|
Una
cuestión de perspectiva
Por Raquel
Heffes
Concluida
mi obra la cambié varias veces de lugar, hice jugar la luz desde diferentes
ángulos sobre ella, la miré por el espejo -siempre me atrajeron la imágenes
que devuelve en un pase casi mágico desde su impensable mundo simétrico- y
no conforme me propuse recrear la sensación de verla por primera vez. Salí
de la habitación para establecer una distancia efectiva. Una hora después,
de tenerla alejada de mis ojos me preguntabaplantié si el reencuentro debería
ser de improviso o de a poco, abriendo lentamente la puerta. Tal vez por un
inconfesado masoquismo preferí la segunda opción. A una leve presión de mi
mano su figura iba apareciendo barrida por el canto, primero vi sus pies en
acto de abandono, luego en el mismo meridiano los muslos, las caderas y los
senos, enseguida la cabeza reclinada, a continuación un hombro dramáticamente
impulsado hacia arriba, y por último los dedos de una mano.
Magnífica
mujer, había logrado dibujarla con hiperrealismo, los poros de la piel, el
vello uno a uno y hasta el himen para que estuviera completa. Sin embargo
asaltado por la duda decidí observarla minuciosamente, asegurarme de no haber
omitido ningún detalle. Ángulo, ése era el parámetro que me interesaba. La
fui rotando de pared, variando sucesivamente la altura sin que ninguna de
las alternativas me pareciese óptima hasta que finalmente la ubiqué en el
techo. En decúbito sobre un colchón, la examinaba sin descanso. Por las noches,
los faros de los autos deslizaban sobre ella franjas de luz y sombra, le vendaban
los ojos y resaltaban sus pezones como dos escarapelas, le iluminaban la boca
y le ocultaban el pubis en la sombra, un rompecabezas que nunca acababa de
completarse. Con las primeras claridades parecía distante, pero a la luz franca
de la mañana se restablecía el espacio real entre los dos.
Al cabo de
un tiempo de obstinada contemplación, advertí con asombro un leve descentrado.
Lo adjudiqué a una cuestión de perspectiva que en vano intenté corregir alineando
el colchón. Inexplicablemente se había desplazado. El problema se fue acentuando
con el correr de las horas hasta que no pude detener su incansable peregrinar
por la hoja, imprevistamente cambiaba de lugar, tanto se aproximaba a los
bordes como se arrinconaba en las esquinas, abajo o arriba, derecha o izquierda,
ni siquiera mantenía un orden lógico. Es un capricho, me dije sonriente y
decidí no darle importancia hasta que en medio de mi estupor, en una de sus
arremetidas, llegó a trasponer la hoja y estuvo a punto de desaparecer
Tenía que
detenerla, limitar su desquiciado desborde. Un marco, cómo no me había dado
cuenta antes, necesitaba un marco, era tan obvio que no me podía perdonar
la omisión, una joya se guarda en un cofre, una mascota en su jaula, un cuadro
se enmarca. Enfrascado en la construcción, atento a la precisa cuadratura
de los ángulos, ni llegué a sospechar que al final de la tarea encontraría
la hoja en blanco, sin un trazo de carbonilla ni una sombra que delatara su
presencia. Por un momento creí comprender su juego, con pasmosa incredulidad
simulé dormir en la seguridad de volverla a ver al abrir los ojos pero enseguida
pude comprobar que no jugaba, efectivamente había desaparecido. Después de
cuarenta y ocho horas de infructuosa espera me encontraba en la comisaría
de la zona haciendo la denuncia.
Me esforcé
especialmente en demostrar mi relación con la desaparecida ya que no nos unían
lazos de consanguinidad ni teníamos ningún vínculo legalmente reconocido Es
mi obra, le dije. Pero lo que para mí era un argumento contundente para el
oficial resultaba irrelevante. Opinó compadecido que las mujeres son todas
iguales y continuó con la denuncia. Escribía a máquina con suma habilidad,
tecleando con dos dedos. -¿Nombre de la persona desaparecida? -preguntó. -No
tiene... -Anónima. ¿Señas particulares? -Algo más que dos dedos de frente
-¿En serio? Regresé con el temor a enfrentarme al vacío de mi hoja, no mirar
me otorgaba el beneficio de la duda pero comprobada su ausencia no me quedaría
ni siquiera la esperanza. No estaba preparado para saber, salí a caminar atesorando
mi duda, fluctuando entre la euforia de un posible regreso y la congoja de
imaginar la hoja en blanco. Me angustiaba no poder manejar con cierta lógica
las posibilidades de su paradero. "Vaya tranquilo, cualquier novedad se la
comunico de inmediato", me había dicho el oficial inspector palmeándome levemente
el hombro. Esa tarde creí adivinarla en todas partes. Tuve el impulso de correr
para cerciorarme, de lejos la florista de la esquina parecía su carnadura,
la misma nuca, los mismos mechones inconsistentes.
Volví decidido
a enfrentar la realidad. Levanté la vista y volví a verla perfectamente centrada
en su lugar de privilegio. Turbado por la emoción tardé en darme cuenta que
ya no era la misma. Su cabello suelto y alborotado le caía rozándolerozaba
los hombros y un desafiante mechón le tapaba se lehabía deslizado haun ojo,
poco se parecía a la mujer que había creado, tenía pinta de bataclana. Había
perdido la dignidad de su traza por la descabellada idea de trasponer los
límites y alejarse de mi amorosa custodia. Lo lamenté por ella, se perdería
irremisiblemente en un contorno indefinido. Sin mí, nunca sería más que un
garabato. Comprendí que nuestra relación había cambiado. Otra vez una cuestión
de perspectiva me llevó a bajarla del techo y retomar la vertical, su desparpajo
me obligaba a guardar una conveniente distancia. La puse en su lugar, en el
que le correspondía, colgada de la pared como cualquier lámina. Finalmente
no era nada más que eso, un trazo de carbonilla. Abrí de par en par la ventana
decidido a atender mis compromisos tanto tiempo postergados. A plena luz del
día el ambiente era notablemente vulgar. Levanté el colchón, ordené los lápices
desparramados sobre la mesa de trabajo y barrí prolijamente. En mi incesante
ir y venir acomodando cosas volví a verla. Clavada a la pared con una tachuela
era un dibujo más entre los tantos que había hecho. Acomodé el atril, fijé
una hoja al tablero y me puse a trabajar.
|