AMÓS DE ESCALANTE

SENTIR, pensar y saber, son los tres orígenes de un libro; o brota del corazón, o nace del entendimiento, o se engendra en la memoria, lenta y sagaz ordenadora del caudal adquirido. Hijo del sentimiento, el libro habla a imaginaciones adolescentes o femeninas; no les sugiere textos ni citas, pero las penetra, filtra en ellas y tiñe, informa o modela cuanto en ellas se elabora: hijo del discurso, habla a la razón madura y sosegada, la fortalece o la enerva, la despierta o la aletarga, excita la contradicción, enciende la controversia, robustece ideas flojas o hace enflaquecer las más arraigadas: hijo de acendrada ciencia, alimenta el espíritu, aclara los ojos, despeja y dilata los horizontes antiguos, abre otros nuevos, afirma el paso para recorrerlos y registrarlos.

     Facultades todas tres de un espíritu único y cabal, formas de una sola substancia, manifestaciones de una misma esencia, sensibilidad, entendimiento y memoria no andan tan desviadas entre sí, ni obran con tan perfecta exclusión e independencia, que en el ejercicio de cualquiera de ellas deje de clarearse y transcender la acción propicia y auxiliadora de las otras sus hermanas. Peto en casos nace el libro para hablar al ánimo de compleja y varia muchedumbre: necesita tentar las modulaciones diversas de la fibra humana, espiar sus momentos, dar a la vez pasto a la razón indagadora y fría; satisfacer el apetito, tan parecido a la avaricia, del curioso de toda erudición, y no desengañar a ninguno de tantos corazones como buscan más ancha vida en la de otros corazones, no contentos con la porción y medida que les cupo en suerte, y llene ocasión la inteligencia de no dejar en huelga medio alguno más de concertar su empleo con la frecuencia, el pulso y la extensión posibles.

     De estos asuntos vastos que piden al escritor su alma entera, que así le toman sus largas meditaciones en horas de recogimiento o en horas de hastío, como la cosecha mal cribada y hecha penosamente en los secos papeles de la biblioteca, como sus latidos íntimos y sus imaginarios vuelos por el libre y diáfano ambiente de la fantasía, es la descripción de una comarca.

     No queda descrita una comarca cuando se han recopilado laboriosamente las efemérides y aspectos de su suelo, sus fastos y memorias, los acontecimientos de su historia, sus apariencias y eclipses en las evoluciones famosas de la sociedad o del mundo, los nombres de sus hijos claros, la serie de sus padecimientos y sus triunfos; centón acumulado por la erudición y la paciencia, filiación a lo sumo, pero no retrato. El retrato, para serlo acabado, ha de hablar a quien lo mira, no con la excusada voz de su garganta muda; con la voz no menos clara y expresiva, más sincera, por cierto, de sus facciones y su gesto; con la voz de sus canas que proclaman su edad, con la de su tez que denuncia la profesión o la raza, con la de su frente despoblada que cuenta los estudios o los extravíos, con la de sus ojos que declaran acaso lo que el alma calla, acaso lo que el alma dice, pero sin acaso, y con plena certidumbre, lo que el alma siente, lo que el alma busca, lo que el alma puede. Y retrato ha de ser la descripción de una comarca para que ocurra a las curiosidades diversas, opuestas a veces y enemigas, que han de pedirle satisfacción unas, y otras espuela.

     El trozo de paisaje más limitado y breve, páramo o selva, desierto o marina, ¡cuánto pide para ser descrito con limpieza y acierto, con el toque vigoroso y sobrio que ha de reproducirlo a los ojos del leyente, tal cual lo recogió la impresión misma del observador, impresión de amenidad o de terror, de frescura o de aridez, de gracia o de compasión! Y toda condición de ingenio es inútil, y toda habilidad ociosa, si la pintura no conserva el quid humano, misterioso, invisible e indescifrable, alma de la naturaleza, sin el cual la naturaleza no vive, no refleja en la mente, ni suena en el corazón. Porque el hechizo del paisaje, mies o breña, poblado o ruina, está en la criatura humana ausente o presente, la que lo vivió, lo vive o lo vivirá, resucitada por el recuerdo, descrita por la observación actual, evocada en los limbos del porvenir por la lógica de la comparación o los ardores del deseo. Visión que, imaginada o positiva, ocupa el yermo y la industrial colmena, el claustro y la campiña labradora.

     Tanto el asceta a quien la soledad conforta, como el peregrino a quien la soledad amedrenta, hallan a su semejante en ella, para perdonarle o para temerle. No tuviera la soledad halago si no fuera espejo a la contemplación del alma que en ella mira reflejarse, claros y distintos, virtudes y vicios, ajenos y propios, no tuviera medicina, si no fuera cálido ambiente que bebe y seca el vapor del llanto humano; no tuviera poder, si no fuera vasto océano donde el pensamiento se sumerge y halla, para bien o para mal, jugos que lo nutren, lo esfuerzan y lo vigorizan. Sus misterios, horrores, armonías y grandezas, lo son o dejan de serlo, cobran valor o lo pierden en proporción de la parte que el espíritu del observador toma o deja en el universal concierto de las gentes. Por eso la solicitan aquellos cuyo pecho tiene más estrecha y necesaria comunicación con la humanidad, sea para amarla o sea para maldecirla; para acecharla o huir de ella; para acariciarla o herirla; penitentes o misántropos, filósofos o poetas, enamorados o bandoleros.

     Cuando, por otra parte, el libro no tuvo precursor, ni halla el arrimo y sombra de ascendientes ni contemporáneos; cuando todo es materia primera y ruda, falta de rudimentaria preparación y labra inicial en las manos que lo aderezan y componen; cuando la historia política yace entrañada y obscura en ciertas cartas de fuero, de donación o de privilegio, en tratados de paz y de alianza, de navegación y comercio con aledaños o extranjeros; pergaminos yertos, texto escueto y desnudo, aún virgen de refinada crítica y maduro fallo; cuando la social se esconde en escrituras de fundaciones pías, en cláusulas de testamentos, en perdurables litigios que guardan los archivos de las familias, rico e inexplorado tesoro, auténtico padrón de usos públicos y costumbres privadas: cuando la artística no pasa de alguna piedra funeral o votiva, del monumento anónimo, del indicio evidente, pero no bastante y discutible de los apellidos; cuando la militar se pierde en las empresas colectivas de la bandera madre, donde no es posible seguir aquella vena generosa de sangre intrépida, que arrancando hinchada y llena del solar montañés, corre a verterse a borbollón o gota a gota en mar y en tierra, por todos los campos de pelea, enflaquecida a intervalos, pero inexhausta, repuesta y constante, amasando el eterno pedestal de la gloria española y dejando su caudal precioso sumido, olvidado en la fábrica a cuya edificación sirve y cuya firmeza asegura, entonces la suma de tiempo, de trabajo, de fatiga, de meditación y de lectura, excede a cuanto, concentrando su tibieza y agotando su esfuerzo, puede emplear una inteligencia flaca, inconsistente y movediza.

     Condiciones son éstas que atañen esencialmente al fondo y substancia de la obra; tiénelas además su forma, y no menos tiranas, no menos absolutas, no menos difíciles de guardar y ser cumplidamente atendidas.

     Es la literatura contemporánea esencialmente crítica, carácter de su índole decadente; su inspiración adolece de parasitismo, nace de otra inspiración predecesora y madre, de la cual toma substancia e impulso; es una segunda generación artística que no parte inmediata y originalmente de la naturaleza, sino que tiene cuna intermedia en otra creación del arte, encarnación, interpretación primera de la causa inspiradora.

     No por eso tiene límites su esfera ni deja de ofrecer ocasión y espacio a la acción sublime y desahogada del más generoso numen. Una de sus mejores palmas y coronas será siempre la de no envolverse en austeridades misteriosas, sino de comunicar con todo lo circumambiente; la de no aspirar a lo alto, visión augusta, concentrada, personal y esquiva, sino radiar a la vez en torno, expansiva, humana y fácil. Y como la eficacia del sentimiento es más certera y alcanza a mayor número que la de la razón, da al sentimiento mayor lugar y hace de él más frecuente y absoluto empleo.

     No fué todo espontaneidad en esta laudable alteración del gusto y la manera. Trájola consigo el creciente imperio de la mujer en la sociedad contemporánea, Imperio que, como toda dominación nacida de causas legítimas y necesarias, hace surgir en torno suyo y se apropia cuanto conviene a su consolidación y a su prestigio. La literatura contemporánea piensa continuamente, y con fruto, puesto que coba usurario precio de su cuidado, en la mujer y en el niño. Cuanto más se ocupe de la inteligencia de aquélla, menos habrá de trabajar para la del segundo; a través de la inteligencia materna, vivífico medio que funde todo hielo, quebranta toda roca e ilumina toda tiniebla se nutre más rica y provechosamente la inteligencia infantil; y sabido es que, si algo no olvida el hombre en su vida, es lo que aprendió de una mujer, madre o hermana; oraciones y cuentos.

     En obsequio a la inteligencia femenina, viva pero inquieta; penetrante pero mudable; rápida pero ardorosa y vaga, la ciencia ruda viste galano estilo; escribe libros especiales; la trae a fijarse en las fórmulas abstractas de la gravitación, envolviéndoselas en la exposición sonora de la armonía universal, tan grata a su pecho, esencialmente resonante, ayudándose de tres agentes irresistibles, luz, distancia y misterio; la impone en las recónditas labores de la atracción molecular, disfrazándoselas en el cuento de la formación y génesis de la piedra preciosa, tan seductora a sus ojos, fácilmente pagados siempre de cuanto fulgura, escasea y vale. Y obediente a causa igual la elocuencia, hace sitio al período altisonante, melodioso y vago, cierta de que es hacedero y fácil llegar del oído al corazón y estremecerle o seducirle sin pasar por la alquitara escrupulosa del cerebro; y la ciencia histórica, corregida de su solemne y seco aparato, busca al héroe fuera de la ocasión excelsa de su gloria, y sin menguársela, lo humaniza y pone en punto de ser accesible al juicio y residencia de los demás humanos.

     Este modo literario, feminizado, ameno y vario que procura ante todo el agrado de la forma, rige hoy con ley absoluta, la cual no es posible eludir o desobedecer pena de muerte; eso es de completo desdén y olvido. Ni fué de corto provecho a la porción viril de nuestra raza esa ingerencia del feminismo en el arte; propendia a facilitar los estudios, a amansar sus asperezas y rigores, a compensar en tiempo la inconsistencia, a sustituir con amenidad, ligereza y gracia, la profundidad y la solidez; era camino que sonreía y llamaba, y por él siguieron y siguen, y seguirán con preferencia y deleite, el número mayor de los varones leyentes, si con beneficio o daño de la general sabiduría no es aquí lugar de establecerlo ni demostrarlo; baste apuntar que a no tener semejante camino muchos no siguieran el otro lijoso y áspero, accesible únicamente al duro pie y al ancho pecho de los fervorosos y tenaces.

     Uno de los elementos más eficaces, el más poderoso acaso, y de uso más arriesgado con que la novedad cuenta, es la aparición más o menos repetida, más o menos continuada de la persona del autor. La mujer, ser imaginativo y sensible, propende al drama, a la acción, a la manifestación del carácter en presencia de los sucesos y circunstancias de la vida, gusta de mezclar el libro y el teatro; a la narración impersonal, por viva y rápida y pintoresca que sea, prefiere la narración entrecortada por diálogos. Era el sistema que regla la primitiva escena; es el que domina en la augusta cátedra de verdad, cuando el orador alterna su grave y solemne relato del Evangelio con el sagrado comento y aplicación de su doctrina a la práctica y a las inclinaciones del alma, con la melodía musical, impalpables alas del espíritu, sobre las que sube a mecerse en regiones soberanas y puras, cuya mística hermosura no cabe en palabras, ni en humana voz, ni en mortales conceptos.

     Sea ahora la necesidad excusa de tan difuso e informe relato. Ya, quien me conozca y se aventure a seguir leyendo, sabe que no hallará satisfechas las justas exigencias de su gusto y su literatura.

     Inútil fuera pretender a tanto; inútil esperar más completa sazón de tiempo y estudio; inútil imaginar que pudieran llegar mejores días. Tiene límites la inteligencia que no se intenta exceder sin riesgo, y conviene aprovechar las horas, contadas acaso, acaso postreras, en que el corazón late apasionado y caliente todavía.

     Hay días en que la intensidad del cariño al suelo natal crece y se ensancha en punto que parece superior a todas las facultades sensibles del alma. Son días claros, en sus horas de la mañana, cuando la ausencia, sino os ha entibiado el alma, os ha gastado sus fuegos mejores en tantos y tan varios y tan desordenados afectos, que la imagen de la patria os aparece ya transfigurada y sublime como visión incorpórea y celeste, a la cual ni llega, ni es de valor ni de servicio este amor terreno, eficaz, profundo, desasosegador, tirano, que se siente en la sangre, que se siente en el cerebro, que serpea en las venas, palpita en el corazón, arde en las entrañas, ciega los ojos, arma la mano, descamina el pie, borra el precio de la vida, pone en la lengua la injuria y espanta del ánimo la compasión. Amáis a la patria como a Dios, no como a vuestra madre.

     En un día de esos, en esas horas estivas, alto el sol, inundada de luz la ribera, poblado de sonidos el aire, risueña la campiña, más risueña la aldea, llegáis a la tierra, que mana ambiente de vida, y en él os envuelve y con él os embriaga y os enajeno; entonces al culto soberano sucede el soberano amor; entonces halláis de nuevo a vuestra madre, y la pasión terrible, brava, con que a la madre se adora.

     Entonces os pesa, como jamás os hubo pesado, de su postración y decadencia; entonces os duele verla desconocida y desdeñada; entonces antes con los ojos que con la voz, respondéis al extraño que os interroga, y en una mirada, en una frase, compendiáis cuantos merecimientos, en humanos juicios, son causa de encomio o nombradía para gentes y regiones. Entonces quisierais ser el caudal que desempobrece los estados, la voluntad que los levanta y robustece, la inteligencia que los ilustra, el ingenio que los glorifica, el poder que los hace señores y temidos, y hasta el rayo de sol que fecundala tierra, sanea el aire y embellece el suelo.

     En este sentimiento de la patria no caben tibieza, moderación ni templanza; es superior a toda superstición, más intenso y permanente que todo egoísmo; ingénita y primera religión del hombre, domina fe, supersticiones y creencias; no hay cristiano, el más ascético y humilde, que piense que esa virtud sublime de la humildad, del desprendimiento, obliga, con respecto a la patria; y el pobre de espíritu, el místico, el apartado de toda grandeza humana, desea para la patria, y lo desea vivamente, gloria, poder, fama, riqueza, y lo desea con mayor sinceridad y vehemencia que el mundano envuelto en las inquietudes de su tiempo, hecho a usar de ellas y trabajarlas en su propio medro, y al desearlo no cura de que al volver de la hoja donde quedan escritas las prosperidades y glorias del fuerte y del victorioso, escribe la mano justiciera, ruinas, lágrimas, dolores, del flaco y del vencido.

     En tales días, en hora tal nacida la idea de este libro, no era posible abandonarla. Lo posible era renunciar al libro concebido en los desvanecimientos legítimos de la ilusión primera. Lo posible pensar que la Providencia mide el peso a las fuerzas, es próvida, nos manda aceptar con ánimo sereno la propia suerte, y que la codicia de ajenos bienes tanto empequeñece y daña en la esfera del pensamiento, como en la de los tesoros materiales. Lo posible apartarse con fortaleza de estériles ambiciones, y labrar el propio surco a medida del propio saber y de las propias fuerzas.

     Correr la tierra corro la corrieron tantas veces hidalgos y aventureros, aunque en son más pacífico y recatado; llamar con el cuento del bordón, como ellos con el cuento de la lanza, a la puerta del solar, de la ermita o del monasterio; atento a la voz de la sangre, a la de la amistad, y de las obligaciones antiguas; seguro en la fe, dócil al ejemplo de mis padres: entretener el tiempo, distraer o aliviar el cansancio de la jornada en coloquios internos con la pasión reina del albedrío; pasión en ellos amorosa o vengativa, de enojo o de soberbia, pasión en mi de entrañable afecto a la tierra que voy pisando, y cuyas bellezas y calidades apunto y celebro a medida que la propia tierra me las hace patentes y conocidas. Echar mi apellido(1), no para homicidas empresas ni cruentas obras, sino para satisfacer la deuda sagrada que al nacer contrajo todo hombre con el suelo que le dió cuna, la de emplear en su servicio la mejor porción de su inteligencia. Echar mi apellido, no porque blasone de caudillo, que en el atropello de la espolonada no sigue la hueste al más jerárquico y digno, sino al más audaz y delantero, más para que alguno de cuantos en filas preferentes obedecen al estandarte generoso de las letras, oiga el grito, siga la voz, logre el laurel de la definitiva victoria. Eso hice, sustituyendo el trabajo lento, ordenado y grave de componer un libro.

     Y al correr la tierra, el pueblo montañés abriéndome sus templos, nombrándome sus vegas y sus cumbres, trayéndome a memoria cuantos de él escribieron, o le favorecieron o le maltrataron, dejándome oir su palabra estridente o dulce, cautelosa o franca, irá en pedazos contándome su historia.

     Pueblo que enclava su nombre en la fúlgida historia del gigante pueblo romano, como se clava el tábano a la fosca melena y horada la piel del león y lo desasosiega y postra su majestad, atarazando su gloria con aquel único epíteto de no vencido, trayendo perpetuamente sobre el sol de su perenne y universal victoria el pardo y trémulo celaje de su misteriosa destrucción y muerte.

     Cuando luego retoña, como el heno segado, más vivaz y más espeso, ya se vislumbran apenas hacia oriente y mediodía los agonizantes destellos de la estrella latina y los ojos del universo son llamados a la vasta, lóbrega, densa y desconocida nube que viene del Norte, y así puede traer en sus entrañas la lluvia que fecunda como la tempestad que asola; así la ráfaga que limpia y sanea, como la centella que abrasa y postra.

     El mar le trae entonces nuevos enemigos; el mar, enemigo original suyo, que le ciñe y hostiga con su fragor y su espanto, con sus olas y su extensión ignorada, sin límites, sin fondo, sin sosiego; el mar, que imprime su terror y su misterio a cuanto con él se compadece y relaciona, al ser que le habita, a la nave que le surca, al meteoro que le inflama. Contra aquellos enemigos defiende, no siempre con ventaja, hogar e hijos, tierras y mazorcas: lo desconocido de su origen y su camino, lo extraordinario de su valor y de su audacia, lo nuevo de su rostro, de sus armas, de su arreo, hablan más recio a su generoso espíritu que las fogosas iras marciales o la emulación envidiosa de la venganza, y lo conserva en su memoria, lo transforma, lo reproduce en su fantasía, lo pinta en sus narraciones, lo transmite a su descendencia, en la cual será gloriosa porfía la de afirmar su estirpe tanto entre los patrios paladines como entre los invasores extranjeros(2).

     Porque el culto de los mayores, la devoción a lo pasado, el respeto profundo a la estirpe, fué añeja calidad de nuestra gente. Mostráronlo temprano; conserváronlo siempre y honráronse de ser archivo de la edad primera del renacimiento histórico de la patria.

     De ellos venía aquel buen Iñigo López de Mendoza, marqués de Santillana, que decía que «era peregrino o nuevo entre españoles el linaje que en la montaña no tenía solar conocido». Y decía bien, porque en la montaña lucen como en heráldico museo, armiños de los Guzmanes, calderas de las Laras, tanda de los Mendozas, panelas de los Guevaras, mote angélico de los Vegas, roeles de los Castros, veros de los Velascos; texto original y primitivo de los anales patrios, única letra viva durante siglos para el pueblo que de otras letras no sabía; cifra elocuente y compendiosa de determinados tiempos, de determinadas leyes, de determinadas creencias, de determinados vínculos sociales; no lisonja exclusiva de la soberbia, ni ostentación vacía de la vanidad y pábulo de la ignorancia; prenda de viriles servicios y viriles recompensas; voz figurada de los muertos que hablaba perennemente a los vivos de lealtad, de valor, de olvido de sí mismo, de necesario y nunca regateado sacrificio; corona de merecimientos cuyo pago, para ser cumplido y dejar al deudor satisfecho, había de extenderse más allá de la vida del que los granjeaba y extenderse a sus hijos y descendencia. ¡Grandeza inmensa de alma pensar que de señaladas acciones el pago no era bastante si no alcanzaba a los hijos; y dar la vida y solicitar la muerte, no por propia ambición, sino para blasón de la raza!

     Pueblo paciente y constante, que allí donde los efluvios tropicales enervan la fibra criolla o el ardor meridional adelgaza y consume la escondida virtud de la perseverancia humilde, trocándola en suelta y ostensible viveza de ingenio, allí está probando su virtud nativa, vueltos los ojos del alma acaso hacia la patria, pero sin dejarse morder por el venenoso diente de la nostalgia, paciente y previsor, sobrio y ahorrado, inteligente y cauto. La esfera de aplicación o de ejercicio de la actividad humana se muda con los tiempos; pero tanto cuando el trabajo la fecunda como cuando las armas la ensangrientan, sirve de campo de batalla al trabajo y a las armas, aquella tierra cuyas gentes carecen de paciencia y brío suficientes para vedarla a extraños, para convertir en grandeza y beneficio propios las condiciones íntimas o externas de su nativo suelo.

     Ya que nos tocó nacer en días de postrición y de tristeza hagámonos fuertes contra el desaliento; para el animoso no hay camino completamente exhausto de merecimientos; los encuentra el buen soldado, en retiradas, en derrotas, en catástrofes supremas de su desbaratada hueste; la resignación no ha de ser flaqueza, sino virtud; no ha de consistir en desesperar, sino en resistir; no ha de dar paz a la mano, fiando en que sus bríos son estériles; no ha de aflojar el corazón, porque sus alientos no serán premiados con palmas que ve y envidia en mano de más afortunados.

     Si veis mi libro bien recibido, será razón que os pruebe cuán dispuesto está el ánimo de nuestros compatriotas a acoger lo que a nuestra patria se refiere; si le veis desdeñado, séaos estímulo a pretender con más vivo afán lo que él no alcanzó.