Hay
que sacar al INDEC de los vaivenes políticos
En
ningún país del Primer Mundo podrían ocurrir los
debates que se dan en el nuestro sobre la confiabilidad de las encuestas.
En
nuestro país, los gobiernos de turno gozan y han gozado del raro
privilegio de controlar la producción de las estadísticas
con las que será evaluado el éxito o el fracaso de su propia
gestión. Cuestión política que, en algún momento,
será preciso abordar.
Un
sistema confiable de estadísticas públicas constituye una
pieza esencial en el funcionamiento de las sociedades modernas. Sin ellas,
los gobiernos no tendrían criterios para determinar sus políticas
públicas; los científicos sociales no dispondrían
de un insumo esencial para elaborar diagnósticos válidos;
los organismos internacionales dejarían al país fuera de
los estudios comparativos a nivel mundial; los inversores extranjeros
se alejarían por carecer de diagnósticos para tomar decisiones;
etc.
De
acuerdo al organigrama del Poder Ejecutivo, el INDEC es el responsable
de la organización y actualización del Sistema Estadístico
Nacional (SEN). Fue creado en 1968 por Ley 17.622, situándolo bajo
la dependencia del entonces llamado Consejo Nacional de Desarrollo. Posteriormente,
sufrió diversas vicisitudes, pasando alternativamente de la Secretaría
General de la Presidencia al Ministerio de Economía. En la actualidad
está en la órbita de la Secretaría de Programación,
dentro del Ministerio de Economía, organismo que nombra discrecionalmente
a su director.
La
principal condición de existencia del SEN es la confianza que deposite
la ciudadanía en el organismo responsable del mismo: a) confianza
en su rol de custodio del secreto de la identidad del informante; b) confianza
en su idoneidad técnica para transformar los datos que recoge en
índices válidos; c) confianza en su fiabilidad ética
para publicar sin adulteración los resultados obtenidos. Si se
erosiona esta confianza, se atenta gravemente contra su desempeño:
los ciudadanos pueden negarse a llenar un registro; o, si se los obliga
por ley, pueden falsear sus declaraciones.
En
los últimos meses, desde el propio Ministerio de Economía
se ha cuestionado reiteradamente la validez de los índices de incidencia
de la pobreza publicados por el INDEC. Implícitamente, estas críticas
ponen en tela de juicio la idoneidad técnica del instituto y su
fiabilidad ética. Asusta el carácter coyuntural de tales
cuestionamientos, y el menosprecio y ligereza con que erosionan la confianza
ciudadana.
Asusta
también la superficialidad de esa crítica: la medición
de la incidencia de la pobreza a partir de la construcción de canastas
normativas de consumo a las que se les asignan precios (sean precios promedio
o precios mínimos) involucra la adopción de determinados
supuestos (imposibles de tratar aquí por su carácter técnico)
tanto o más sesgantes que el tipo de precios utilizados, lo que
torna ilusoria la idea de obtener cifras absolutamente precisas sobre
ese particular.
Por
otra parte, esta discusión entre secciones de un mismo ministerio
involucra también las estadísticas sobre el mercado de trabajo,
los salarios, el índice de precios al consumidor y la distribución
del ingreso, por no citar sino las directamente utilizadas en la medición
de la incidencia de la pobreza. El manto de desconfianza ciudadana puede
extenderse pues a toda esta gama de indicadores.
Cabe
recordar que, en la década del 90, también se suscitó
una polémica —referida entonces al volumen de la desocupación—
inducida por dichos del propio ex presidente de la Nación, tildando
de "algo mentirosos los índices del INDEC" por no reflejar
la "salud de la economía". Por ese entonces, varios economistas
cuestionaron la fiabilidad de otras estadísticas oficiales (creación
de puestos de trabajo, producción industrial, crecimiento del PBI),
y se llegó incluso a mencionar la posibilidad de disolver el INDEC
y contratar consultoras privadas para que elaboraran las estadísticas
públicas.
Esta
polémica revistió múltiples aristas de las cuales,
por su actualidad, recordaremos aquí sólo dos. En primer
término, la idea de que consultoras privadas podrían producir
las estadísticas oficiales revela una ignorancia supina acerca
de las portentosas dificultades legales, institucionales, técnicas,
operativas y financieras que supone el mantenimiento del SEN. Tal desatino
sólo puede emerger en mentes de razón obnubilada por la
ideología privatizadora.
En
segundo lugar, el nudo del problema residía —antes como ahora—
en la dependencia política del INDEC respecto al Poder Ejecutivo.
En
los países del Primer Mundo (Alemania, Francia, Italia), los institutos
de estadística son órganos absolutamente independientes
del poder político y, por ley, integran sus consejos de Administración
con representantes, no sólo de entes públicos nacionales
y regionales (como es el caso del INDEC), sino también con delegados
de organismos no gubernamentales (cámaras empresarias, centrales
sindicales, entidades de investigación científica, universidades,
medios de comunicación, etc.) elegidos sin ninguna injerencia gubernamental.
Los funcionarios de dichos institutos (incluido su director) son elegidos
por concurso y gozan de estabilidad en el empleo. En esos países,
serían impensables discusiones como las que tienen lugar entre
nosotros.
Para
salir de esta situación, es absolutamente prioritario sustraer
al INDEC de los vaivenes de la política contingente, situándolo
más allá de toda sospecha. Para ello, la mejor solución
sería concederle, por ley, autarquía financiera y autonomía
funcional, tomando ejemplo de los países más adelantados.
Su control quedaría en manos de la ciudadanía, a través
de sus representantes en el Consejo de Administración y en el Parlamento.
Sólo
se necesita un consenso básico: que cuando el Partido Justicialista
ocupa el Poder Ejecutivo llegue a un acuerdo con su oposición en
el Poder Legislativo; que cuando esta última domina el Ejecutivo
haga lo propio con el Partido Justicialista en el Parlamento. Desde la
recuperación de la democracia, todas las iniciativas tendientes
a independizar el INDEC fracasaron por este versátil desacuerdo.
La información es poder.
Por Susana Torrado. SOCIOLOGA, DOCENTE DE LA UBA, INVESTIGADORA DEL CONICET,
Clarin, 10 de agosto de 2004. |