RAÍCES DE UN HOY SANGRIENTO. Los indígenas de Chiapas frente a la Iglesia Católica
Autor: Daniel Monrió Grosso (UCA)
Los acontecimientos que ensangrientan hoy, aunque ya no aparezca en la prensa, al estado mexicano de Chiapas, relacionados con las revindicaciones del ÉZLN (Ejército Zapatista de Liberación Nacional), no son algo genuinamente nuevo, sino la actualización de un conflicto heredero en forma directa de las insurrecciones indígenas de 1712 y 1869 ante la presión de las autoridades españolas y, más tarde, criollas, principalmente religiosas.
Chiapas, actualmente, es un estado del sudeste de México y está situado en una parte del istmo de Tehuantepec. Limita al norte con estado de Tabasco, Guatemala al este, el océano Pacífico al sur y sudeste, y los estados de Veracruz y Oxaca al oeste. Los grupos Mayas de los tzotziles y los tzeltales, estrechamente emparentados, son los más numerosos en la zona central del estado, foco de la rebelión así como antepasados de las actuales comunidades de esta zona. Tanto en el XVI como en el XVII, contaba con una población indígena numerosa, aunque antes de los sucesos de 1712, las colectividades indias se encontraban al borde del hundimiento económico y demográfico. A pesar de esto hay que notar que, tras Tas reformas borbónicas efectuadas, la población indígena inició a fines del XVIII una progresión clara, mas no tanto en los aspectos económicos, donde se observa una crisis en la economía colonial local por la caída del curso de los productos de exportación y por el cierre del mercado español a algunos de esos productos, los más afectados las tinturas de añil y de cochinilla, pues aunque existieran cultivos de tabaco y cacao, estos se localizaban en zonas muy puntuales.
El origen de la rebelión
de 1711 estuvo en las disposiciones que el nuevo obispo de Chiapas llevó
a cabo. Cuando se prudujo su nombramiento hubo una alegría general
pues se trataba del primer obispo de origen criotío de la zona. Esta
simpatía inicial se fue tornando en alteración cuando el nuevo
prelado aumentó sus visitas a las parroquias, con la finalidad de recau-
dar tributo a las comunidades indígenas, pero lo que ya invirtió
totalmente los sentimientos iniciales fue la medida de subir desorbitadamente
el coste de la impartición de sacramentos básicos como el bautismo
o el matrimonio, asi como la marginación forzosa de aquellos que no
los costeaban al no tener recursos. También influyó el proceso
de apacaramiento de los mercados comunitarios que iniciaron las autoridades
civiles y la aparición de ladinos que mediante prestamos, en principio
inofensivos, extorsionaban a los indígenas, y al final les embargaban
sus tierras.
Como respuesta, en 1711, se apareció la Virgen en varios pueblos y,
cuando el obispo inició en 1712 su visita pastoral, la Virgen ordenó
el levantamiento general de los tzotzil-tzeltales contra el régimen
colonial.
Sofocada la rebelión con ayuda de tropas que hubieron de ser traídas desde Tabasco y Guatemala, la insurrección abrió una dolorosa herida en la sociedad colonial que vio desaparecer muchas de sus haciendas, así como el trasvase de núcleos de población de la zona.
La represión, con el ejército
como brazo pacificador, no se caracterizó precisamente por su suavidad.
Mas aquello que debían temer los indígenas eran las posibles
venganzas posteriores de los colonos locales. La Corona, previendo esto y
con una insurrección ya en su haber, se esforzó en limitar tales
efectos negativos, principalmente para la economía colonial, que tampoco
estaba preparada para la desaparición de otro contingente de mano de
obra con otra masacre.
Se tomaron una serie de medidas que abrían una brecha en ciertas prerrogativas
antiguas de criollos y españoles, que afectaban al poder de las autoridades
civiles y al poder económico de la iglesia. Algunas medidas fueron
la revisión de los tributos, el control de los impuestos eclesiásticos,
la supresión de compras obligatorias, el abandono del repartimiento,
el aumento de los poderes de las autoridades indias locales,... Tales reformas
acabaron por imponerse en todo Chiapas.
Tanto esta insurrección como la siguiente obedecen a un mismo esquema. Se presentan primero como una reforma religiosa, pasando a convertirse en el reacomodamiento de las realidades sociales, desembocando en el reto radical al orden colonial, cuya resistencia provoca un conflicto armado.
El 22 de diciembre de 1867 una joven Chamula, Agustina Gómez, descubrió tres fragmentos de obsidiana. Se difundió el rumor de que hablaban, y el "fiscal" de la comunidad, Pedro Díaz, requisó las "piedras parlantes". Durante la noche escuchó ruidos en el arcón donde las guardaba y, convencido, reconoció el milagro oficialmente. Se creó un foco de peregrinación que levantó suspicacias en el cura de Chamula, el cual decidió emprender un viaje a la zona para "extirpar la idolatría" . Ordeno la entrega de las piedras, lo que se hizo sin el menor signo de hostilidad.
No obstante, continuaron las ceremonias que atrajeron a un gran número de fíeles, lo que inquietó, además de a la jerarquía eclesiástica, a las autoridades políticas de San Cristóbal, que temían disturbios.
El siguiente paso fue la sustitución de las piedras por otros ídolos, que seguidamente eran vueltos a confiscar por las autoridades religiosas. Para intentar atajar el grave problema que estaba naciendo, se arresta a Agustina, mas la intervención del gobernador la libera. El obispo de Chiapas toma cartas en el asunto y decide enviar una comisión eclesiástica a la zona, pero la maniobra falla, pues a estas alturas hay organizado ya un verdadero culto en torno a Agustina y "sus Santas".
Esta organización religiosa será completada con una político-económica. Pedro convoca a todos los hombres que supieran leer y escribir y los inviste como jefes de sus parajes respectivos, formándose una doble autoridad, por un lado indígena, por otra aquella que ya existía, dependiente del gobernador de Chiapas. Decide también la creación de un mercado periódico que escaparía al control de los intermediarios ladinos y mestizos.
Los comerciantes ladinos, cuando vieron que ya no les era posible dominar los intercambios comunitarios, enviaron sendas quejas incitando a las autoridades de San Cristóbal para que intervinieran. Sus requerimientos fueron escuchados, un destacamento de 50 hombres sitió la zona y capturó a Agustina y a su madre, más tarde cayó también Pedro.
El relevo de poder lo tomó un ladino, Ignacio Galindo, que reuniendo un pequeño destacamento inicia la sublevación indígena. Saquean haciendas y marchan hacia San Cristóbal, sitiando la ciudad. Las autoridades, incapaces de defenderse acceden a un acuerdo: la liberación de Agustina, Pedro y otros prisioneros a cambio de levantar el sitio.
Tras diversos ataques indios, cada vez más violentos, el gobernador del estado decidió terminar con el problema de raíz: 1400 hombres fueron enviados para la defensa de San Cristóbal. Los indios, ante la masacre que realizaron las fuerzas ladinas, fueron abandonando la causa de Pedro.
El 31 de octubre de 1870 las tropas
gubernamentales abandonaron los Altos, y el obispo felicita al gobernador
por su rápida acción. El orden se ha restablecido. La insurrección
se ha llevado por delante a 200 ladinos y 800 indios. Pero los indios no desesperan,
volverán a sus trabajos y a su vida cotidiana, mas esa masacre quedará
en la memoria colectiva durante muchos años, esperando el momento preciso,
da igual el tiempo que haya que esperar, para que su clamor sea escuchado.
En definitiva, aquí están narrados los acontecimientos que han
sacudido la zona desde época colonial. Cada uno puede sacar sus propias
conclusiones al respecto. Mi opinión personal coincidiría con
algunos autores que ya han catalogado las tres insurrecciones como un movimiento
ciclíco de protesta ante una situación ciertamente insostenible.
Y es que, en palabras de Enrique Dussel, "La rebelión indígena
de Chiapas es ante todo una rebelión de indignación ético-política
de una cultura, de una comunidad de oprimidos y excluidos"(1).
(1)E. DUSSEL "Rebelión maya
de 1994 en
Chiapas", Sao Paulo, 1994
Artículo perteneciente al número 3 de UBI SUNT?, págs. 9 a 11.