José Martí. Al propio tiempo
informó por telégrafo a su mando superior, radicado en Santiago de Cuba, de
todo lo sucedido.
Alrededor de las tres de la tarde, custodiado por cuatro soldados,
llegaron al camposanto los restos de Martí. El silencio y la soledad reinante
en el lugar le dieron la bienvenida, tributándole el más inmerecido y
desamparado de los entierros. En la tierra pelada, sin más protección que su
propia ropa, fue inhumado el más universal de los cubanos. Compartía su fosa
con un sargento español caído en el mismo combate de Dos Ríos.
De igual manera ni siquiera el descanso eterno pudo darle en aquel momento
la tierra de su Patria que lo acogía. En su afán de desestimular la impetuosa
llama de rebeldía propagada en el Oriente de Cuba, el alto mando español
necesitaba mostrar a los ojos del mundo la debilidad de los insurrectos que habían
perdido fácilmente a su principal líder. Así enviaron a Remanganaguas dos
especialistas con el propósito de identificar legalmente el cadáver.
De este modo los restos de Martí fueron sacados del profundo hueco donde
habían sido echados veinticuatro horas antes. El resultado de la autopsia con
toda seguridad satisfizo a los españoles, pues en el acta que se redactó al
efecto se exponía lo siguiente:
Dicho cadáver parece ser el de un hombre cuya edad fluctuase entre 45
y 50 años, de musculatura firme y algo enjuto de carnes, circunstancia que aún
podía observarse a pesar del estado de putrefacción del cuerpo.
El pelo rizado de color castaño obscuro, con una calvicie en la parte
más alta de la cabeza, tiene grandes entradas hacia las sienes, que ponen de
relieve una frente ancha y despejada. No llevaba barba, sino bigote muy fino y
poco poblado, y de color más claro que el del pelo. Que presenta además en la
pierna derecha y en su tercio superior, una hendidura especial de la piel,
correspondiendo a dicha hendidura un color más obscuro que el del resto del
cuerpo, prueba evidente de haber sufrido en aquella parte; durante algún
tiempo, una presión con la contusión siguiente producida por un anillo de
hierro colocado en dicho punto.
Que la vida había sido arrancada a aquel cuerpo por una herida de bala
penetrante de pecho, hacia la parte posterior del mismo, al nivel del puño del
esternón, el cual había sido fracturado.
Otra herida de bala en el cuello, cuyo orificio de entrada estaba
debajo de la barba, mientras el de salida se encontraba encima del labio
superior derecho, apareciendo el mismo totalmente destrozado. Otra herida
igualmente de bala en el tercio inferior del muslo derecho hacia su parte
interna. Además presentaba algunas contusiones en el resto del cuerpo.
Finalmente, los especialistas sentenciaron que había completa
coincidencia entre el individuo muerto en el encuentro con los insurrectos, y
los datos que anteriormente les habían sido suministrados de Don José Martí.
Asegurando que el cadáver examinado era sin lugar a dudas el del titulado
Presidente de la República.
Esta realidad, terriblemente desconsoladora y triste, comenzó a abrirse
paso entre los patriotas cubanos y otros tantos hombres de buena fe esparcidos
por el mundo, que hasta el último momento albergaron la esperanza de que se
tratara de una equivocación o de una estratagema del enemigo. Pero
evidentemente no era así. La muerte del Apóstol era ya un hecho consumado. Sin
embargo, este hecho, por muy duro que fuere, no llevó a cruzarse de brazos a
ningún cubano y mucho menos a aquellos que, bajo las órdenes de Gómez,
hostigaban constantemente a los españoles en el intento desesperado de rescatar
el cadáver del Maestro. Así pues el mando peninsular, temeroso de que los
mambises consiguieran sus propósitos, determinó el traslado a Santiago de Cuba
de los restos martianos. Antes, sin embargo, por el mal estado en que se
encontraba el cuerpo hubo de construírsele un ataúd, cuyo costo total fue de
ocho irrisorios pesos, los que se invirtieron de la siguiente manera: $3.00 de
tablas de madera de cedro, $ 1.50 en la compra de cinco libras de cera amarilla,
$0.15 por la adquisición de tres libras de clavos, $0.40 por dos paquetes de
punta paris, $0.45 en velas y $2.50 que a modo de remuneración se le entregó a
los soldados a los cuales se les encomendó la triste misión. Ya con la valiosa
carga asegurada en un ataúd los peninsulares reiniciaron la marcha, la que se
hizo todavía mucho más lenta y cautelosa, no solo por el acecho permanente de
los insurrectos, sino también por el crecimiento considerable de hombres
enviados como refuerzos desde Santiago. Por ello al salir de Remanganaguas era
ya una nutrida comitiva integrada por unos 1 500 soldados, caminando por
intricados parajes, deteniéndose a cada paso, o desviando su ruta con bastante
frecuencia hasta llegar al siguiente pueblo, Palma Soriano, donde hicieron un
alto para pasar la noche. En la plaza de este pueblo se desmontó el ataúd de
las parihuelas en que se conducía, exhibiéndose bajo rigurosa guardia el cadáver
del Apóstol por algunas horas. Más tarde es trasladado al cuartel de esa
ciudad donde pasó el resto de la noche. Cuando salían de Palma Soriano los
soldados españoles se percataron de la presencia de tropas cubanas. El
encuentro no se hizo esperar llevándose a cabo en los terrenos del ingenio
Hatillo. En este sitio la comitiva enemiga no realizó un solo disparo hasta
tanto no estuvo a buen resguardo el féretro con su preciado contenido.
Pero nuevamente los intentos fueron fallidos. Los mambises, superados en
hombres y armas por el ejército peninsular, se vieron obligados a retirarse y
una hora después del cese del combate la valiosa presa, muy bien protegida,
llegó a San Luis de las Enramadas, otro importante pueblo en el recorrido hacia
la ciudad de Santiago de Cuba. Allí en San Luis fue también el cuartel el
sitio escogido para mantener a buen recaudo el cadáver de Martí, de donde lo
sacaron al amanecer del siguiente día, 26 de mayo, para, en un vagón de carga
sumado al de pasajeros, conducirlo definitivamente al camposanto santiaguero.
Otra necrópolis, igualmente inmersa en el silencio y la soledad, le abriría
sus puertas ofreciéndole asilo en un oscuro nicho a quien jamás lo mereciera,
porque nunca fue traidor y sí en cambio un hombre extraordinariamente bueno.
Pero eso fue lo que dispusieron para él las autoridades de la Metrópoli: el
nicho 134 de la galería Sur del Cementerio de Santa Ifigenia.
De suerte esta vez el Apóstol no estuvo totalmente solo. Un pequeño
grupo de compatriotas le dijo el último adiós y hasta tuvo una despedida de
duelo que él jamás hubiera deseado, pues estuvo a cargo del hombre que
precisamente conducía la columna que tronchara su vida: José Ximénez de
Sandoval.
Con esta segunda inhumación se cerraba el penoso trasiego del cadáver de
José Martí, el cual había comenzado en Dos Ríos el 19 de mayo y concluía en
Santiago de Cuba ocho días después, el 27 del propio mes. El Apóstol
descansaba finalmente y cuando se cerró la portezuela del nicho parecía que
quedaba olvidado para siempre. Mas no fue así.
A pocos meses del desastre de Dos Ríos, en agosto de 1896, fuerzas del ejército
cubano en número superior a los trescientos, encabezadas por generales de la
guerra –entre ellos Máximo Gómez—y por el hermano y amigo entrañable de
Martí, Fermín Valdés Domínguez, se dirigieron al lugar donde cayera el Apóstol
con el propósito de honrar su memoria. Cuando cruzaban las barrancas del Cauto
y del Contramaestre, el Generalísimo ordenó que cada miembro de la comitiva
cogiera una piedra, depositándose la misma posteriormente en el sitio donde
perdiera la vida el Delegado. Fue este el primer homenaje que se le rindiera. Al
tiempo que las piedras, colocadas una encima de la otra, constituyeron el primer
monumento con que se venerara. Asimismo en la ciudad de Santiago había cubanos
que llevaban muy adentro el principio martiano de que honrar, honra, por
lo que siendo cumplidores del mismo visitaban frecuentemente el Cementerio,
depositando flores a la puerta del nicho 134.
Años más tarde estos mismos cubanos y otros muchos establecidos a lo largo y
ancho de la Isla, se dieron a la tarea de aunar esfuerzos y recursos para erigir
un monumento en cada uno de los lugares por donde pasaron los venerables restos
martianos. El primero de ellos, por supuesto, se levantó en Dos Ríos donde un
sobrio, sencillo y al propio tiempo monumental Obelisco rindió tributo
permanente al Prócer de nuestra independencia, señalizando el lugar de su caída.
Por otro lado, en el recóndito paraje oriental de Demajagual ciertamente desde
los años cincuenta no existe el jobo al pie del cual cayeron los despojos
mortales del Apóstol la noche lluviosa del 19 de mayo. Un cedro ocupó su
lugar, pero de todos modos los vecinos de la zona cuidaron con esmero de él,
convirtiéndolo en un sitio de peregrinaje. Mientras, en el cementerio de
Remanganaguas fue construido otro Obelisco, realmente sencillo en comparación
con el de Dos Ríos, pero dotado tanto como aquel de gran sentido conmemorativo
y patriótico.
Igualmente en la Plaza de Palma Soriano un llamativo conjunto monumentario
rememora la noche en que los restos del Delegado fueron exhibidos como preciado
trofeo ganado por los españoles. Del mismo modo tampoco quedó olvidado el
ingenio Hatillo y mucho menos el cuartel ni la estación de ferrocarril de San
Luis. En estos sitios también se tributaron homenajes póstumos a José Martí,
edificándose monumentos en su honor con el concurso de muchos hombres.
Con la edificación de estos monumentos, la Patria agradecida veneraba con
justeza al más universal de sus hijos, haciendo imperecedera su vida y su obra.
Sin embargo, como una paradoja, el lugar donde se conservaban sus restos
continuaba siendo un ignominioso nicho que no poseía más adornos que unas
simples flores, para vergüenza y consternación de algunos cubanos.
Precisamente fueron estos cubanos, martianos por demás, quienes
comenzaron una larga lucha para dotar al Maestro de una tumba que bajo el cielo
azul de su Patria fuera la más gloriosa. Con este propósito se crearon en todo
el país, preferentemente en Santiago de Cuba, varias comisiones y
organizaciones.
Durante casi medio siglo batallaron aquellos patriotas en aras de una
tumba digna para Martí, hasta que al fin el 30 de junio de 1952, cuando se habían
cumplido 57 años del trágico suceso de Dos Ríos, los santiagueros, en
representación de todo el pueblo de Cuba, inauguraban un espléndido mausoleo.
En el interior del mismo, dentro de una urna de cristal cubierta por una bandera
cubana, yacen los restos mortales de Martí, sobre los cuales inciden los rayos
del sol durante todo el día. De igual manera en la última y definitiva
sepultura quedaría satisfecha otra petición personal del Apóstol: un hermoso
ramo de flores frescas adorna permanentemente su tumba.

Monumento
erigido a Martí en Dos Ríos
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El
Hatillo, bajo este frondoso árbol los españoles escondieron el cadáver de José Martí
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Nicho
donde se inhumaron los restos del Apóstol por segunda vez
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Conjunto
monumentario en el Parque Martí de Palma Soriano
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 Vista
del mausoleo que guarda sus restos en Santa Ifigenia
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Tomado
de La Jiribilla
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