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Los
origenes
La
artritis me mata, y el cansancio de mi viejo corazón que se niega
a seguir. Yo, Michel de Nostradamus, después de una vida larga
y trabajada, en la que he visto el futuro de los hombres y de las monarquías,
reposo con los ojos cerrados en mi humilde casa de Salon mientras mis
familiares se afanan a mi alrededor aguardando mi muerte. No he buscado
la fama, sino el conocimiento. Si me he enriquecido prestando dinero a
interés y editando los almanaques con mis profecías ha sido
por asegurarme los bienes materiales que me permitieran vivir sin agobios
para dedicarme plenamente a la observación del mundo y a la experimentación
de las cosas útiles. No conocí a mi bisabuelo, pero quizá
su espíritu revivió en mí. Era judío, de la
tribu de Isacar, la que dio los grandes profetas. Se llamaba Abraham Salomón
antes de convertirse al cristianismo y bautizarse con el nombre de Pierre
de Notre-dame. Ese apellido de converso, que es el mío, lo latinicé
como Nostradamus, que suena más prestigioso para un hombre de ciencia.
Mi bisabuelo tenía la ciencia del mundo y su curiosidad. Fabricaba
pomadas para blanquear la piel de las damas y para devolver la salud a
los enfermos, y entendía de astros y de horóscopos.
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En mis tiempos, los médicos le prestaban mucha atención
a las estrellas y a las misteriosas influencias de los astros en la salud.
Ya sé que ahora habéis olvidado esa remota ciencia y los
médicos lo fían todo a la química y a la cirugía.
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"En
mis tiempos, los médicos le prestaban mucha atención
a las estrellas ...ya sé que ahora habéis olvidado
esa remota ciencia"
Giotto
pintó la estrella de Belén como el cometa Halley,
que había visto antes
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Adivinanzas
Mi padre, Jaime de Nostredame, era notario y alguna vez intentó
que yo siguiera sus pasos, pero yo salí inquieto y andarríos
y escogí seguir los de mi abuelo. Cursé mis primeros estudios
en Aviñón y después en la Universidad de Montpellier,
tan afamada por su facultad de Medicina. Mi padre me había enseñado
artificios nemotécnicos que eran parte del legado de mi abuelo.
En Montpellier, mozo joven, vanidoso, deseoso de ser admirado, asombraba
a mis compañeros y a los profesores con alardes de memoria, adivinanzas
y otros juegos de salón. Nunca les dije el truco. Les hacía
creer que eran facultades secretas heredadas de mis ancestros, de la tribu
Isacar de la Biblia, y de los libros que se habían transmitido
de generación en generación hasta mi abuelo. Os adivino
deseosos de saber la verdad, si esos libros existieron. ¿Qué
más da? La duda es más fecunda en el corazón del
hombre. Es posible que existieran y que tuviera que ocultarlos cuando
la Inquisición comenzó a vigilar mis pasos.
.
Eso fue antes de que la reina Catalina de Médicis me dispensara
su protección. Cuando me puso bajo su manto, ya no tuve nada que
temer.
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La reina. Una mujer singular. Mató al ejecutor, pero respetó
al mensajero. ¿Qué digo? Pensaréis que estoy desvariando.
No. Catalina había leído mis Centurias. Era aficionada a
los adivinos y a los arúspices y, conociendo mi fama, me invitó
a la corte. Fue un viaje infernal, ya viejo, pues había cumplido
53 años, pero valió la pena por el favor y la consideración
que recibí en París. El astrólogo Luca Gaurico había
pronosticado que el rey, Enrique II, el esposo de Catalina, podía
recibir una peligrosa herida en el ojo a los 41 años. Incluso le
había pronosticado que el peligro estaba en un combate singular,
en campo cerrado. Yo, en una de mis Centurias, había escrito: "El
león joven al viejo superará; su campo bélico por
singular duelo, en casco de oro los ojos perforará, dos heridas,
una para morir muerte cruel". Entonces Francia estaba en paz y no
había peligro de que el rey se enfrentara en combate singular con
un monarca enemigo, así que olvidaron la profecía.
Cuatro
años más tarde, Enrique II casó a su hija Isabel. En
las celebraciones de la boda organizaron un torneo de caballeros. El rey quiso
participar. Había olvidado las advertencias, o las despreciaba, y se
empeñó en romper una lanza con el jefe de su guardia escocesa,
el joven Gabriel de Montgomery. ¡Día aciago! Las lanzas se quebraron
sobre los escudos y una astilla de madera acertó a colarse por la mirilla
del yelmo dorado del rey y se le clavó en un ojo hasta el cerebro.
Enrique II estuvo agonizando, entre atroces dolores, 12 días y después
murió. Me dijeron que Montgomery exclamó: "¡Maldito
sea el adivino que predijo tan bien tanto mal!" No sé qué
habrá de verdad en esto. El caso es que el rey perdonó solemnemente
a Montgomery antes de morir, pero Catalina, la reina, era una mujer de persistentes
rencores. También profeticé que el escocés moriría
de muerte violenta. Catalina lo hizo decapitar a los 18 años de la
muerte de su regio esposo. Por eso, dije antes que la reina mató al
ejecutor, pero perdonó al mensajero, a mí. |
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