Mensaje a los pueblos del mundo a través de la Tricontinental

abril 1967

 

"Crear dos, tres... muchos Vietnam, es la consigna." Che

"Es la hora de los hornos y no se ha de ver más que la luz." José Martí

 

Ya se han cumplido veintiún años desde el fin de la última conflagración mundial

y diversas publicaciones, en infinidad de lenguas, celebran el acontecimiento

simbolizado en la derrota del Japón. Hay un clima de aparente optimismo en

muchos sectores de los dispares campos en que el mundo se divide.

 

Veintiún años sin guerra mundial, en estos tiempos de confrontaciones máximas,

de choques violentos y cambios repentinos, parecen una cifra muy alta. Pero, sin

analizar los resultados prácticos de esa paz por la que todos nos manifestamos

dispuestos a luchar (la miseria, la degradación, la explotación cada vez mayor de

enormes sectores del mundo) cabe preguntarse si ella es real.

 

No es la intención de estas notas historiar los diversos conflictos de carácter

local que se han sucedido desde la rendición del Japón, no es tampoco nuestra

tarea hacer el recuento, numeroso y creciente, de luchas civiles ocurridas

durante estos años de pretendida paz. Bástenos poner como ejemplos contra el

desmedido optimismo las guerras de Corea y Vietnam.

 

En la primera, tras años de lucha feroz, la parte norte del país quedó sumida en la

más terrible devastación que figure en los anales de la guerra moderna;

acribillada a bombas; sin fábricas, escuelas u hospitales; sin ningún tipo de

habitación para albergar a diez millones de habitantes.

 

En esta guerra intervinieron, bajo la fementida bandera de las Naciones Unidas,

decenas de países conducidos militarmente por los Estados Unidos, con la

participación masiva de soldados de esa nacionalidad y el uso, como carne de

cañón, de la población sudcoreana enrolada.

 

En el otro bando, el ejército y el pueblo de Corea y los voluntarios de la

República Popular China contaron con el abastecimiento y asesoría del aparato

militar soviético. Por parte de los norteamericanos se hicieron toda clase de

pruebas de armas de destrucción, excluyendo las termonucleares pero

incluyendo las bacteriológicas y químicas, en escala limitada. En Vietnam, se han

sucedido acciones bélicas, sostenidas por las fuerzas patrióticas de ese país casi

ininterrumpidamente contra tres potencias imperialistas: Japón, cuyo poderío

sufriera una caída vertical a partir de las bombas de Hiroshima y Nagasaki;

Francia, que recupera de aquel país vencido sus colonias indochinas e ignoraba

las promesas hechas en momentos difíciles; y los Estados Unidos, en esta última

fase de la contienda.

 

Hubieron confrontaciones limitadas en todos los continentes, aun cuando en el

americano, durante mucho tiempo, sólo se produjeron conatos de lucha de

liberación y cuartelazos, hasta que la Revolución cubana diera su clarinada de

alerta sobre la importancia de esta región y atrajera las iras imperialistas,

obligándola a la defensa de sus costas en Playa Girón, primero, y durante la

Crisis de Octubre, después.

 

Este último incidente pudo haber provocado una guerra de incalculables

proporciones, al producirse, en torno a Cuba, el choque de norteamericanos y

soviéticos.

 

Pero, evidentemente, el foco de contradicciones, en este momento, está

radicado en los territorios de la península indochina y los países aledaños. Laos y

Vietnam son sacudidos por guerras civiles, que dejan de ser tales al hacerse

presente, con todo su poderío, el imperialismo norteamericano, y toda la zona se

convierte en una peligrosa espoleta presta a detonar.

 

En Vietnam la confrontación ha adquirido características de una agudeza

extrema. Tampoco es nuestra intención historiar esta guerra. Simplemente,

señalaremos algunos hitos de recuerdo.

 

En 1954, tras la derrota aniquilante de Dien-Bien-Phu, se firmaron los acuerdos

de Ginebra, que dividían al país en dos zonas y estipulaban la realización de

elecciones en un plazo de 18 meses para determinar quiénes debían gobernar a

Vietnam y cómo se reunificaría el país. Los norteamericanos no firmaron dicho

documento, comenzando las maniobras para sustituir al emperador Bao Dai,

títere francés, por un hombre adecuado a sus intenciones. Este resultó ser Ngo

Din Diem, cuyo trágico fin -el de la naranja exprimida por el imperialismo- es

conocido de todos.

 

En los meses posteriores a la firma del acuerdo, reinó el optimismo en el campo

de las fuerzas populares. Se desmantelaron reductos de lucha antifrancesa en el

sur del país y se esperó el cumplimiento de lo pactado. Pero pronto

comprendieron los patriotas que no habría elecciones a menos que los Estados

Unidos se sintieran capaces de imponer su voluntad en las urnas, cosa que no

podía ocurrir, aun utilizando todos los métodos de fraude de ellos conocidos.

 

Nuevamente se iniciaron las luchas en el sur del país y fueron adquiriendo mayor

intensidad hasta llegar al momento actual, en que el ejército norteamericano se

compone de casi medio millón de invasores, mientras las fuerzas títeres

disminuyen su número, y sobre todo, han perdido totalmente la combatividad.

 

Hace cerca de dos años que los norteamericanos comenzaron el bombardeo

sistemático de la República Democrática de Vietnam en un intento más de frenar

la combatividad del sur y obligar a una conferencia desde posiciones de fuerza.

Al principio, los bombardeos fueron más o menos aislados y se revestían de la

máscara de represalias por supuestas provocaciones del norte. Después

aumentaron en intensidad y método, hasta convertirse en una gigantesca batida

llevada a cabo por las unidades aéreas de los Estados Unidos, día a día, con el

propósito de destruir todo vestigio de civilización en la zona norte del país. Es un

episodio de la tristemente célebre escalada.

 

Las aspiraciones materiales del mundo yanqui se han cumplido en buena parte a

pesar de la denodada defensa de las unidades antiaéreas vietnamitas, de los más

de 1.700 aviones derribados y de la ayuda del campo socialista en material de

guerra.

 

Hay una penosa realidad: Vietnam, esa nación que representa las aspiraciones, las

esperanzas de victoria de todo un mundo preterido, está trágicamente solo. Ese

pueblo debe soportar los embates de la técnica norteamericana, casi a mansalva

en el sur, con algunas posibilidades de defensa en el norte, pero siempre solo. La

solidaridad del mundo progresista para con el pueblo de Vietnam semeja a la

amarga ironía que significaba para los gladiadores del circo romano el estímulo

de la plebe. No se trata de desear éxitos al agredido, sino de correr su misma

suerte; acompañarlo a la muerte o la victoria.

 

Cuando analizamos la soledad vietnamita nos asalta la angustia de este momento

ilógico de la humanidad. El imperialismo norteamericano es culpable de

agresión; sus crímenes son inmensos y repartidos por todo el orbe. ¡Ya lo

sabemos, señores! Pero también son culpables los que en el momento de

definición vacilaron en hacer de Vietnam parte inviolable del territorio

socialista, corriendo, sí, los riesgos de una guerra de alcance mundial, pero

también obligando a una decisión a los imperialistas norteamericanos. Y son

culpables los que mantienen una guerra de denuestos y zancadillas comenzada

hace ya buen tiempo por los representantes de las dos más grandes potencias del

campo socialista.

 

Preguntemos, para lograr una respuesta honrada: ¿Está o no aislado el Vietnam,

haciendo equilibrios peligrosos entre las dos potencias en pugna?

 

Y ¡qué grandeza la de ese pueblo! ¡Qué estoicismo y valor, el de ese pueblo! Y

qué lección para el mundo entraña esa lucha.

 

Hasta dentro de mucho tiempo no sabremos si el presidente Johnson pensaba en

serio iniciar algunas de las reformas necesarias a un pueblo -para limar aristas de

las contradicciones de clase que asoman con fuerza explosiva y cada vez más

frecuentemente. Lo cierto es que las mejoras anunciadas bajo el pomposo título

de lucha por la gran sociedad han caído en el sumidero de Vietnam.

 

El más grande de los poderes imperialistas siente en sus entrañas el

desangramiento provocado por un país pobre y atrasado y su fabulosa economía

se resiente del esfuerzo de guerra. Matar deja de ser el más cómodo negocio de

los monopolios. Armas de contención, y no en número suficiente, es todo lo que

tienen estos soldados maravillosos, además del amor a su patria, a su sociedad y

un valor a toda prueba. Pero el imperialismo se empantana en Vietnam, no halla

camino de salida y busca desesperadamente alguno que le permita sortear con

dignidad este peligroso trance en que se ve. Mas los «cuatro puntos» del norte y

«los cinco» del sur lo atenazan, haciendo aún más decidida la confrontación.

 

Todo parece indicar que la paz, esa paz precaria a la que se ha dado tal nombre,

sólo porque no se ha producido ninguna conflagración de carácter mundial, está

otra vez en peligro de romperse ante cualquier paso irreversible e inaceptable,

dado por los norteamericanos. Y, a nosotros, explotados del mundo, ¿cuál es el

papel que nos corresponde? Los pueblos de tres continentes observan y aprenden

su lección en Vietnam. Ya que, con la amenaza de guerra, los imperialistas

ejercen su chantaje sobre la humanidad, no temer la guerra, es la respuesta justa.

Atacar dura e ininterrumpidamente en cada punto de confrontación, debe ser la

táctica general de los pueblos.

 

Pero, en los lugares en que esta mísera paz que sufrimos no ha sido rota, ¿cuál

será nuestra tarea? Liberarnos a cualquier precio.

 

El panorama del mundo muestra una gran complejidad. La tarea de la liberación

espera aún a países de la vieja Europa, suficientemente desarrollados para sentir

todas las contradicciones del capitalismo, pero tan débiles que no pueden ya

seguir el rumbo del imperialismo o iniciar esa ruta. Allí las contradicciones

alcanzarán en los próximos años carácter explosivo, pero sus problemas y, por

ende, la solución de los mismos son diferentes a la de nuestros pueblos

dependientes y atrasados económicamente.

 

El campo fundamental de la explotación del imperialismo abarca los tres

continentes atrasados, América, Asia y Africa. Cada país tiene características

propias, pero los continentes, en su conjunto, también las presentan.

 

América constituye un conjunto más o menos homogéneo y en la casi totalidad

de su territorio los capitales monopolistas norteamericanos mantienen una

primacía absoluta. Los gobiernos títeres o, en el mejor de los casos, débiles y

medrosos, no pueden oponerse a las órdenes del amo yanqui. Los

norteamericanos han llegado casi al máximo de su dominación política y

económica, poco más podrían avanzar ya; cualquier cambio de la situación podría

convertirse en un retroceso en su primacía. Su política es mantener lo

conquistado. La línea de acción se reduce en el momento actual, al uso brutal de

la fuerza para impedir movimientos de liberación, de cualquier tipo que sean.

 

Bajo el slogan, «no permitiremos otra Cuba», se encubre la posibilidad de

agresiones a mansalva, como la perpretada contra Santo Domingo o,

anteriormente, la masacre de Panamá, y la clara advertencia de que las tropas

yanquis están dispuestas a intervenir en cualquier lugar de América donde el

orden establecido sea alterado, poniendo en peligro sus intereses. Es política

cuenta con una impunidad casi absoluta; la OEA es una máscara cómoda, por

desprestigiada que esté; la ONU es de una ineficiencia rayana en el ridículo o en

lo trágico, los ejércitos de todos los países de América están listos a intervenir

para aplastar a sus pueblos. Se ha formado, de hecho, la internacional del crimen

y la traición.

 

Por otra parte las burguesías autóctonas han perdido toda su capacidad de

oposición al imperialismo -si alguna vez la tuvieron- y sólo forman su furgón de

cola.

 

No hay más cambios que hacer; o revolución socialista o caricatura de

revolución.

 

Asia es un continente de características diferentes. Las luchas de liberación

contra una serie de poderes coloniales europeos, dieron por resultado el

establecimiento de gobiernos más o menos progresistas, cuya evolución

posterior ha sido, en algunos casos, de profundización de los objetivos primarios

de la liberación nacional y en otros de reversión hacia posiciones

proimperialistas.

 

Desde el punto de vista económico, Estados Unidos tenía poco que perder y

mucho que ganar en Asia. Los cambios le favorecen; se lucha por desplazar a

otros poderes neocoloniales, penetrar nuevas esferas de acción en el campo

económico, a veces directamente, otras utilizando al Japón.

 

Pero existen condiciones políticas especiales, sobre todo en la península

indochina, que le dan características de capital importancia al Asia y juegan un

papel importante en la estrategia militar global del imperialismo norteamericano.

Este ejerce un cerco a China a través de Corea del Sur, Japón, Taiwan, Vietnam

del Sur y Tailandia, por lo menos.

 

Esa doble situación: un interés estratégico tan importante como el cerco militar

a la República Popular China y la ambición de sus capitales por penetrar esos

grandes mercados que todavía no dominan, hacen que el Asia sea uno de los

lugares más explosivos del mundo actual, a pesar de la aparente estabilidad fuera

del área vietnamita.

 

Perteneciendo geográficamente a este continente, pero con sus propias

contradicciones, el Oriente Medio está en plena ebullición, sin que se pueda

prever hasta dónde llegará esa guerra fría entre Israel, respaldada por los

imperialistas, y los países progresistas de la zona. Es otro de los volcanes

amenazadores del mundo.

 

El Africa ofrece las características de ser un campo casi virgen para la invasión

neocolonial. Se han producido cambios que, en alguna medida, obligaron a los

poderes neocoloniales a ceder sus antiguas prerrogativas de carácter absoluto.

Pero, cuando los procesos se llevan a cabo ininterrumpidamente, al colonialismo

sucede, sin violencia, un neocolonialismo de iguales efectos en cuanto a la

dominación económica se refiere. Estados Unidos no tenía colonias en esta

región y ahora lucha por penetrar en los antiguos cotos cerrados de sus socios.

Se puede asegurar que Africa constituye, en los planes estratégicos del

imperialismo norteamericano, su reservorio a largo plazo; sus inversiones

actuales sólo tienen importancia en la Unión Sudafricana y comienza su

penetración en el Congo, Nigeria y otros países, donde se inicia una violenta

competencia (con carácter pacífico hasta ahora) con otros poderes imperialistas.

 

No tiene todavía grandes intereses que defender salvo su pretendido derecho a

intervenir en cada lugar del globo en que sus monopolios olfateen buenas

ganancias o la existencia de grandes reservas de materias primas. Todos estos

antecedentes hacen lícito el planteamiento interrogante sobre las posibilidades

de liberación de los pueblos a corto o mediano plazo.

 

Si analizamos el Africa veremos que se lucha con alguna intensidad en las

colonias portuguesas de Guinea, Mozambique y Angola, con particular éxito en

la primera y con éxito variable en las dos restantes. Que todavía se asiste a la

lucha entre los sucesores de Lumumba y los viejos cómplices de Tshombe en el

Congo, lucha que, en el momento actual, parece inclinarse a favor de los últimos,

los que han «pacificado» en su propio provecho una gran parte del país, aunque la

guerra se mantenga latente.

 

En Rhodesia el problema es diferente: el imperialismo británico utilizó todos

los mecanismos a su alcance para entregar el poder a la minoría blanca que lo

detenta actualmente. El conflicto, desde el punto de vista de Inglaterra, es

absolutamente antioficial, sólo que esta potencia, con su habitual habilidad

diplomática -también llamada hipocresía en buen romance- presenta una fachada

de disgustos ante las medidas tomadas por el gobierno de Ian Smith, y es apoyada

en su taimada actitud por algunos de los países del Commonwealth que la siguen,

y atacada por una buena parte de los países del Africa Negra, sean o no dóciles

vasallos económicos del imperialismo inglés.

 

En Rhodesia la situación puede tornarse sumamente explosiva si cristalizaran los

esfuerzos de los patriotas negros para alzarse en armas y este movimiento fuera

apoyado efectivamente por las naciones africanas vecinas. Pero por ahora todos

los problemas se ventilan en organismos tan inicuos como la ONU, el

Commonwealth o la OUA.

 

Sin embargo, la evolución política y social del Africa no hace prever una

situación revolucionaria continental. Las luchas de liberación contra los

portugueses deben terminar victoriosamente, pero Portugal no significa nada en

la nómina imperialista. Las confrontaciones de importancia revolucionaria son

las que ponen en jaque a todo el aparato imperialista, aunque no por eso dejemos

de luchar por la liberación de las tres colonias portuguesas y por la

profundización de sus revoluciones.

 

Cuando las masas negras de Sudáfrica o Rhodesia inicien su auténtica lucha

revolucionaria, se habrá iniciado una nueva época en el Africa. O, cuando las

masas empobrecidas de un país se lancen a rescatar su derecho a una vida digna,

de las manos de las oligarquías gobernantes.

 

Hasta ahora se suceden los golpes cuartelarios en que un grupo de oficiales

reemplaza a otro o a un gobernante que ya no sirva a sus intereses de casta y a los

de las potencias que los manejan solapadamente, pero no hay convulsiones

populares. En el Congo se dieron fugazmente estas características impulsadas

por el recuerdo de Lumumba, pero han ido perdiendo fuerza en los últimos

meses.

 

En Asia, como vimos, la situación es explosiva, y no son sólo Vietnam y Laos,

donde se lucha, los puntos de fricción. También lo es Cambodia, donde en

cualquier momento puede iniciarse la agresión directa norteamericana, Tailandia,

Malasia y, por supuesto, Indonesia, donde no podemos pensar que se haya dicho

la última palabra pese al aniquilamiento del Partido Comunista de ese país, al

ocupar el poder los reaccionarios. Y, por supuesto, el Oriente Medio.

 

En América Latina se lucha con las armas en la mano en Guatemala, Colombia,

Venezuela y Bolivia y despuntan ya los primeros brotes en Brasil. Hay otros

focos de resistencia que aparecen y se extinguen. Pero casi todos los países de

este continente están maduros para una lucha de tipo tal, que para resultar

triunfante, no puede conformarse con menos que la instauración de un gobierno

de corte socialista.

 

En este continente se habla prácticamente una lengua, salvo el caso excepcional

del Brasil, con cuyo pueblo los de habla hispana pueden entenderse, dada la

similitud de ambos idiomas. Hay una identidad tan grande entre las clases de

estos países que logran una identificación de tipo «internacional americano»,

mucho más completa que en otros continentes. Lengua, costumbres, religión,

amo común, los unen. El grado y las formas de explotación son similares en sus

efectos para explotadores y explotados de una buena parte de los países de

nuestra América. Y la rebelión está madurando aceleradamente en ella.

 

Podemos preguntarnos: esta rebelión, ¿cómo fructificará?; ¿de qué tipo será?

Hemos sostenido desde hace tiempo, que dadas sus características similares, la

lucha en América adquirirá, en su momento, dimensiones continentales. Será

escenario de muchas grandes batallas dadas por la humanidad para su liberación.

 

En el marco de esa lucha de alcance continental, las que actualmente se

sostienen en forma activa son sólo episodios, pero ya han dado los mártires que

figurarán en la historia americana como entregando su cuota de sangre necesaria

en esta última etapa de la lucha por la libertad plena del hombre. Allí figurarán

los nombres del comandante Turcios Lima, del cura Camilo Torres, del

comandante Fabricio Ojeda, de los comandantes Lobatón y Luis de la Puente

Uceda, figuras principalísimas en los movimientos revolucionarios de

Guatemala, Colombia, Venezuela y Perú.

 

Pero la movilización activa del pueblo crea sus nuevos dirigentes: César Montes

y Yon Sosa levantan la bandera en Guatemala, Fabio Vázquez y Marulanda lo

hacen en Colombia, Douglas Bravo en el occidente del país y Américo Martín en

El Bachiller, dirigen sus respectivos frentes en Venezuela.

 

Nuevos brotes de guerra surgirán en estos y otros países americanos, como ya ha

ocurrido en Bolivia, e irán creciendo, con todas las vicisitudes que entraña este

peligroso oficio de revolucionario moderno. Muchos morirán víctimas de sus

errores, otros caerán en el duro combate que se avecina; nuevos luchadores y

nuevos dirigentes surgirán al calor de la lucha revolucionaria. El pueblo irá

formando sus combatientes y sus conductores en el marco selectivo de la guerra

misma, y los agentes yanquis de represión aumentarán. Hoy hay asesores en

todos los países donde la lucha armada se mantiene y el ejército peruano realizó,

al parecer, una exitosa batida contra los revolucionarios de ese país, también

asesorado y entrenado por los yanquis. Pero si los focos de guerra se llevan con

suficiente destreza política y militar, se harán prácticamente imbatibles y

exigirán nuevos envíos de los yanquis. En el propio Perú, con tenacidad y

firmeza, nuevas figuras aún no completamente conocidas, reorganizan la lucha

guerrillera. Poco a poco, las armas obsoletas que bastan para la represión de

pequeñas bandas armadas, irán convirtiéndose en armas modernas y los grupos de

asesores en combatientes norteamericanos, hasta que, en un momento dado, se

vean obligados a enviar cantidades crecientes de tropas regulares para asegurar la

relativa estabilidad de un poder cuyo ejército nacional títere se desintegra ante

los combates de las guerrillas. Es el camino de Vietnam; es el camino que deben

seguir los pueblos; es el camino que seguirá América, con la característica

especial de que los grupos en armas pudieran formar algo así como Juntas de

Coordinación para hacer más difícil la tarea represiva del imperialismo yanqui y

facilitar la propia causa.

 

América, continente olvidado por las últimas luchas políticas de liberación, que

empieza a hacerse sentir a través de la Tricontinental en la voz de la vanguardia de

sus pueblos, que es la Revolución cubana, tendrá una tarea de mucho mayor

relieve: la de la creación del segundo o tercer Vietnam o del segundo y tercer

Vietnam del mundo.

 

En definitiva, hay que tener en cuenta que el imperialismo es un sistema mundial,

última etapa del capitalismo, y que hay que batirlo en una gran confrontación

mundial. La finalidad estratégica de esa lucha debe ser la destrucción del

imperialismo. La participación que nos toca a nosotros, los explotados y

atrasados del mundo, es la de eliminar las bases de sustentación del

imperialismo: nuestros pueblos oprimidos, de donde extraen capitales, materias

primas, técnicos y obreros baratos y a donde exportan nuevos capitales

-instrumentos de dominación-, armas y toda clase de artículos, sumiéndonos en

una dependencia absoluta. El elemento fundamental de esa finalidad estratégica

será, entonces, la liberación real de los pueblos; liberación que se producirá, a

través de lucha armada, en la mayoría de los casos, y que tendrá, en América, casi

indefectiblemente, la propiedad de convertirse en una revolución socialista.

 

Al enfocar la destrucción del imperialismo, hay que identificar a su cabeza, la

que no es otra que los Estados Unidos de Norteamérica.

 

Debemos realizar una tarea de tipo general que tenga como finalidad táctica sacar

al enemigo de su ambiente obligándolo a luchar en lugares donde sus hábitos de

vida choquen con la realidad imperante. No se debe despreciar al adversario; el

soldado norteamericano tiene capacidad técnica y está respaldado por medios de

tal magnitud que lo hacen temible. Le falta esencialmente la motivación

ideológica, que tienen en grado sumo sus más enconados rivales de hoy: los

soldados vietnamitas. Solamente podremos triunfar sobre ese ejército en la

medida en que logremos minar su moral. Y ésta se mina infligiéndole derrotas y

ocasionándole sufrimientos repetidos.

 

Pero este pequeño esquema de victorias encierra dentro de sí sacrificios

inmensos de los pueblos, sacrificios que debe exigirse desde hoy, a la luz del día,

y que quizás sean menos dolorosos que los que debieron soportar si

rehuyéramos constantemente el combate, para tratar de que otros sean los que

nos saquen las castañas del fuego.

 

Claro que, el último país en liberarse, muy probablemente lo hará sin lucha

armada, y los sufrimientos de una guerra larga y tan cruel como la que hacen los

imperialistas, se le ahorrarán a ese pueblo. Pero tal vez sea imposible eludir esa

lucha o sus efectos, en una contienda de carácter mundial y se sufra igual o más

aún. No podemos predecir el futuro, pero jamás debemos ceder a la tentación

claudicante de ser los abanderados de un pueblo que anhela su libertad, pero

reniega de la lucha que ésta conlleva y la espera como un mendrugo de victoria.

 

Es absolutamente justo evitar todo sacrificio inútil. Por eso es tan importante el

esclarecimiento de las posibilidades efectivas que tiene la América dependiente

de liberarse en formas pacíficas. Para nosotros está clara la solución de este

interrogante; podrá ser o no el momento actual el indicado para iniciar la lucha,

pero no podemos hacernos ninguna ilusión, ni tenemos derecho a ello de lograr

la libertad sin combatir. Y los combates no serán meras luchas callejeras de

piedras contra gases lacrimógenos, ni de huelgas generales pacíficas; ni será la

lucha de un pueblo enfurecido que destruya en dos o tres días el andamiaje

represivo de las oligarquías gobernantes; será una lucha larga, cruenta, donde su

frente estará en los refugios guerrilleros, en las ciudades, en las casas de los

combatientes -donde la represión irá buscando víctimas fáciles entre sus

familiares- en la población campesina masacrada, en las aldeas o ciudades

destruidas por el bombardeo enemigo.

 

Nos empujan a esa lucha; no hay más remedio que prepararla y decidirse a

emprenderla.

 

Los comienzos no serán fáciles; serán sumamente difíciles. Toda la capacidad de

represión, toda la capacidad de brutalidad y demagogia de las oligarquías se

pondrá al servicio de su causa. Nuestra misión, en la primera hora, es sobrevivir,

después actuará el ejemplo perenne de la guerrilla realizando la propaganda

armada en la acepción vietnamita de la frase, vale decir, la propaganda de los

tiros, de los combates que se ganan o se pierden, pero se dan, contra los

enemigos.

 

La gran enseñanza de la invencibilidad de la guerrilla prendiendo en las masas de

los desposeídos. La galvanización del espíritu nacional, la preparación para tareas

más duras, para resistir represiones más violentas.

 

El odio como factor de lucha; el odio intransigente al enemigo, que impulsa más

allá de las limitaciones naturales del ser humano y lo convierte en una efectiva,

violenta, selectiva y fría máquina de matar. Nuestros soldados tienen que ser así;

un pueblo sin odio no puede triunfar sobre un enemigo brutal.

 

Hay que llevar la guerra hasta donde el enemigo la lleve: a su casa, a sus lugares

de diversión; hacerla total. Hay que impedirle tener un minuto de tranquilidad, un

minuto de sosiego fuera de sus cuarteles, y aun dentro de los mismos: atacarlo

dondequiera que se encuentre; hacerlo sentir una fiera acosada por cada lugar que

transite. Entonces su moral irá decayendo.

 

Se hará más bestial todavía, pero se notarán los signos del decaimiento que

asoma.

 

Y que se desarrolle un verdadero internacionalismo proletario; con ejércitos

proletarios internacionales, donde la bandera bajo la que se luche sea la causa

sagrada de la redención de la humanidad, de tal modo que morir bajo las enseñas

de Vietnam, de Venezuela, de Guatemala, de Laos, de Guinea, de Colombia, de

Bolivia, de Brasil, para citar sólo los escenarios actuales de la lucha armada sea

igualmente glorioso y apetecible para un americano, un asiático, un africano y,

aun, un europeo.

 

Cada gota de sangre derramada en un territorio bajo cuya bandera no se ha

nacido, es experiencia que recoge quien sobrevive para aplicarla luego en la

lucha por la liberación de su lugar de origen. Y cada pueblo que se libere, es una

fase de la batalla por la liberación del propio pueblo que se ha ganado.

 

Es la hora de atemperar nuestras discrepancias y ponerlo todo al servicio de la

lucha.

 

Que agitan grandes controversias al mundo que lucha por la libertad, lo sabemos

todos y no lo podemos esconder. Que han adquirido un carácter y una agudeza

tales que luce sumamente difícil, si no imposible, el diálogo y la conciliación,

también lo sabemos. Buscar métodos para iniciar un diálogo que los

contendientes rehuyen es una tarea inútil. Pero el enemigo está allí, golpea todos

los días y amenaza con nuevos golpes y esos golpes nos unirán, hoy, mañana o

pasado. Quienes antes lo capten y se preparen a esa unión necesaria tendrán el

reconocimiento de los pueblos.

 

Dadas las virulencias e intransigencias con que se defiende cada causa, nosotros,

los desposeídos, no podemos tomar partido por una u otra forma de manifestar

las discrepancias, aun cuando coincidamos a veces con algunos planteamientos

de una u otra parte, o en mayor medida con los de una parte que con los de la

otra. En el momento de la lucha, la forma en que se hacen visibles las actuales

diferencias constituyen una debilidad; pero en el estado en que se encuentran,

querer arreglarlas mediante palabras es una ilusión. La historia las irá borrando o

dándoles su verdadera explicación.

 

En nuestro mundo en lucha, todo lo que sea discrepancia en torno a la táctica,

método de acción para la consecución de objetivos limitados, debe analizarse

con el respeto que merecen las apreciaciones ajenas. En cuanto al gran objetivo

estratégico, la destrucción total del imperialismo por medio de la lucha,

debemos ser intransigentes.

 

Sinteticemos así nuestras aspiraciones de victoria: destrucción del imperialismo

mediante la eliminación de su baluarte más fuerte: el dominio imperialista de los

Estados Unidos de Norteamérica. Tomar como función táctica la liberación

gradual de los pueblos, uno a uno o por grupos, llevando al enemigo a una lucha

difícil fuera de su terreno; liquidándole sus bases de sustentación, que son

territorios dependientes.

 

Eso significa una guerra larga. Y, lo repetimos una vez más, una guerra cruel. Que

nadie se engañe cuando la vaya a iniciar y que nadie vacile en iniciarla por temor

a los resultados que pueda traer para su pueblo. Es casi la única esperanza de

victoria.

 

No podemos eludir el llamado de la hora. Nos lo enseña Vietnam con su

permanente lección de heroísmo, su trágica y cotidiana lección de lucha y de

muerte para lograr la victoria final.

 

Allí, los soldados del imperialismo encuentran la incomodidad de quien,

acostumbrado al nivel de vida que ostenta la nación norteamericana, tiene que

enfrentarse con la tierra hostil; la inseguridad de quien no puede moverse sin

sentir que pisa territorio enemigo; la muerte a los que avanzan más allá de sus

reductos fortificados, la hostilidad permanente de toda la población. Todo eso va

provocando la repercusión interior en los Estados Unidos; va haciendo surgir un

factor atenuado por el imperialismo en pleno vigor, la lucha de clases aun dentro

de su propio territorio.

 

¡Cómo podríamos mirar el futuro de luminoso y cercano, si dos, tres, muchos

Vietnam florecieran en la superficie del globo, con su cuota de muerte y sus

tragedias inmensas, con su heroísmo cotidiano, con sus golpes repetidos al

imperialismo, con la obligación que entraña para éste de dispersar sus fuerzas,

bajo el embate del odio creciente de los pueblos del mundo!

 

Y si todos fuéramos capaces de unirnos, para que nuestros golpes fueran más

sólidos y certeros, para que la ayuda de todo tipo a los pueblos en lucha fuera aún

más efectiva, ¡qué grande sería el futuro, y qué cercano!

 

Si a nosotros, los que en un pequeño punto del mapa del mundo cumplimos el

deber que preconizamos y ponemos a disposición de la lucha este poco que nos

es permitido dar: nuestras vidas, nuestro sacrificio, nos toca alguno de estos días

lanzar el último suspiro sobre cualquier tierra, ya nuestra, regada con nuestra

sangre, sépase que hemos medido el alcance de nuestros actos y que no nos

consideramos nada más que elementos en el gran ejército del proletariado, pero

nos sentimos orgullosos de haber aprendido de la Revolución cubana y de su gran

dirigente máximo la gran lección que emana de su actitud en esta parte del

mundo: «qué importan los peligros o sacrificios de un hombre o de un pueblo,

cuando está en juego el destino de la humanidad.»

 

Toda nuestra acción es un grito de guerra contra el imperialismo y un clamor por

la unidad de los pueblos contra el gran enemigo del género humano: los Estados

Unidos de Norteamérica. En cualquier lugar que nos sorprenda la muerte,

bienvenida sea, siempre que ése, nuestro grito de guerra, haya llegado hasta un

oído receptivo y otra mano se tienda para empuñar nuestras armas, y otros

hombres se apresten a entonar los cantos luctuosos con tableteo de

ametralladoras y nuevos gritos de guerra y de victoria.