BIENVENIDOS AL CABARET


Un revolucionario montaje, obra de Sam Mendes, en el que el público forma parte de la escenografía

Cuando Brooke reinó en el 54: Brooke Shields en el papel de Sally Bowles.
«Había un cabaret, un maestro de ceremonias, una ciudad llamada Berlín...», escribe Cliff Bradshaw (interpretado por Manuel Bandera) como primeras líneas de la novela que ansía escribir y por la que viaja a la Alemania de entreguerras en la que todo está a punto de empezar (o de tener una solución final). Estamos en 1930 y Bradshaw comprende enseguida que ha ido a parar al mejor lugar para dejarse de fantasías y abrir sus ojos como el zoom de una cámara: el partido nazi está avanzando entre la sociedad a grandes zancadas, engullendo a su paso cualquier atisbo de oposición, cualquier voz que le haga frente y él se encuentra en medio de esta olla a presión.

¡Ah! Pero todavía queda un rincón donde todo es diferente, «donde no hay lugar para los problemas», como nos dice el andrógino maestro de ceremonias (llamado en este montaje de Sam Mendes y Rob Marshall, Emcee, onomatopéyico nombre procedente de la pronunciación en inglés de las siglas de Master of Ceremonies). Y ese sitio es el cabaret, con todas sus candilejas... Aunque aquí algunas estén tan fundidas como la moral de una parte de aquella sociedad alemana que ni veía lo que se avecinaba.

Con el estreno en Madrid del musical Cabaret, que los iluminados Mendes y Marshall mantienen desde hace cinco años en las marquesinas del Studio 54 de Nueva York (y que dejará de representarse el próximo 2 de noviembre), es inevitable recordar la película que el coreógrafo y realizador Bob Fosse dirigió en 1972. Porque inevitable es pensar en esos asombrosos Liza Minnelli y Joel Grey en estado de gracia, en una producción que consiguió ocho Oscar (Fosse le arrebató la estatuilla al mejor director nada menos que a Francis Ford Coppola, cuya obra maestra El padrino sí ganó la de mejor película) y que se impuso como una de las grandes cintas de la época.

Sin embargo, cuando el espectador asista a esta función de Cabaret, una vez que pase las puertas de entrada del Nuevo Teatro Alcalá y después de que el portero en abrigo negro de líneas marciales le corte la entrada, debe dejar todos sus referentes fuera, desprenderse de cualquier idea preconcebida y dejarse arrastrar por el ambiente decadente y sórdido del cabaret años 30 que se encuentra tras el hall. El público no va sólo a ver la función, sino que es parte de la representación, sobre todo si ha elegido asientos del otrora patio de butacas debe ser consciente de que desde los pisos superiores del teatro su mesa se vislumbra, sí, como parte de la obra. Y se encontrará con sillas alrededor de pequeñas mesas con lámparas de pantalla roja alternadas con sillones de nightclub; ventiladores de aspas colgados del techo; iluminación azul, amarillenta o de foco blanquecino, según la escena; bolas de espejos que, aunque nos parezcan de las setenteras discotecas, son en realidad elementos ornamentales de esta época en la que el art nouveau iba a dejar paso a los mastodónticos monumentos megalómanos que Hitler y los suyos encargaron para deshumanizar un poco más (si cabía) el ambiente.

Una vez sentado, el público verá que el escenario está ya habitado por los seres desgarrados que luego bailarán con la mirada fija en el infinito y los movimientos tan eróticos como torpes. Sobre ellos, aunque todavía sin sus deslucidas bombillas encendidas, reina el nombre del cabaret, el Kit Kat Club, sostenido por frágiles columnas de frío hierro, casi como extremidades de una gigante araña de arte nuevo que podría haber sido obra de nuestro Gaudí. Entonces verá al maestro de ceremonias y viajará con él en esta montaña rusa en la que los momentos de shock llegan por sorpresa. Y a algunos se les helará el corazón.

Emcee en este montaje no lleva el frac que Fosse plantó al suyo del filme. Aquí es un ser más andrógino, lascivo, evidente y sarcástico. Su ironía se potencia por su semidesnudez, cubierta apenas por unos tirantes y el pantalón de espuma pegado hasta la rodilla al que ajusta un corsé de satén negro que deja la entrepierna lista para ser agarrada. El actor-bailarín-cantante Asier Etxeandia es su intérprete y podemos decir que es el gran descubrimiento de la escena española del momento. Desde que aparece enfundado en el hitleriano abrigo de cuero negro mirándonos como una serpiente comprendemos que las emociones no han hecho más que empezar. Etxeandia-Emcee es aquí el gran protagonista de la historia, como un gran hermano orwelliano del que no nos podemos fiar porque tras su bufonesca figura nos sorprende el monstruo del nazismo mirándonos amenazadoramente tras la voz infantil de la dulce canción El mañana me pertenece. Y se nos transforma en el causante del horror, aunque comprenderemos que, como todos en Cabaret, también es su víctima...

La complicidad del maestro de ceremonias con Sally Bowles, a quien da vida la también actriz-cantante-bailarina Natalia Millán –estupenda en su papel– es aquí menos intensa que en la película y Money, money está interpretado por él y las chicas, sin ella. Porque Sally, como las decadentes bailarinas del Kit Kat Club –vestidas con ropa interior de falso satén y medias llenas de agujeros y con oscuras ojeras, como las mujeres que pintó el alemán George Grosz y al que se homenajea en el mural sobre el escenario–, es una marioneta más de esta metáfora en la que su historia de amor con el escritor Cliff comparte protagonismo con el romance amargo que viven la dueña de la pensión, Fraulein Schneider (Patricia Clark), y el frutero judío, Herr Schultz (Emilio Alonso). Junto a ellos están Fraulein Kost (Marta Valverde), prostituta especializada en marineros, y Ernst Ludwig (Manuel Rodríguez), el simpatizante del nazismo que marca el antes y el después en la vertiginosa caída libre que es este musical.

Sam Mendes montó su versión de Cabaret en el Donmar Warehouse de Londres en 1993, seis años antes de rodar American Beauty y triunfar con ella en los Oscar. Tras su puesta en escena en Nueva York, ya con Rob Marshall (que más tarde triunfaría como director del filme Chicago) como coreógrafo y codirector, en el Teatro Henry Miller primero (que pasó a llamarse Kit Kat Club por la obra), y después en el Studio 54, se creó una compañía itinerante para representarla en otras ciudades norteamericanas. BT McNicholl, ayudante de los directores, y la coreógrafa Susan Taylor se encargaron de ponerla en marcha y ellos firman este montaje, en el que han tomado el testigo para su mantenimiento la directora residente Moira Chapman y el director musical Alberto Favero. La escenografía de Alberto Negrín y el vestuario de Fabián Luca siguen las pautas marcadas por Mendes en el original. Para esta versión en español se ha contado con la traducción de Gonzalo de María y la adaptación y dramaturgia del gran experto en este género, Jaime Azpilicueta.

POR: CRISTINA MARINERO
ARTÍCULO METRÓPOLI
PUBLICADO 10/10/03


Reportajes Cabaret