Me ha explicado la manera de vivir en diez días más que en diez años, protegido por la fe ciega en su inmortalidad vacilante, en estos años siempre en el punto de mira de una bala perdida que atraviesa una geografía desconocida. Comprendo ahora que la suya era una historia de desarraigo, no de libertad absoluta. Él sabía que ninguna vida se sostiene sin referentes, esos orígenes que de algún modo acotan la vida y la explican. Su manera de ser libre fue elegir sus referentes (elegir sus servilismos). Eso mismo es lo que me explica entonces, el por qué de su huida el mismo día que aprobó la última asignatura. A la postre ese día fue importante no sólo para él sino que influyó mucho y en mucha gente; la vida de algunos, sin saberlo, no ha vuelto a ser igual o ha cambiado para siempre. Comenzó la madrugada del doce al trece de junio de hace unos años. Aquella noche se acostó con nuestros tres mitos inaccesibles, apretando acelerador y dejándonos detrás, a muchos kilómetros de distancia, como si estuviéramos en otra carrera: con Berta, inasequible al desaliento, la que fue su compañera intermitente desde el principio; con Mónica y su ingenuidad de cuento de hadas; con Asun, de férrea moral católica. Berta decidió ceder por fin – sin saber siquiera que él se iba. Para ser desvirgada por cualquier papanatas en el asiento trasero de un coche prefería la dudosa gloria de un polvo imaginativo en la Plaza de Santa Bárbara. Esto forma parte de su propia leyenda, ya lo sé.

(de Últimos disparos en la Perspectiva Nevski)

 

 

Alejandro es tan estúpido, tan equilibradamente estúpido, que es seguro que el fantasma ni le ha rozado. Se ha muerto como se mueren las vacas: por pura inercia – ya ves tú, la culpa no es ni de X ni del fantasma, sino del maldito Newton y su Ciencia Natural. Ha visto que algunos compañeros se mueren y aunque ninguno le importa un pito (nadie le importa un pito a Alejandro), en su jándicap particular no ha querido ser menos que los demás (después de todo ¿quién quiere salir de tapas en febrero, con todos esos exámenes? Él ya folla suficientemente – y además con Delia, que es un bombón). Ya sé que está muerto, pero espero que ahora se haya convencido de lo estúpido de la estadística que le enseñan en su tan estúpida Escuela de Ingenieros.

(de Nueve cadáveres)

 

 

 

Esta escena la recuerdo bien y aunque fuera madrugada y las únicas luces fueran de neón y farola, cómo olvidar ese gesto inaudito, la audacia de aquella noche; por eso supe de inmediato cómo era su pecho tras la chupa vaquera, sólo por el pequeño movimiento que hubo en su cuerpo cuando sonrió y se llevó la mano a la cara avergonzada y divertida. Así era Jeanne, ingenua y dura, capaz de ponerse colorada sólo porque alguien que no conoce le diga una cursilada. Sólo dijo (cuando me entendió) ‘Oh thank you’ y yo no esperé más. Di media vuelta y volví a mi sitio. Miré a Paul y Paul entendió, abandonamos la cola y comenzamos a andar. Yo le conté y el se rió, ironizó sobre mi frase candorosa y mi incapacidad para seguir el juego. Me defendí e insistí en que eso era lo único que quería hacer, que para qué más. Pero no era cierto. Tuve unas ganas enormes de ella, mayores de lo que imaginé (quise haber rozado su mejilla con los labios). Una vez en Trafalgar y después en el autobús, Paul estuvo silencioso, ni una palabra dijo el tonto de Paul, sólo ese mirar sin expresión, nunca a mí, siempre a la barra que le sujetaba. Cuando alcanzamos la casa, se dejó caer blando, vestido, sobre el colchón y el sueño le vino como le viene todo a Paul, sin pensar, sin sufrir, dejándose llevar. Mientras tanto yo encendí un pitillo y fumé, miré la noche de Londres que se iba, ajena a mí como todo lo que ocurría en las ventanas sin luces encendidas de todos esos edificios que me rodeaban. Tuve una sensación de tiovivo, de vértigo, yo deslizándome a velocidad constante y los acontecimientos siempre más lentos o más rápidos, pero yo sin poder acomodarme a ellos, flechas de tiempo que se desarrollaban sin mi concurso, otras que se cerraban por cosas que hice o dije en tiempos remotos y desconectados con mi presente; tuve la certidumbre de lo inútil de todo lo que yo hacía y de todo lo que me había llevado hasta allí, en el azar en el que me movía y que alguno todavía se empeñaba en llamar destino. Sonreí al pensar en las bromas que tendría que aguantar en las semanas siguientes por mi frase ingenua de esta noche, que se perdía con el resto de los sonidos en el murmullo sordo de la ciudad.

(de Condiciones de contorno).