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Pensaba
en la infausta mujer, la legítima, despojada de marido y bienes gananciales.
Con todo placer la pondría al tanto y la ayudaría a deshacerse de la rubia,
como sea, ahogarla en la bañadera o estrangularla. Pero debía escuchar
y callar, guardarse la evidencia de tanta infamia. Cuántas esposas, madres
de familia, eran víctimas de estas mujeres y las últimas en enterarse.
Afortunadamente, no figuraba en esa lista, a fin de mes Tomás le entregaba
íntegro el sobre con la liquidación, sabía el destino de cada centavo.
-Puede
cambiarse, lo retira el martes -dijo apartando la pesada cortina de pana.
Reparó en su tono, poco gentil.
Aunque
bien llevados, Adela había pasado holgadamente los cuarenta. Cumplía bodas
de plata con la rutina, veinticinco años de eterna sonrisa y paciencia
a toda prueba, un estudiado savoir faire que esa tarde parecía incapaz
de poner en práctica.
Pero no era sólo el hastío, otro motivo se sumaba a explicar su intolerancia.
Desde hacía un tiempo venían faltando de su casa efectos personales, algunos
cosméticos y prendas íntimas. Al principio se había resistido a sospechar
de Ruper, le parecía imposible que, al cabo de tantos años de lealtad,
se dedicara al hurto.
-Qué
haría yo con un corpiño suyo -dijo ofendida. Nada en realidad, Ruper la
superaba lejos en contorno.
Lo
que menos quería era cometer una injusticia, pero las cosas seguían sin
aparecer. A pedido expreso de Tomás, accedió a buscar en otros sitios
que no fueran los habituales. Le parecía improbable, pero Tomás tenía
experiencia en el banco, cuántas veces por un error involuntario el arqueo
de la caja no cerraba. Antes de señalar a un culpable, debía asegurarse.
Sin
resultados, dio vuelta la casa, vació cajones y placares, revisó valijas
y bultos de ropa vieja. No le quedaba mucho para pensar, la responsabilidad
recaía indefectiblemente en Ruper que en castigo por tanta injusticia,
le auguró mil y una calamidades y se fue llorando a moco tendido.
Antes
de emplear una sustituta, hizo un minucioso inventario de sus pertenencias.
En menos de una semana notó la falta de las sandalias negras, las de charol,
las últimas que había comprado. La pobre infeliz negaba con vehemencia,
ni las había visto. De todos modos no se demoró en despedirla ni lo consultó
con Tomás. Al enterarse, la convencía de su desvarío, es el agotamiento
Adela, te olvidás dónde dejás las cosas.
No saber si Tomás estaba en lo cierto y el cansancio la trastornaba o
si efectivamente Ruper y esa pobrecita eran las responsables, la tenía
fuera de control.
Problemas personales, de la puerta para afuera, le advirtieron en la tienda.
No podía disimular, se irritaba por nimiedades, de alguna forma tenía
que resolverlo. Decidió prescindir de una nueva empleada, aunque trabajara
por partida doble.
Días más tarde, la encargada atendió su pedido, por antigüedad y presentismo
no pudo negarle una licencia. Su camisa de seda, la mejor que tenía, había
desaparecido. No quedaba nadie a quién inculpar. A no ser que diera crédito
a la hipótesis de Tomás, se trataba de un verdadero misterio. Pero no
tardó en reaccionar, en darse cuenta que la explicación siempre estuvo
a su alcance. Tantos años de alternar con esas inescrupulosas, de escuchar
sus ardides y nefastos objetivos, no habían sido para nada, reconocía
claramente el accionar de la mafia. Ahora tocaba a su puerta, pero le
había llegado el turno de perder. A diferencia de otras víctimas, no la
tomaban desprevenida. Podría identificar fácilmente a esas grandes consumidoras
de yoghurt y centella asiática que pululaban en los gimnasios, y conocía
al dedillo su modus operandi.
Tenían
en la mira a los casados, los más incautos, presas fáciles en sus redes
de seducción. Y sin duda sabían elegir, Tomás era el candidato perfecto,
cajero de banco, aspecto frágil y mirada inofensiva, un blanco ideal para
sus fines. Cumplía además una religiosa rutina, del trabajo al hogar todos
los días salvo los jueves, a la salida se reunía con sus compañeros del
banco. Ella misma lo había incentivado, Tomás debía superar esa forma
tímida y apocada que movía siempre a la burla. Nadie más apropiado para
los oscuros propósitos de la mafia. Las conocía demasiado, primero se
exhiben como un postre suculento y luego negocian las porciones. ¿Qué
podría ofrecer Tomás a cambio? Nada que no fuera todo aquello que le había
sustraído, de lo mejor, claro, perfume francés, corpiño de encaje y aros
de perlas. Y agotadas sus pertenencias, la única salida posible sería
defraudar al banco. Estaba dispuesta a todo con tal de impedirlo.
Ese
jueves, rondando las seis, en la esquina de San Martín y Cangallo, Adela
aguardaba la salida de Tomás con un gran pañuelo en la cabeza y gafas
oscuras.
Un
ejército de traje y corbata se hizo a la calle, remontó la corriente que
la arrastraba hacia el bajo y se apostó frente a la entrada del banco.
Una ubicación ideal, calle de por medio podía ver al personal en orden
de salida. Tomás estaría entre los últimos, necesitaba su tiempo. Algunas
caras le eran familiares, el de saco al hombro era el oficial de créditos,
más atrás salía el contador. Saludaban al de seguridad, a ése lo conocía
bien, ningún trasero de mujer se le pasaba por alto. Debía ser cuidadosa,
cualquiera podría reconocerla.
La
calle había retomado su ritmo normal. De Tomás no había indicios, salvo
que trabajara horas extras, se le había escabullido en el tumulto. Sin
embargo no terminaba de convencerse, se resistía a postergar sus planes.
Después
de un largo tiempo sin que saliera nadie más, entre las sombras del pasillo
apareció una mujer, una rubia despampanante que a paso corto se acercaba
al umbral. Adela tuvo que ahogar un grito de espanto y consternación,
la rubia llevaba puesta su camisa de seda y las sandalias de charol. No
era fácil ver al enemigo enfundado en sus ropas. Instintivamente deslizó
la mano en el bolso, palpó las cachas y destrabó la Beretta, un legado
paterno por si alguna vez llegaba a necesitarla. Su padre siempre fue
un visionario.
La
rubia tomó hacia Corrientes. Caminaba rígida, en trabajoso equilibrio
sobre las sandalias que le amordazaban los pies. Cada tanto trastabillaba,
volvía a asegurar su carterita bajo el brazo y retomaba su compostura.
Adela la seguía tan de cerca que podía oler su perfume, su preciado extracto
de violetas. Se terminaron tus andanzas, dijo entre dientes y apretó el
gatillo, dos veces para rematar, por la espalda y al corazón como se devuelven
las traiciones. Un enjambre de curiosos rodeó el cuerpo de la rubia. Adela
había desanudado su pañuelo, guardado las gafas y doblaba la esquina cuando
pudieron reaccionar.
En
su casa, aderezaba el plato preferido de Tomás. Lo imaginaba al recibir
la noticia, pálido como el papel. Lo veía en el subte de regreso, absorto,
tratando de explicarse lo inexplicable. De todo eso no quedaría nada más
que un mal recuerdo, lo había librado de una verdadera emboscada, era
lo único importante. No podía demorar, llegaría de un momento a otro a
reanudar la vida de siempre, sin explicaciones ni disculpas. Pensar que
tan injustamente había culpado a Ruper, podría rogarle que volviese, cualquiera
se puede equivocar.
La
espera fue larga, interminable, hasta el amanecer del otro día. En la morgue
tuvo que reconocer el cuerpo, adivinar las facciones bajo la espesa capa de
maquillaje. A la salida le devolvieron sus efectos personales, la camisa de
seda, las sandalias de charol y un conjunto de prendas íntimas. Se tomó una
licencia por viudez, le correspondía, pero además hubiera sido incapaz de
soportar el bochorno, al menos hasta que se olvidara el caso
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