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Tormenta
primaveral
Por Raquel
Heffes
Benedicta
-vaya nombre que le habían puesto- estaba casada desde hacía años con Teófilo.
Dos nombres difíciles de llevar, hasta en eso concordaban. Quizás nombrar
sea premonitorio y determine el destino. Eran tal para cual, dos almas gemelas
que se habían encontrado en la juventud para no separarse más, al menos hasta
la muerte como había dicho el cura en aquellos años, aunque ya tenían un nicho
común esperando al que se vaya primero para continuar juntos después. Eran
relativamente jóvenes, algo así como cincuenta y pico, pero les traía una
cuota de tranquilidad saber que ningún imprevisto atentaría contra su voluntad.
Vivieron siempre en la misma casa, rodeados de los muebles y adornos comprados
para armar el nido, en idéntico orden a través de los años. No tuvieron hijos
porque para ciertas cosas es necesario el desorden, no es posible tenerlos
sin arrugar las sábanas, el embozo perfecto y las esquinas plegadas al milímetro.
Lo habían intentado, claro que sí, saber que lo habían hecho los liberaba
de remordimientos. Con igual perfección observaban su rutina diaria. Teófilo
regresaba de trabajar siempre a la misma hora, cinco minutos antes Benedicta
ya había hecho la última recorrida por la casa, lista para retocar una ocasional
nube el espejo o el lustre de los muebles. Todo impecable, atomizaba el ambiente
con fragancias florales. Hola cariño, la saludaba Teófilo al llegar. ¿Cómo
estás amor?, le preguntaba ella complacida de comprobar una vez más que al
cabo de tantos años nada había cambiado.
Después de
la cena Teófilo se sentaba a leer en su rincón, a la luz de una lámpara en
forma de hongo, una gran valva de cristales unidos por estaño y pie de bronce.
Benedicta sonreía satisfecha, su último objetivo diario era verlo ocupar ese
lugar como la pieza faltante de un rompecabezas. Parecen novios, decía su
amiga Elida con ojos brillantes de idolatría. Amor y respeto, Elida, no es
otro el secreto, le confiaba Benedicta llevando una inmaculada pila de calzoncillos
y camisetas en perfecto doblez al placard. Lavo a mano con jabón de hueso
y blanqueo con azul, regresaba diciendo de la habitación. Elida se sentaba
al borde de la silla, como si estuviera yéndose, con la incómoda sensación
de ser un objeto de desorden en ese concierto impoluto. Podemos charlar mientras
sigo con lo mío, yo te escucho, le decía Benedicta repasando el polvo a su
paso, Teófilo está por llegar. Ese año Septiembre amenazaba más inestable
que nunca. Benedicta terminaba de limpiar los vidrios y ya se organizaba una
tormenta. Tiempo impío, protestaba, tanto trabajo para nada. Sin embargo,
a costa de un esfuerzo adicional lograba tener todo bajo control, salvo esa
tarde que olvidó cerrar la ventana junto al rincón de Teófilo. Tal como amenazaban
los pesados nubarrones, se desató la tormenta, de las que arrancan techos
a los ranchos, descuajan árboles y cortan cables, vientos furiosos que reculan
y vuelven a avanzar con ímpetu duplicado. Fue así como la ventana del rincón
de Teófilo que se cerró chupada por el viento, volvió a abrirse con la fuerza
de un proyectil y volteó la lámpara. Se hizo añicos, las juntas de estaño
quedaron desparramadas como gusanitos y el esqueleto de bronce rodando por
el piso unido al cable. Benedicta ahogó un grito de espanto. El rincón de
Teófilo parecía incompleto y la mesita desnuda sin la lámpara que al cabo
de tantos años había dejado una aureola más clara sobre la superficie. No
quería ni mirar. Ya no tenía arreglo.
Esa noche
Teófilo leía acodado sobre la mesa del comedor, sin relajar el ceño y barbotando
palabras indescifrables, ese rincón era como su estuche, el único lugar donde
encajaba. No podía reprocharle a su mujer el olvido, el primero en tantos
años. Al día siguiente Benedicta se decidió a darle una solución radical al
asunto, mudó el sillón y la mesita de lugar, lejos de la entrañable ventana
pero bajo la luz de un aplique que al menos compensaba la falta de la lámpara.
Teófilo protestó airadamente por la alteración. Visiblemente molesto se echó
en la cama a leer, sobre el acolchado que con tanta prolijidad doblaban todas
las noches. Benedicta no se lo pudo reprochar, era su primer descuido. Empeñada
en restaurar el orden de sus vidas, al tercer día de la tragedia se abocó
a una reestructuración más profunda. Las horas se le pasaron moviendo muebles.
¿Y esa facha?, preguntó Teófilo al llegar. Se retiró el cabello de los ojos,
no había alcanzado ni siquiera a peinarse, nunca la había visto en ese estado.
Teófilo daba vueltas por la casa sin reconocer el lugar y Benedicta lo seguía
explicándole la nueva disposición. Tenían tan incorporado el viejo plano de
la casa que hubieran podido recorrerla hasta con los ojos cerrados, como matungos
de alquiler, pero ahora, desorientados por el cambio, se tropezaban con las
cosas por el camino. Agobiado por esa realidad indescifrable, Teófilo se fue
a dormir sin comer.
Más sosegada,
al otro día Benedicta pudo recapacitar. Postergó el arreglo de la casa por
dedicarse a estar fresca y lozana. Después de un largo baño de inmersión se
masajeó la piel y se reacondicionó el cabello. Olía a flores, violetas y magnolias.
Exasperado por el desorden (así calificaba al nuevo orden) Teófilo ni siquiera
reparó en ella. Decidió leer en el baño, pasó horas sentado en el inodoro
mientras Benedicta a oscuras en la cocina pensaba cómo resolver el asunto.
Por primera vez no durmieron juntos. ¡¿No hay calzoncillos limpios?!, gritaba
Teófilo por la mañana. Era verdad, también había olvidado lavar la ropa. Corría
el quinto día desde la tormenta, soleado y cálido, a propósito para lavar
y tender la ropa acumulada, fuentones y palanganas repletos. Los muebles seguían
en el mismo lugar cuando llegó Teófilo pero por todos lados se alzaban las
pilas de ropa limpia y planchada que no había alcanzado a guardar. Ni le dirigió
la palabra, decidió leer a la luz de una linterna, parapetado por unos muebles
para los que Benedicta no había hallado ubicación. No podía verlo, sabía dónde
estaba por el resplandor que irradiaba el hueco.
Sin hacer
ruido se fue a dormir esperando que no la siguiera, la noche anterior había
dormido muy bien en la cama revuelta, enroscada en la sábana como madonna
o diosa griega, la frazada rozando el piso como una capa de torero y el corazón
oxidado de una manzana sobre la mesa de luz. -¿Y esto? -preguntó Elida a la
mañana siguiente. La puerta estaba abierta y Benedicta en el suelo entre una
barricada de muebles, las cortinas de voile anudadas, los cajones de la cómoda
apilados y los cuadros contra el zócalo- ¿Se mudan? No sabía nada. ¿Por qué
no me lo dijiste? ¿Se iban a ir así, sin decírmelo...? ¿a dónde...? -A ningún
lado, Elida, prepará dos tazas de té -contestó Benedicta en voz baja. -Cómo
a ningún lado... ¿Dos tazas de té? Hagamos primero un poco de orden... ¿Dónde
nos vamos a sentar? -dijo Elida exasperada. -Orden no. Por favor Elida, orden
no. Shhhh...., hablá en voz baja, no vaya a ser que se arrepienta y vuelva.
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