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Jardines
de Epicuro
Por
Raquel Heffes
Desde el ventanal
del living dominaba el paisaje, los espacios verdes del country, al fondo
la cancha de golf y las caballerizas, a su derecha el complejo deportivo y
el bosque de álamos plateados. Damián Sopeña había elegido esa casa por la
espléndida vista, era un amante de la naturaleza disciplinada, las plantas
bien podadas, los canteros de flores selectas y el verde inmaculado de los
jardines, su deleite era arrellanarse en el sofá entregado a la contemplación.
No pedía otra cosa de la vida, aspiraba sólo a ese diario placer que sin embargo
no alcanzaba a completar. Un detalle de mal gusto entorpecía su visual como
una basurita en el ojo.
A su izquierda,
fuera de los límites del country, esa desagradable presencia constituía una
afrenta a su sentido estético. Con gran incomodidad, al principio rehuía mirar
hacia la izquierda pero agotado por el control, intentó sin éxito sacar la
imagen de su vista. Pegado prolijamente al ventanal, el parche llegaba a taparla,
pero al menor desplazamiento volvía a hacerse visible. Ofuscado, Damián Sopeña
se lamentaba del precio desmedido pagado por la casa, sólo por otogarse un
placer que ahora resultaba incompleto. No acostumbraba a dejarse estafar,
exigía recibir en relación al precio. ¿Intendende?, haga desaparecer ese espectáculo
de la izquierda; no sé cómo, usted sabrá. A la semana, un muro alto reemplazaba
al alambrado. No era exactamente lo que hubiera deseado, prefería las soluciones
radicales, pero el muro cumplía su objetivo.
A partir de
entonces podría mirar hacia la izquierda sin angustias, a lo sumo le costaría
el esfuerzo de incorporarlo al paisaje. Ha hecho un buen trabajo, le decía
al intendente. Habían comenzado la tarea de revoque, una y otra vez, el albañil
fratasaba la mezcla hasta emparejar la superficie. Damián Sopeña lo observaba
desde su living, preparado para abarcar el paisaje hasta donde alcanzaran
sus ojos, y entregarse al placer, ya nada lo perturbaría. Pero, curiosamente
en el mismo sector que tanto había deseado tapar, a medida que fraguaba el
enlucido comenzaban a insinuarse trazos, marcas oscuras que afeaban el acabado
del muro. Por lo visto, alcanzar la perfección le llevaría más de un esfuerzo.
Ya estallaba de indignación cuando sonriendo hizo un gesto indulgente, había
asociado un recuerdo, no se explicaba la relación pero de todos modos le resultó
grato recordarse en la infancia, repasando a lápiz una moneda bajo el papel
para reproducir el relieve.
La distracción
le había ahorrado un disgusto, el albañil regresaba a retocar el trabajo,
en unas horas estaría reparada la falla, un tiempo despreciable frente a la
promesa de tantas horas de dicha. Sin embargo, para su desconcierto, una vez
finalizado el trabajo los trazos comenzaron a reaparecer. No entiendo, decía
el intendente, se trata de este sector, el resto quedó impecable. Juntos inspeccionaron
el muro sin hallar explicación. Tranquilísese Sopeña, yo me encargo, le aseguraba,
hoy es imposible, los domingos no se consiguen albañiles pero mañana, sin
falta, mando uno. No admitía tanta ineficiencia, el trabajo era simple, a
esa altura debería estar terminado y sin embargo, por veinticuatro horas más,
estaba condenado a soportar la imperfección delante de su vista. Por la tarde,
el problema se había agravado. Más firmes y nítidos, los trazos ya no parecían
simples líneas inconexas, para su estupor formaban parte de una imagen que
el muro revelaba como si fuera papel sensible.
Poco a poco
adquiría sentido, reconoció el antiguo alambrado, las dos manos pequeñas aferradas
y el par de ojos afiebrados mirando sin parpadear detrás de la malla, la nariz
mocosa y la boca de labios entreabiertos apretados contra el alambre, el mismo
cuerpo moreno, semidesnudo y descalzo, la impronta indeseable que retomaba
su lugar como si el muro no existiera. Pero esta vez crecía sin control, se
interponía entre él y su paisaje, eclipsaba los jardines, la cancha de golf,
las caballerizas y el bosque. Pronto fue una imagen gigantesca. Quiso mirar
hacia otro lado, alejarla de su vista, pero no tenía límites, hacia donde
mirara era lo único que podía ver.
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