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Vestido
de entrecasa, walkie-talkie en la mano, el muchacho se para sobre un cantero
que hay en la vereda y ruega que, por favor, le presten un minuto de atención.
La cola llega hasta la esquina y todos saben de antemano lo que va a decir.
Que ya no queda una sola mesa libre, que no hay más lugar, que está lleno.
Y es así: una multitud se aprieta en los tres pisos de la sede
del Club Los Andes, en el centro de Lomas de Zamora, donde funciona uno
de los clubes del trueque más grandes del país. Su crecimiento fue tan
abrumador que ya desconcierta a sus propios impulsores: empezó en octubre
del año pasado con 100 personas por reunión. Y hoy roza las 2.000.
Aritmética elemental: 20 veces más en menos de cinco meses. Y todo al
ritmo de la dura crisis. Porque, aunque existen, son franca minoría
quienes van al trueque por una decisión filosófica. El 90 por ciento de
los prosumidores (productores y consumidores a la vez) encontraron
en el sistema una salvación. Un aliento entre la desesperación y la posibilidad
de arreglárselas para llevar a casa la comida o casi todo lo que necesita
la familia.
En el nodo de Los Andes —como en la gran cantidad que existe en el país—
hay lugar para muchos. Por ejemplo, para la señora que trabajaba en una
tienda, la echaron y le dieron 50 remeras como indemnización. Y, antes
que archivarlas en un placard, las cambia por los zapallitos que una socia
cultiva en el fondo de su casa, la pastafrola que otra hornea en su cocina
o las sábanas que le quedaron de saldo a un comerciante que cerró su negocio.
La sede de Los Andes es una cruza entre edificio y galpón gigante que
queda sobre Hipólito Yrigoyen, una de las principales avenidas del sur
del conurbano. En esta mezcla de barrio residencial y zona comercial,
la decadencia económica está en evidencia con los negocios cerrados y
sus consabidos carteles de alquiler. Pegada al club, funcionó hasta hace
poco una librería. Hoy la persiana baja al menos se convirtió en algo
útil: los socios del trueque la usan para atar sus bicicletas.
Los cuadernos y repuestos —al borde del comienzo de las clases— ahora
están entre la mercadería más codiciada puertas adentro del club del trueque.
Es jueves, son las tres de la tarde y las "operaciones" empiezan recién
dentro de dos horas. Pero ya hay una fila considerable frente al puesto
de una socia que ya empieza a desplegar su batería de artículos escolares.
En el club los reflejos y la información cuentan mucho: lo bueno
desaparece rápido y estar en el lugar indicado en el momento justo es
un excelente capital.
El tercer piso del club es una cancha de papi fútbol. Un cartelito en
cada uno de los arcos informa que ambos están reservados. Enseguida se
ocupan con una chica que tira las cartas del tarot y con otra que vende
frascos con ajíes y berenjenas.
"Vender", en realidad, es trocar. En los clubes no circula dinero, aunque
hay una moneda de cambio. Es un bono llamado "crédito" y popularmente
rebautizado "arbolito": tiene un ombú como ilustración.
Los socios se acostumbran a "pensar en créditos". No es que en el trueque
haya precios más baratos que en la calle. La clave es otra: la mercadería
circula porque no hay que usar dinero para conseguirla. Si es difícil
vender un producto en la economía formal, más simple es cambiarlo por
algún producto que de otro modo habría que terminar comprando con plata.
El milagro, en todo caso, es trabajar con toda la dedicación posible.
Isabel Rodríguez lo pone en práctica. Infatigable, recorre los trueques
seis días de la semana. En un taller donde trabajaba empezaron a pagarle
con telas y recurrió a su habilidad para transformarlas en unos monederos
que ofrece a dos créditos.
Los artículos se exhiben sobre unas mesas de carpintería apurada. En cada
una hay dos prosumidores. Parece un mercado loco donde los ojos
extraños no alcanzan a percibir una lógica de orden: los rubros
se mezclan y en un mismo puesto se ofrecen desde pastafrolas, saquitos
de té hasta champú de fraccionamiento casero.
En la mesa de al lado se luce una canilla lustrosa a 13 créditos. Más
allá, se consigue una edición tentadora de El Medio Pelo en la Sociedad
Argentina, obra cumbre de Arturo Jauretche, a 17 créditos. Hay tomates,
huevos, hamburguesas transportadas en las reglamentarias heladeritas.
A las seis llega el pico de la acción. Un chico sale con un paquete
de fideos y unos panes de pancho. Otro entra con un pajarito en una jaula.
"¿Sabés algo de esto?", pregunta una señora que llega en su bici. En la
avenida hay problemas con el tránsi to porque muchos bajan la velocidad
para enterarse de a qué se debe la muchedumbre.
Van entrando grupos de diez, pero la cola vuelve a nutrirse. Adentro es
difícil no chocarse a cada segundo. Hace calor y dan ganas de ir a tirarse
en la pileta del club, que se ve con perfecta panorámica. De pronto una
mujer flaquea por el agobio y una enfermera corre a tomarle la presión.
La tarifa es de un crédito, pero esta vez es un favor, y los favores no
se cobran.
"Lo principal es ser solidarios y ayudarnos", dice Silvina Mancini, que
empezó con sus tortas decoradas y hoy coordina una porción de los clubes
de la zona sur.
La cancha de papi es, a la vez, un salón con un escenario reservado para
los peluqueros. Una silla cómoda y un espejo colgado de la pared son suficientes.
En el club también se ofrecen servicios. Análisis en laboratorios, revelado
de fotos. Hay médicos, dentistas y abogados que también se anotan.
En su mesa, Alejandro Covetta anuncia sus servicios como colocador de
membranas. Al lado exhibe unos bonsai. "Andaba bien con mi trabajo y había
pensado en los árboles como una inversión a futuro: iba a venderlos cuando
ya tuvieran 30 años", cuenta. Pero cambió de plan: ahora lleva ejemplares
jóvenes y los transforma en lo que necesita para la vida diaria. Hoy ya
convirtió dos árboles en créditos.
Los tres pisos no dan para más y se habilita un playón que alguna vez
fue una cancha de básquet al aire libre. De pronto una voz amplificada
aparece de fondo. Los socios se acercan al hombre del micrófono con sus
propuestas de trueque directo (sin créditos por medio): "Un prosumidor
necesita un profesor de alemán". El interesado se queda firme al
lado, esperando que alguien al menos llegue con el dato.
Clarin,
Domingo 3 de marzo de 2002
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