Eso lo oyó un día un judío y le dijo:
- ¿Sabes una cosa? Te voy a dar dinero y voy a ser tu socio, pues me gustaría ver qué negocios eres capaz de hacer con mi dinero y tu buen juicio.
Al hombre le pareció muy bien, y con el dinero que le dió el judío compró una gran cantidad de esteras de juncos y empezó a buscar un barco para llevarlas a Egipto. Cuando lo encontró y se puso de acuerdo en el flete con el patrón del barco, éste le preguntó:
- ¿De qué es tu carga?
Y aquél le contestó:
- De esteras de juncos.
Entonces el patrón del barco se echó a reír y dijo:
- Oye, amigo, eso no es un buen negocio, pues en Egipto las esteras de juncos son la mitad de baratas que aquí.
Pero el hombre contestó:
- ¿Y eso a ti qué te importa mientras recibas el flete?
Así que el patrón del barco cargó las esteras y zarpó con ellas, pero todo el que se enteraba se reía y decía que le estaba bien empleado al judío por haberse fiado de un tonón. Y durante toda la travesía el hombre fue el hazmerreír de los comerciantes que iban a Egipto en el mismo barco.
Cuando llegaron allí, el hombre hizo que llevaran las esteras a la playa y las colocaran allí en un gran montón; a continuación prendió fuego a las esteras y las quemó hasta que quedaron reducidas a cenizas. Cuando se hizo de noche, los hipocambos salieron del mar, se comieron las cenizas y escupieron a cambio piedras preciosas.
Contrató entonces para el regreso el mismo barco con el que había ido hasta allí e hizo que colocaran los ladrillos de las piedras preciosas debajo y los vacíos encima. Cuando el patrón del barco vió de qué constaba su flete de vuelta, se rió y dijo:
- ¡Menudos negocios haces, traes esteras a Egipto y te llevas ladrillos para allá!
El comerciante replicó:
- ¿A ti que te importa lo que transportes?
Pero durante la travesía volvió a ser el hazmerreír de los que habían ido con él y volvían en el mismo barco.
Cuando iban por la mitad de la travesía, se desató tal tormenta que el barco amenazaba con irse a pique si no arrojaban por la borda una parte de la carga. Entonces los comerciantes le dijeron al hombre que tirara sus ladrillos por la borda y que ellos le darían lo que valieran, y cuando él les exigió que fuera un juez el que estipulara su valor, los comerciantes estuvieron de acuerdo. Entonces dejó que tiraran por la borda los seiscientos ladrillos de arriba, y el barco quedó tan aligerado de peso que resistió la tormenta y llegaron felizmente a casa.
Cuando desembarcaron en tierra, el hombre les exigió a los comerciantes que le pagaran sus ladrillos. Así que se fueron al juez que hiciera tasar el precio de los ladrillos. Pero en lugar de fabricantes de ladrillos, el hombre exigió que los tasaran joyeros. Entonces el juez se rió, pero el hombre partió en dos uno de los ladrillos y le enseñó la piedra preciosa que llevaba escondida dentro. Cuando el juez lo vió, llamó a unos joyeros para que tasaran adecuadamente las piedras preciosas y condenó a los otros comerciantes a pagar tanto como éstas valieran. Pero como su capital no llegaba ni a la décima parte de aquella suma, tuvieron que convertirse en esclavos del hombre.
Nada más llegar y antes incluso de que hubiera descargado sus ladrillos, el judío, su socio, había ido a verlo y le había dicho que no quería saber nada de sus empresas comerciales y que se conformaba con recuperar el dinero que le había dado; y aquél había respondido que le parecía bien. Pero cuando el judío se enteró de las riquezas que había obtenido su socio, le exigió abiertamente su parte. El hombre, sin embargo, recurrió a testigos que habían presenciado el trato y no le devolvió ni un céntimo más de lo que había recibido de él, y todo lo demás se lo quedó.