Cuenta tu aldea y contarás el mundo
Proverbio indio
En septiembre de 1969, cuando me
enrolé en el motopesquero «Playa Girón», llevaba dos
años de terminar mi servicio militar activo. En las
unidades, jugando, había descubierto mi Ultima manía
de por entonces: inventar canciones. Aquellas primeras
criaturas se me habían aparecido para entretenerme las
interminables noches de campamento, y para mi sorpresa
luego resultó que también se las mejoraban a mis
compañeros. Cuando me licenciaron, en junio del 67,
mis familiares y amigos estaban acostumbrados a que
les guitarreara lo último que se me había ocurrido,
aunque en la escena acumulaba sólo un modesto quehacer
trovador: el de mis opacas incursiones en los
festivales de aficionados del ejército. Por eso me fue
pavoroso verme cantando en un estelar programa de
televisión, justo al día siguiente de haber firmado el
documento que me libraba del uniforme.
O sea que cuando abordé el «Playa Girón» llevaba 27
meses de «artista profesional», aunque más bien me
veía como un huésped de aquel mundo fabuloso. Me
precedía un trayecto tan gregario que al principio me
sentí una especie de «Ceniciento» salvado de las
sombras por un sortilegio. Pronto se me borró aquella
ilusión: me daban pánico las luces y las cámaras —cosa
que me sucede todavía. Además, cuando estaba entre
celebridades, no sabía qué decir: mis ademanes, mis
palabras, algunas de mis ideas tenían poco que ver,
cuando menos en apariencia, con el ambiente que
estrenaba.
Mi vida había sido la de uno de tantos: un hijo de
obreros agrícolas devenidos pequeño propietario y
peluquera; un niño entre tantos niños concurrentes al
triunfo revolucionario; un adolescente alfabetizador
junto a cien mil; un depredador común de plantones de
cañas en aquellas orgías del estropicio que fueron las
zafras populares; un aprendiz de miliciano como
muchos, cuando la invasión por la Bahía de Cochinos.
Por último, un recluta más del primer llamado al
Servicio Militar Obligatorio. ¿Qué rayos hacía yo
allí, entre tanta gente importante?
Cuando decidí partir en el «Playa Girón», sin embargo,
habían sucedido cosas suficientes como para estimar
que mi aventura ante cámaras y luces podía
considerarse un éxito. A las pocas semanas de mi
debut, la televisión cubana me proponía incluirme en
su plantilla. Breve tiempo después, por iniciativa de
su administrador general, se estrenaba un programa
seriado que yo nerviosamente conducía y que aún así
—también decían que en cierta medida por eso mismo—
llegó a tener una notable televidencia.
Mis invenciones cantables, base de todo, corrían
fortuna similar: «La Era está pariendo un Corazón»,
interpretada prístinamente por Omara Portuondo había
recorrido el país de punta a cabo; «Fusil contra
Fusil» era una referencia al Che; «Canción del
Elegido», un enigma en debate. La «Canción de la
Trova» conseguía que los venerables maestros me
invitaran a sus festivales en Santiago de Cuba. «Viven
muy Felices» y «Epistolario del Subdesarrollo»
desataban sospechas y devociones asimismo entusiastas.
Pero sobre todo ya había experimentado la inefable
sensación de escuchar mis canciones en los labios del
pueblo.
La historia de mi llegada a aquel buque se remontaba a
unos meses atrás, cuando le pedí a Alberto Rodríguez
Arufe —por entonces secretario de Cultura, Deportes y
Recreación de la UJC —, que me ayudara a hacerme a la
mar, ya que desde mis lecturas de adolescencia me
corroía el bicho del viaje aventurero. Además,
argumentaba yo, cuánta falta le hacía a aquellas
tripulaciones sin relevo el apoyo de gente que les
amenizara las noches de vaivenes y nostalgias... Pero
yo sabía, y posiblemente también Arufe, que no sólo
Simbad, Melville, Conrad, London y Poe —además de mi
vocación solidaria—, me inspiraban aquel deseo
navegante: en los últimos dos años había trepado a una
montaña rusa vivencial que me había conducido casi a
la locura, y el hilo del que pendía mi existencia se
tensaba peligrosamente.
La vida se encargó de demostrar que no me escabullía
de la isla, como sentenció alguna que otra voz
oficial, ni escapaba maltrecho y espantado, como se
relamían los de enfrente. Aún entonces hubo humanos
que comprendieron que yo sólo necesitaba un respiro, y
que prefería tomármelo como lo concebía: siendo útil.
Recuerdo los primeros contactos con los funcionarios
de la Flota, en el puerto pesquero. Un gordo inmenso,
cuadro juvenil, era mi introductor en aquel ambiente
de oficinas, donde entre bellas secretarias trasegaban
lo mismo guayaberas que atuendos de faena. Me decían
que esperara afuera —yo no preguntaba por qué—,
mientras aquel compañero hablaba un rato a puertas
cerradas con la autoridades. Luego me hacían entrar y
me daban las manos, sonrientes. Yo, acostumbrado a
desconfiar, imaginaba las paternales pláticas acerca
de mi díscola conducta y de lo formadora que podía ser
aquella experiencia para mí. Yo sabía, o pensaba, que
a mí no había nada que formarme, que lo deformado eran
la burocracia y el oportunismo, los dirigentes que
decían una cosa y hacían otra, los cuadrados, los que
desconfiaban de los jóvenes, los acomodados, los
enemigos de la cultura, los asentidores y medrosos que
echaban a perder la Revolución que yo llevaba dentro,
que yo soñaba, que yo intentaba hacer furiosamente.
Por entonces tenía un amigo en el ICAIC con quien me
comunicaba a menudo. Era Francisco León, un trabajador
de relaciones internacionales que había vivido en
Francia y que Alfredo Guevara había reclutado para el
nuevo cine cubano. León es el más directo responsable
de que este libro pueda aparecer, ya que cuando supo
que me iba de viaje me ofreció una grabadora Phillips
—la primera de casetes que veía en mi vida—, más tres
cintas vírgenes de 90 minutos. Cuando me la entregó yo
no podía creérmelo. Desde mis comienzos había perdido
algunas docenas de canciones por no tener cómo
grabarlas. Viajar con aquel artefacto maravilloso era
una inesperada culminación de mis anelos, y me propuse
dejar registrado cuánto me pasara por la cabeza, manos
y garganta.
Ese gesto de amigo hizo posible las miles de
respuestas que desde entonces han provocado, en
tiempos y lugares disímiles, algunos de los cantos que
se me aparecieron en los cuatro meses de travesía.
Digo algunos, porque sólo 14 de aquellas composiciones
han sido editadas: por una especie de selección
natural, primero expuse las que más me gustaban, las
que me parecieron más dignas de audición, y luego, con
el tiempo, he ido dejando escurrir algunas cosas, al
ritmo en que la tierra me ha reclamado las palabras
que el mar me regaló. De las 62 veces que me dije:
«esto es una canción, o cuando menos un boceto
avanzado», sólo en 7 conté mi realidad circundante. En
las otras 55 me lancé al pasado o al futuro, cuando no
dejé aflorar lo que algunos persisten en llamar
fantasías. Claro que me refiero al asunto visible
inmediato; porque hoy, cuando al cabo del tiempo
reviso el espíritu de aquellos 120 días, me sobrecoge
la extraña coherencia que hay de principio a fin en
este cúmulo de textos. Aun así no pretendo crear
ilusiones respecto a la continuidad temática y mucho
menos estilística. Supongo que se sabe que nunca
anduve a la caza de un estilo. Es cosa que el océano
no permite.
En aquel viaje desfiló por mi cabeza la Corte de los
Milagros. Vociferaba temas que van desde lo que
entonces podía llamarse comprometido hasta lo
desenfrenadamente iconoclástico. Tampoco faltaron
reflexiones «trascendentales» —seguro para regocijo de
los posmodernistas—., que no eran sólo resonancias de
mi cercana adolescencia sino de 1969, que fue el año
más largo de la historia de Cuba. Duró 18 meses. Y la
vida nacional se desbordó en un solo propósito, en un
solo lema, en un solo destino: producir diez millones
de toneladas de azúcar. Por supuesto que se
descuidaron muchas otras cosas. Por eso la noche que
entré al puerto de La Habana lloré abrazado a la
baranda de estribor, viendo pasar la ciudad más
oscura, más inmóvil que nunca y sin embargo, para mí,
prometedora y amorosa como jamás.
Tres semanas antes de aquella entrada tan poco
triunfal por la boca del Morro, los Reyes Magos, con
dos días de retardo, me habían hecho quizás el mejor
regalo de nuestra difícil relación. Yo había bajado
sin pasaporte al puerto de Las Palmas de Gran Canaria
con el viejo Goyo, contramaestre del «Océano
Pacífico», quien había asumido la responsabilidad por
mi persona ante el mando del barco que me llevaba de
regreso a Cuba. Transcribo de mi bitácora personal:
8 de enero de 1970 (jueves)
Entramos [a puerto] después de almuerzo.
Fue bueno, pero no tanto como ver la isla de lejos.
Hubo el dimequetediré sobre si yo bajaba o no.
A las seis de la tarde bajamos Gregorio y yo nos
fuimos a la ciudad.
Lo que me imaginé. Colores, vitrinas, turistas, etc.
[...]
Seguí pensando en Cuba. Ahora bsecivamente [sic].
Estuvimos en la oficina de Cuba aquí, hablamos con
algunos cubanos en la calle, caminamos como camellos.
[...]
Llegamos al barco a las 10 y media. Tengo los pies
ampollados de tanto andar.
Algo que no consigné en mi diario, pero recuerdo, es
que entre el hormigueo de turistas y tripulaciones que
suele haber en los alrededores del parque de Santa
Catalina, en Las Palmas, hubo un momento en que me
extravié de mis amigos. Entonces me sentí desamparado,
sin orientación, a punto de dar gritos, sabiendo que
no podía acudir a las autoridades porque carecía de
documentos. En medio de la angustia distinguí a mis
acompañantes, confundidos en el tumulto de la acera de
enfrente, buscándome y sin verme, cuando de pronto caí
en cuenta del poder que acababa de otorgarme el azar:
podía elegir mi destino, dicotomía que ya entonces
gravitaba sobre quien tuviera contratiempos en Cuba.
En mi caso, en cierta bronca nada memorable, incluso
me habían calificado como fuera de lugar en la
Revolución.
Dicen que en el último instante de una existencia los
recuerdos, como una película acelerada, pasan por la
mente del que expira. Yo agrego que puede suceder de
otra manera. Del vértigo de imágenes de aquel segundo
de lucidez, sobrevive un flashazo: las satisfechas
máscaras de los que esperaban mi deserción y los
serenos rostros de quienes me creían.
En aquel viaje de 4 meses y 2 días —en uno de los
cuales cumplí 23 años—, además de aprender rudimentos
de navegación y otro tanto de técnicas de pesca, de
participar lo mismo en campeonatos de ajedrez que de
resistencia alcohólica, de transmutarme en barbero por
venganza contra quienes querían desmocharme a toda
costa la melena, de fotografiar el ramadán en Agadir y
luego una procesión de cientos de cachalotes, de
trabajar en la fábrica de congelar pescado en la
barriga de mi barco, de fingirme cadáver para embromar
sin querer a un capitán, de ser lanzado al agua el día
que cruzábamos el Ecuador (el mismo día que vi a Moby
Dick), de hacerme tatuar la diestra donde se marcan
«los que trabajan con la mano», de constatar
maravillado que el resto del mundo realmente existía,
de casi perder un dedo robando comida, de ofrecer más
de 50 conciertos en diferentes navíos, de ver entre
rabioso y desconcertado cómo un médico blanco
abofeteaba a un trabajador negro en la bahía de Walvis,
de asistir al funeral marino de un ruso infartado, de
escuchar el trágico SOS del petrolero que partía en
dos la galerna con la que nuestro barco también se
batía, de hacerme amigo de delfines y gaviotas y
leones marinos, de escuchar por primera vez a Elvis
cantar In the Ghetto y a Lennon Come Together, llevé
un minucioso y delirante diario (extraviado entre
otros papeles durante mucho), escribí un cuadernillo
de poemas, alguna narración, estas canciones, y devoré
más de treinta títulos que fueron desde La Amortajada
de María Luisa Bombal hasta un Cien Años de Soledad
que saboreaba por tercera vez.
Pero estos son sólo algunos de estos avatares de este
viaje en la vida. De semejante mare magnum, por ahora
aquí les van las 62 letras de canciones.
Silvio Rodríguez
La Habana y junio de 1994 |