LIDERAZGO POLÍTICO
Eduardo Núñez Vargas
I. Hacia una definición genérica del liderazgo
La concepción de liderazgo ha sido
ampliamente debatida desde una óptica psicológica, sociológica
y política. En realidad, se debe decir que no existe una
acepción única de liderazgo, sino que la misma puede ser
definida en relación con referentes, geográficos, históricos y
con la diversidad de objetivos y propósitos de los grupos u
organizaciones de que se trate. En los últimos años han
tendido a predominar nociones provenientes del mundo de la
administración de negocios, preocupadas en lo esencial por la
eficacia del liderazgo, entre las que podemos citar:
• "…es el conjunto de las actividades, y
sobre todo de las comunicaciones interpersonales, por las que
un superior en jerarquía influye en el comportamiento de sus
subalternos, en el sentido de una realización voluntariamente
eficaz de los objetivos de la organización y del
grupo"1;
• es el proceso de influencia entre un líder
y sus seguidores para alcanzar objetivos organizacionales;
• es la capacidad de proporcionar las
funciones directivas asociadas con las posiciones de nivel
superior 2.
A estas se le pueden agregar otras acepciones
de carácter más general, que hablan de tener una visión y
lograr que la gente la haga realidad, o de la capacidad para
influir sobre los otros, en particular por medios no
coactivos3.
No obstante que estas definiciones resultan
poco funcionales a los fines de este trabajo, permiten extraer
cinco elementos que son constitutivos de cualquier definición
moderna de liderazgo: influencia, voluntad, comunicación
interpersonal, capacidad de ayudar al grupo a definir y
alcanzar objetivos, y superación y esfuerzo suplementario.
Sobre esta base, se puede definir el
liderazgo como el conjunto de actividades y de relaciones y
comunicaciones interpersonales, que permiten a una persona
ejercer diversos niveles de influencia sobre el comportamiento
de los miembros de un grupo determinado, consiguiendo que este
grupo defina y alcance de manera voluntaria y eficaz sus
objetivos.
Es un proceso de aprendizaje colectivo de las
organizaciones, grupos o comunidades, en términos de construir
una visión de conjunto sobre sí mismos, sobre sus intereses y
fines, y sobre los medios para alcanzarlos de manera eficaz.
Subyace la visión de que el ser humano es un ente con
capacidad para definir sus objetivos, comunicarlos,
identificar medios para conseguirlos y poner esfuerzo para
lograrlos.
Esta concepción va en contradicción con las
tendencias predominantes en el conocimiento y práctica del
liderazgo, en las que subyace la idea de que el mismo está
sustentado en las condiciones de personalidad de los líderes y
por tanto tiene relación directa con la existencia o no de
carisma. Según Peter Senge "…los líderes … son héroes, grandes
hombres (y en ocasiones mujeres) que avanzan a primer plano en
tiempos de crisis"4. A lo que él contrapone:
"Mientras prevalezcan estos mitos, reforzarán el énfasis en
los hechos de corto plazo y los héroes carismáticos y no en
las fuerzas sistémicas y el aprendizaje colectivo. La visión
tradicional del liderazgo se basa en supuestos sobre la
impotencia de la gente, su falta de visión personal y su
ineptitud para dominar las fuerzas del cambio, deficiencias
que sólo algunos grandes líderes pueden
remediar"5.
Al mismo tenor, Peter Drucker indica que el
liderazgo"… es algo muy distinto de lo que hoy se nos presenta
bajo este rótulo. Tiene poco que ver con las cualidades del
líder y mucho menos con carisma. Es una cosa ordinaria,
prosaica y aburridora. Su esencia es el
desempeño"6. En este sentido, "ya no basta con
tener una persona que aprenda para la organización… Ya no es
posible otear el panorama y ordenar a los demás que se sigan
las órdenes del gran estratega. Las organizaciones que
cobrarán relevancia en el futuro serán las que descubran cómo
aprovechar el entusiasmo y la capacidad de aprendizaje de la
gente en todos los niveles de la
organización"7.
Como se puede ver, está noción rompe
claramente con la visión personalista y carismática, para
centrarse en la idea de que el liderazgo tiene que ser
adecuado y funcional con el tipo de organización de que se
trate –sea esta un grupo religioso, una comunidad rural, un
partido político o una sociedad determinada– y con la
capacidad para que ese liderazgo produzca los efectos
deseados, a saber, la consecución de los objetivos de la
organización.
II. Liderazgo político
A. El enfoque clásico sobre liderazgo
político
Si se asume que el liderazgo no es bueno ni
malo en sí mismo, sino que es un medio cuya bondad o maldad
está dada por sus objetivos, se tiene también que asumir que
el fin del liderazgo político es la cuestión crucial para
determinar si favorece o no la comunidad o el grupo al que el
líder pertenece.
De la discusión sobre el liderazgo político
se extraen también múltiples definiciones. José Luis Vega
Carballo, por ejemplo, lo define como "… la particular
relación que se establece dentro de una coyuntura concreta y
dinámica, entre una personalidad y una situación de grupo en
el cual el objetivo central es la conquista y el control del
Estado o de los instrumentos para influirlo, por parte de ese
grupo."8
La definición de Vega Carballo se inscribe
dentro de una tradición teórica que visualiza el liderazgo
político dentro de los límites del Estado como aparato y de
aquellos instrumentos que permiten el acceso o toma de poder
del mismo, en especial los partidos políticos. Si bien esta es
una pauta fuera de discusión –el escenario de acción del
liderazgo político, por excelencia, lo son el Estado y los
partidos políticos–, pareciera que requiere de una ampliación
importante, en tanto en la realidad contemporánea no toda
acción política pasa por el Estado como aparato o por los
partidos como instrumentos de acceso al poder público, dándose
–por tanto– que no todo liderazgo político tiene
necesariamente que limitarse a la conquista del mismo. Pero
sobre este punto se retornará más adelante.
En general, el análisis del liderazgo
político parte de la comprensión de las formas de dominación;
Max Weber señala básicamente tres tipos de dominación
legítima, a saber la dominación legal, la dominación
tradicional y la dominación carismática, siendo la primera y
la tercera las más representativas en la realidad
latinoamericana contemporánea.
La dominación legal se da en virtud de la
existencia de un estatuto, que establece que la obediencia de
los seguidores no es hacia el líder o persona que detenta
formalmente el poder, sino hacia la regla estatuida. Más aún,
es la misma regla la que establece a quién y en qué medida se
debe obedecer, obligando al líder a obedecer el imperio de esa
ley o estatuto. Este tipo, dentro del cual su expresión
técnicamente más pura es la burocracia, es sin duda alguna la
forma de dominación que mejor responde a la idea que se tiene
de la estructura moderna del Estado y de la democracia. Como
parte de este tipo de dominación, la asociación dominante es
elegida o nombrada, de acuerdo con procedimientos o mecanismos
establecidos por la ley o estatuto. En este sentido, hay que
afirmar que ninguna dominación legal es estrictamente
burocrática, dado que ninguna es ejercida únicamente por
funcionarios contratados, sino que los cargos más altos son
usualmente designados por la tradición o electos por
instituciones tales como el parlamento o el pueblo en
general.9
La dominación tradicional nace en virtud de
la creencia en la santidad de los ordenamientos y poderes
señoriales existentes desde siempre. Su tipo más puro es el
dominio patriarcal, como tal poco frecuente en la historia
actual de la región, dándose una relación entre señor
–dominador– y súbditos –dominados–. La obediencia se da en
virtud de la dignidad propia de la tradición, respondiendo a
la idea de que el súbdito debe serle fiel al señor. Los únicos
límites del ejercicio de este tipo de dominación lo son las
normas de la tradición y/o el sentido de equidad que tenga el
señor.
La dominación carismática se da en razón de
la devoción que sienten los seguidores en relación con el
líder, dadas sus características personales, casi siempre
extraordinarias. Así, desde las facultades mágicas y
revelaciones de los profetas del pasado, hasta habilidades más
políticas vinculadas al heroísmo, el poder intelectual o la
capacidad oratoria, las cualidades personales se convierten en
el factor que genera adhesión efectiva. En este sentido, la
obediencia –condición inmanente a la dominación– se da sólo en
relación con el caudillo, y esa obediencia durará mientras
existan las cualidades personales del caudillo que son objeto
de reconocimiento por parte de sus seguidores. Precisamente
esa sujeción a la persona del caudillo hace que este tipo de
dominación sea extremadamente inestable, al carecer de
procedimientos ordenados para el nombramiento o sustitución
del líder, al punto de que las instituciones políticas no
existen sino es en relación con la vigencia del caudillo y su
carisma. Al desaparecer el caudillo o perder su carisma, las
instituciones se quiebran o desaparecen, dando paso a un nuevo
orden, sea basado en un nuevo caudillismo o en otra forma de
dominación.
Con relación a su ejercicio, "el carisma
conoce sólo determinaciones internas y límites propios. El
portador del carisma abraza el cometido que le ha sido
asignado y exige obediencia y adhesión en virtud de su
misión"10. Precisamente por ello, no obstante su
fuerza, incluso de carácter revolucionaria, la autoridad
carismática, "… en su forma absolutamente pura, es por
completo autoritaria y dominadora"11.
Los tres tipos de dominación expresan en sí
mismos formas de ejercer el liderazgo; no obstante resulta
poco frecuente encontrar casos reales que expresen
literalmente el ejercicio de alguno de estos tipos, siendo lo
más usual la combinación de características de uno u otro
modelo. Así, por ejemplo, la autoridad o liderazgo carismático
tiende a –en el lenguaje de Weber– rutinizarse, es decir, a
romper con su carácter inestable o efímero y a asumir ropajes
distintos a su naturaleza, ya sea de carácter racional –de
dominación legal burocrática– o tradicional12.
De una u otra manera, en la experiencia
histórica lo que se ha dado es una tendencia marcada a ponerle
límites a cualquiera de las formas de dominación, límites
básicamente asociados al establecimiento de cauces
institucionales. En teoría, la expresión por excelencia de
esos límites al ejercicio de la dominación, es precisamente la
división de poderes que es inherente a la concepción moderna
de Estado y al modelo democrático como sistema político.
Ese instrumento clásico de contención del
ejercicio de las formas de autoridad, se ve hoy ampliado por
la renovada participación del ciudadano como sujeto político.
Si bien en América Latina esas expresiones participativas son
todavía incipientes, nuevos instrumentos le imponen límites al
liderazgo político, tales como los mecanismos de rendición de
cuentas, las consultas populares sobre temas específicos o el
control ciudadano –a través de los medios de comunicación o de
organizaciones no gubernamentales– sobre la gestión
pública.
Así, si bien, en una sociedad democrática es
normal y lógico que los líderes políticos encabecen esfuerzos
para tomar el control del gobierno como instrumento de vital
importancia para la transformación de la realidad, también es
evidente que cada vez más procesos y fenómenos se dan en los
márgenes externos de la política tradicional y de los Estados
como aparatos institucionales, cada vez más se presencia la
irrupción de nuevas formas de organización y de liderazgo que
sin pasar por los causes tradicionales de la política, ejercen
influencia política determinante por cuanto contribuyen a la
transformación efectiva de la realidad social en la que
existen.
B. Liderazgo, poder, autoridad: condiciones
que brindan legitimidad al liderazgo
Todos los estudios sobre liderazgo establecen
relaciones básicas entre éste y las nociones de poder y
autoridad. Ambas nociones, muchas veces confundidas en el
saber común sobre el tema, muestran algunas diferencias
importantes, especialmente cuando se habla de liderazgo
político.
Como bien recupera José Luis Vega
Carballo13, citando a Max Weber, el poder se
refiere a la relación social en la cual se produce la
probabilidad de que un actor social imponga su voluntad,
incluso a pesar de cualquier resistencia, sobre otro actor.
Este concepto es central en el ejercicio del liderazgo, dado
que el uso de una determinada cuota de poder es condición
básica para que la influencia del líder sea efectiva. Así,
todo líder requiere poder para ejercer su liderazgo, con lo
cual se establece que la búsqueda del poder es una condición
natural al ejercicio del liderazgo.
Por su parte, la autoridad hace referencia a
la capacidad de influir sobre las otras personas con base en
un mandato dado por esas personas. Dado ello, toda autoridad
implica el uso de una cuota determinada de poder, pero no toda
persona que encarna un cargo de autoridad tiene poder
efectivo. La autoridad, si es legítima, es decir, si ha sido
otorgada por el grupo como resultado de esa suerte de contrato
social o por el pueblo a través de instituciones como las
elecciones, tiene la ventaja de que permite el uso de la
fuerza por parte de quien detenta esa autoridad, para asegurar
la consecución de los objetivos que sustentan el
liderazgo.
Este enfoque tipifica al poder con un
carácter más bien fáctico, dado por la fuerza o capacidad de
influencia que tiene quien lo detenta, mientras que la
autoridad se identifica con la entrega de un mandato,
implícito –en un grupo social x–, o explícito –en una
institución política–, el cual está dado y durará mientras el
líder represente los intereses de aquellos que le otorgaron la
autoridad formal.
Esta relación entre poder y autoridad es
esencial para la comprensión del liderazgo político. Muchas
veces el liderazgo ha sido visto como una consecuencia de la
autoridad, en tanto se entiende que el líder es aquel que
detenta la autoridad en el grupo, organización o comunidad de
que se trate. En nuestra visión, el liderazgo está dado no
sólo por la autoridad conferida sino por el poder efectivo que
el líder pueda ejercer. En este sentido el poder es una
condición inmanente al liderazgo, quedando al carácter o
integridad del líder y a las normas del grupo y organización,
el que ese poder sea usado para los objetivos
establecidos.
Esta idea es central cuando se habla de
liderazgo político en democracia, dado que el poder en la
democracia debe ser encauzado institucionalmente,
preferiblemente a través de una autoridad legítima, de modo
que el líder responda a los intereses de la sociedad y esté
sujeto a límites precisos. La existencia de instituciones
tiene una doble condición: permite que el líder político pueda
gobernar –es decir, favorece la eficacia del liderazgo– al
otorgarle legitimidad en el uso del poder y la autoridad; pero
también permite, en caso de que ese líder no represente de
manera efectiva los intereses de la sociedad, contar con
mecanismos que permiten su relevo por vías pacíficas y también
legítimas.
C. Hacia una noción prescriptiva de liderazgo
político
Derivado de la noción genérica que postula
este trabajo y de la revisión del enfoque clásico sobre el
liderazgo político, este puede ser definido como el conjunto
de actividades, relaciones y comunicaciones interpersonales,
que permiten a un ciudadano movilizar personas de una
organización, comunidad o sociedad específica, de manera
voluntaria y consciente, para que logren objetivos socialmente
útiles.
Para ello, ese liderazgo busca hacerse con el
poder y la autoridad que confiere el aparato del Estado –en su
sentido weberiano de asociación política o, en caso de que no
pueda detentar su administración, de aquellos mecanismos que
le permitan influir sobre el rumbo y objetivos de ese estado y
de la sociedad en general.
Así, si bien el liderazgo político –en el
sentido aquí postulado– comporta la administración del
Estado-aparato como una condición y expresión natural de su
ejercicio, no se reduce a ella, reconociendo que en las
sociedades contemporáneas se constituyen espacios
crecientemente autónomos del poder y autoridad del
Estado-aparato, que también coadyuvan a la consecución de
objetivos socialmente útiles.
Esta definición asume el liderazgo político
con una clara dimensión normativa, en tanto la gente piensa y
actúa bajo la visión de ese líder con las imágenes implícitas
de un contrato social. Es decir, se firma una suerte de
contrato entre el líder y sus seguidores o su grupo, en el
sentido de que el líder político recibe un mandato legítimo de
parte de su comunidad o pueblo, a cambio de que aporte su
capacidad y su visión para que la citada comunidad alcance sus
objetivos más importantes. Aquí aplica la idea de que el buen
líder político no es el que genera influencia para que las
personas asuman su visión y le permitan conseguir sus propios
objetivos, sino aquel que encauza las energías y capacidades
de esa comunidad para hacer viables los objetivos de la
misma.
Ahora bien, si el horizonte del liderazgo
político son los fines de la comunidad o sociedad a la que
pretende conducir, resulta importante establecer criterios
para determinar qué son objetivos socialmente útiles. En este
sentido, lo socialmente útil está dado por la capacidad de
proponer una visión de sociedad, que sea integradora de
intereses y perspectivas diversas, que brinde coherencia y
sentido a la acción del líder y que facilite la incorporación
de todos –o al menos de la mayoría– en los diversos esfuerzos
por alcanzar las metas establecidas. Por ello el liderazgo
político se define en términos de autoridad legítima,
basándose esta legitimidad en un conjunto de procedimientos
mediante los cuales muchos otorgan poder a unos pocos.
En el ejercicio del liderazgo político, como
en cualquier otro, confluyen dos dimensiones claramente
definidas, aunque complementarias: una subjetiva y otra
objetiva. La subjetiva tiene que ver con las capacidades del
individuo y sin lugar a dudas con el carisma; la objetiva hace
referencia a la realidad que le rodea, con sus específicos y
diversos problemas y necesidades. Desde esta perspectiva, la
consistencia entre las capacidades del líder y las condiciones
históricas en las cuales actúa es determinante. Dicho de otro
modo, en el liderazgo político contemporáneo confluyen los
valores sociales imperantes y las capacidades o aptitudes
personales para encarnarlo. De la habilidad que tenga el líder
para poner sus condiciones naturales y sus capacidades
aprendidas al servicio de los fines de la sociedad de que se
trate, dependerá que ese liderazgo sea legítimo y eficaz.
De igual modo, se extraen dos visiones
claramente diferenciadas: una, aquella que indica que el
liderazgo es la capacidad de influir sobre la comunidad para
que siga a un líder, en donde la característica esencial es la
influencia del líder como condición que permite que la gente
acepte su visión y la haga suya; esta visión es extremadamente
frecuente en la historia política, dado que favorece la
existencia de liderazgos carismáticos, de tinte autoritario,
paternalista o pseudo-democrático. Otra, la que ve el
liderazgo como la capacidad de influir sobre la comunidad para
que enfrente sus problemas y consiga sus objetivos; aquí, la
característica esencial del liderazgo es el progreso en la
solución de problemas y en la consecución de los objetivos de
la comunidad. Es evidente que esta segunda visión favorece el
liderazgo de tipo participativo y democrático, y por tanto,
coadyuva a la creación de esquemas institucionales que
permitan la subsistencia del contrato social establecido entre
el líder y su comunidad.
En este sentido, el liderazgo político es
necesariamente un proceso de doble flujo entre el líder y sus
seguidores; aunque siempre prevalezca una relación asimétrica
entre el que gobierna y el que es gobernado, ambos se
reconocen como actores válidos e influyentes en la
construcción de los objetivos socialmente útiles.
D. Tendencias recurrentes en el ejercicio del
liderazgo político
A partir de toda esta visión del liderazgo,
se puede realizar un rápido repaso de las modalidades de
liderazgo político presentes en la historia latinoamericana.
Entre las principales encontramos las siguientes:
D.1. Tendencia al uso de la autoridad
Parte de la visión de que las personas no
saben lo que quieren y además que son naturalmente perezosas
para luchar por la consecución de sus intereses u objetivos.
Esta deficiencia natural sólo puede ser remediada por un gran
líder, que asuma la tarea de proponerle a la gente una visión
a la cual adherirse y de conducirlos hacia la meta marcándoles
el paso de manera estricta y precisa. Dentro de esta visión se
tipifican, por supuesto, los líderes de corte autoritario y
paternalista, caracterizados por la idea de dar órdenes para
la consecución de los objetivos o de conducir o incluso
sustituir a las de
más personas en el cumplimiento de sus
papeles grupales o sociales.
Este enfoque del liderazgo ha estado
largamente presente en la política latinoamericana. Bajo la
idea de que los pueblos no están en capacidad de resolver sus
problemas surgieron tres variantes importantes de liderazgo
social y político: los líderes autoritarios, los líderes
caudillistas o carismáticos y los líderes paternalistas.
Aunque cada uno de estos puede ser tipificado autónomamente,
en la historia del subcontinente ha sido frecuente la
combinación de rasgos de uno y otro.
Bajo la figura del liderazgo autoritario y
sobre la base de que los pueblos requerían conducción fuerte y
protección ante amenazas externas o internas, se configuraron
múltiples regímenes militares o pseudo-militares, que
restringieron los ámbitos personales y sociales de libertad y
pretendieron rectorar la vida social desde su autoridad, dada
esencialmente por las armas y asentada en el temor. Estos
liderazgos sustituyeron o absorbieron las instituciones,
induciendo un alto grado de arbitrariedad en la conducción
política de los países y propiciando la exclusión de
importantes sectores de población, con las nefastas
consecuencias por todos conocidas sobre la configuración de
los sistemas políticos.
La figura del caudillo, basada en el carisma
de la persona, como salvador de los pueblos, arrasa nuestra
historia de ejemplos; de Bolívar al Ché Guevara, de Fidel
Castro a Juan Domingo Perón y así muchos más, se sustenta en
la misma visión antropológica anteriormente descrita: la
incapacidad de los pueblos para obtener lo que quieren o, peor
aún, para obtener lo que los caudillos consideran que deben
obtener. Así, la lógica del caudillo no radica en conducir a
sus pueblos hacia la construcción de una visión común, sino en
convencer a estos que su visión –la del líder– es la que deben
adoptar y seguir. No son pocos los ejemplos de estos
liderazgos caudillistas, cuyas consecuencias políticas
concretas, en la mayor parte de los casos, han sido una
institucionalización endeble de los sistemas políticos o una
ruptura de los regímenes políticos implantados por ellos, al
darse la desaparición física o la remoción política de los
mismos.
El líder paternalista ha estado marcado por
la convicción de que hay que darle a la gente todo lo que
necesite, en el entendido de que esa gente no está en
capacidad de producir y conseguir objetivos que le beneficien.
Esta visión da origen a una dependencia extremada de los
seguidores o grupos en relación con el líder, dependencia que
tiene consecuencias destructivas, por cuanto limita la
capacidad de aprendizaje individual y colectivo de sus
seguidores, eliminado la principal fuente de poder de las
organizaciones y sociedades.
D.2. La tendencia al liderazgo pragmático
Dentro de esta tendencia se ubican aquellos
líderes que se adaptan a cada coyuntura en el entendido de que
sus actuaciones son expresiones de los deseos de la gente; es
decir, asumiendo una visión distorsionada de lo que en la
teoría se conoce como liderazgo situacional, los líderes
adaptan su actuación y comportamientos a las cambiantes
condiciones de la realidad y de las voluntades políticas que
les rodean. El norte de esos líderes son las encuestas. Con
este enfoque, el líder renuncia a una de las características
fundamentales del liderazgo político: la responsabilidad de
proponerle a la organización o sociedad una visión
integradora, con lo cual abdica del esfuerzo por conseguir
objetivos que vayan más allá de los vaivenes de las coyunturas
políticas.
No obstante las limitaciones reales de este
enfoque, aporta un elemento significativo para que el líder
político sea eficiente y eficaz: la necesidad de que conozca
el contexto organizacional y social en el que actúa, como
condición para que incorpore destrezas que favorezcan la
obtención de los objetivos comunes. Este factor implica que
cada contexto y cada problema posiblemente demande destrezas y
capacidades diferentes, lo cual tiende a ratificar que para la
consecución de los objetivos organizacionales y sociales se
requiere sumar los esfuerzos de todos los miembros de esa
organización o sociedad.
D.3. La tendencia al liderazgo político
Esta es la menos frecuente de las tendencias,
a pesar de la paulatina democratización de los entornos
institucionales de la región. El líder democrático es aquel
que reúne los elementos típicos de la visión prescriptiva de
liderazgo político: capacidad de influencia, capacidad de
producir la movilización voluntaria de sus seguidores,
capacidad de proponer una visión integradora y capacidad de
conducir a sus seguidores a la consecución de objetivos
socialmente útiles.
Por tanto, este tipo de liderazgo se da en el
contexto de esquemas institucionales democráticos, que
favorecen la creación de consensos y que coadyuvan a la
integración de todos los sectores. Es un liderazgo basado en
la negociación y concertación como condición para la inclusión
de las mayorías en el sistema político. En este sentido,
cuando se habla de liderazgo democrático, estamos haciendo
referencia a un perfil de líder que cumple con al menos las
siguientes características:
• Actúa basado en el diálogo y
convencimiento, no en la imposición.
• Plantea un liderazgo basado en el
conocimiento de la organización y en la claridad sobre la
misión y visión de la misma.
• Articula la diversidad que caracteriza toda
organización humana, más aún, permite la diversidad de
enfoques y metodologías como un factor de crecimiento y
aprendizaje.
• Respeta el liderazgo de los demás.
• Expresa valores concretos: no es
democrático sólo por lo que dice o por la metodología que
aplica; lo es porque expresa en sus relaciones humanas y en su
comportamiento valores profundamente democráticos, como la
tolerancia, el pluralismo, etc.
• Es interdependiente: en este sentido,
reconoce que los demás son importantes para la consecución de
los objetivos de la organización14.
En razón de esto, el ejercicio del liderazgo
democrático conlleva el desarrollo equilibrado y efectivo de
las instituciones políticas. Esta afirmación adquiere mayor
relevancia cuando se reconocen los efectos que han tenido
sobre el desarrollo democrático de América Latina, los estilos
de liderazgo predominantes. Así, por ejemplo, si el líder es
débil para el manejo de las instituciones, estas tienden a
perder eficiencia, eficacia y a volverse anárquicas; pero si
el peso del liderazgo es mayor que el perfil de la
institución, está tiende a desdibujarse bajo el manto del
autoritarismo.
El autoritarismo tiene una suerte de relación
de causa y efecto con el excesivo personalismo de la política
latinoamericana. Prevenir el retorno de las tentaciones
autoritarias o caudillistas pasa necesariamente por la
creación de instituciones políticas fuertes, estables y
sustentables. Como bien dice Joan Prats, "no hay reforma
institucional verdadera sin líderes ni emprendedores. La
teoría del cambio institucional indica que este se producirá
cuando un número suficiente de actores perciban que una nueva
institucionalidad puede sustituir a la precedente gozando de
mayor apoyo y legitimidad"15. Y agrega, "en lugar
de buscar salvadores, deberíamos pedir un liderazgo que nos
desafíe a enfrentar los problemas que no tienen soluciones
simples e indoloras, los problemas que exigen que aprendamos
nuevos métodos… Para enfrentar estos desafíos nos hace falta
una idea diferente de liderazgo y un nuevo contrato social que
promueva nuestra capacidad de adaptación"16.
E. Los límites del liderazgo en sociedades
democráticas
Como dice James Payme "siempre habrá
políticos. Es cierto que recelamos de ellos, que examinamos
con cuidado sus acciones y que las criticamos, pero estamos
conscientes de que su existencia en la organización social es
un hecho indiscutible"17. En línea con esto hay que
decir que siempre habrán líderes políticos, con capacidades
personales y con referentes éticos distintos. Esta verdad
viene acompañada de viejas y nuevas demandas de parte de los
ciudadanos en relación con el comportamiento de los líderes.
Así, desde la demanda de brindar ejemplo –Peter Drucker dice
que la gente tiene la expectativa de que los líderes no deben
comportarse como se comportan todos, sino que se espera que
procedan como entienden que deberían proceder ellos
mismos18– se va hasta la creciente demanda de
transparencia, responsabilidad y rendición de cuentas.
Esto no desconoce las múltiples razones y
motivaciones que encauzan la voluntad de un ciudadano para
aspirar a convertirse en líder político19, sino que
le plantean nuevos referentes de actuación. Durante muchos
años, los líderes políticos recibían no un mandato sino que
una delegación de poder, actuando con amplios niveles de
autonomía. Hoy, la ciudadanía no desea líderes políticos
autoreferenciales, sino activos representantes de sus
intereses y necesidades.
En razón de ello, al ejercicio del liderazgo
político se le imponen nuevos límites, básicamente asociados a
la idea de que el mandato que reciben no les exime de rendir
cuentas a sus concuidadanos e, incluso, en caso de que esa
rendición de cuentas no satisfaga a los mismos, ser removidos
de sus cargos. Si bien esto en las democracias contemporáneas
es todavía una idea joven y una práctica incipiente, no existe
duda que las tendencias marcan la ruta hacia ese escenario,
como condición que haga viable la existencia de esas
democracias en el tiempo.
Así, los líderes políticos de las democracias
del nuevo siglo estarán determinados por una doble condición:
por un lado, los límites que la sociedad le imponga como
resultado del desarrollo de sus instituciones y de las
capacidades autónomas de los ciudadanos para controlar sus
acciones; y, por el otro, los referentes éticos que –de manera
inherente– desarrollen como resultado de su evolución personal
en la práctica de vivir en democracia.
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NOTAS
1 Morin, Gaetan (Ed): Los aspectos humanos de
la organización, ICAP, San José, 1983. Pág. 241.
2 Heifetz, Ronald A: Liderazgo sin respuestas
fáciles, Paidós, España, 1997. Págs. 45-56.
3 Idem.
4 Senge, Peter: La quinta disciplina,
Ediciones Juan Granica, Barcelona, 1990. Pág. 419.
5 Idem.
6 Drucker, Peter: Gerencia para el futuro,
Grupo Editorial Norma, Colombia, 1990. Pág. 116.
7 Senge, Peter: op.cit. Pág. 12.
8 Vega Carballo, José Luis: "Liderazgo
político", en Diccionario Electoral, IIDH/CAPEL, primera
edición, San José, 1989. Pág. 466.
9 Weber, Max: Economía y sociedad, Fondo de
Cultura Económica, México, 1944. Pág. 708.
10 Ibid. Pág. 848.
11 Ibid. Pág. 713.
12 Ibid. Ver página 197.
13 Vega Carballo: Op. Cit. Pág. 466.
14 Un excelente análisis sobre la noción y la
práctica de la interdependencia en el ejercicio de un
liderazgo efectivo, lo encontramos en: Covey, Stephen R.: Los
siete hábitos de la gente altamente efectiva, Editorial Paidós
Mexicana, México, 1997. Págs. 235-260.
15 Prats, Joan (1999): ¿Quién se pondrá al
frente? Liderazgo para reinventar y revalorizar la política.
Copiado en febrero 1 de 2000, del sitio web:
http://www.iigov.org/pnud/bibliote/texto/bibl0036.htm
16 Idem.
17 Payme, James L. y otros: Las motivaciones
de los políticos, Editorial Limusa, México, 1990. Pág. 7.
18 Drucker, Peter: Gerencia para el futuro,
op.cit., Pág. 113.
19 Según James Payme, diversos tipos de
incentivos promueven el liderazgo político: de prestigio
social, de programa, de sociabilidad, de obligación, de juego,
misión y adulación. Ver, Payme, James: Op. Cit. Pág. 113 y
subsiguientes.