COGER POCHAS CON RESACA
por Andrés Santamaría Antonio
Era la media tarde del 15 de Agosto de 1971, día de la Virgen. Aquel año tocó en domingo. Lo digo por lo que vendrá después; aún tengo clavado aquel maldito lunes. Yo tenía 17 años y estaba sentado delante de casa.
Por aquel entonces a Igúzquiza llegaban las lavadoras, los frigoríficos y los sobres de la marca Agni. El “antes sí pero ahora no” ya lo había pronunciado con potente voz el célebre Cabañas.
Barniol, El Rioja, Zenón, Bengurión y un largo etcétera salían del bar alegres y bulliciosos en dirección a los coches.
¡Tira Morrás! (que así me llamaban) ¡Vamos para Los Arcos a ver las vacas!
¡Vamos, no te quedes ahí!
¡Venga Morrás! ¡ Monta! – me gritaban –
Sin dudarlo mucho monté con ellos. Total si sólo es para ver las vacas – pensé –
Ya en Los Arcos y después de ver algún revolcón en la plaza empezamos el recorrido de bares. Una pareja de la Guardia Civil estaba delante del bar Ezequiel y cuando las fuerzas chaparreras salíamos de él, pletóricos y algo “timplaos”, al ver los tricornios comenzamos a cantar a ritmo pachanguero una canción cuya letra no recuerdo muy bien. El estribillo era algo así:
El Lute, el Lute, el Lute es cojonudo
El Lute, el Lute, el Lute es el mejor ...
Y terminaba: ... Cuando el Lute quiere escapar no lo pueden pillar.
El final “... no lo pueden pillar”, se cantaba con mucho recochineo mirando a los civiles y haciéndoles gestos con las manos como diciéndoles: que se os ha escapado, marchar a buscarlo. No hicieron ademán de actuar pero por la expresión de sus caras daba la impresión de que rugían por dentro. Esta misma escena, a la salida de diferentes bares, se repitió varias veces ya que los civiles estuvieron toda la tarde siguiéndonos a distancia. Entrada la noche y al salir la cuadrilla de un bar de la carretera Logroño (creo que era el Bohío) no vimos a la inseparable pareja sino a diez o doce guardias, algunos con galones, meneando las porras del cinto con gesto chulesco. Instintivamente, por si las porras, nos olvidamos de el Lute (era su mayor espina; unos meses antes se había fugado de la cárcel de Jerez, no sé si era su segunda o tercera fuga) y empezamos a entonar alguna ranchera. Después reunidos en corrillo decidimos que para evitar follones lo mejor era trasladarnos a las fiestas de Lerín haciendo honor al dicho de Zumalacárregui: “ Si vienen mil, quietos en Lerín y si vienen mil quinientos, en Lerín quietos”.
No muy quietos que digamos anduvimos en Lerín y unos al ligue y otros al frasco nos dieron las seis de la mañana “timplaos”, “tutenos” o “sulfatiaos” que de todo había. Yo, que era unos años más joven, era mi primera salida de viaje largo y no estaba acostumbrado a tanto vidrio, creo que me encontraba dentro del último grupo.
Regresamos a nuestro querido pueblo mas o menos una hora antes de que la corneta tocase diana de llamada a cabras. Mi cuerpo no era mi cuerpo, escaleras arriba zigzagueando llegué a la cama y caí como un zarrapo.
No había pasado una hora cuando me desperté (es un decir) oyendo la voz de mi padre Isidro diciendo: Hala, chiguito, que hay que bajar a coger pochas. Después de la tercera o la cuarta llamada, ya algo subida de tono me levanté como pude. ¡Qué resaca!
- Que te prepare tu madre el almuerzo y tira pa abajo, yo salgo ya, no tardes – me dijo –
Tomé un par de tragos de agua y a trancas y barrancas un café con leche, más achicoria que café, ¡qué clavo!. Tiré cuesta la Yesera abajo con el almuerzo y bien de agua en el morral.
Aquel día, como todos los días, los hombres del tiempo de mi padre estaban como él fijos en el regadío. Cada uno bajaba en su medio de locomoción: El Sr. Paciano con el burro Cornelio, el Sr. Matías con el macho, el Sr. Eleuterio en bicicleta, el Sr. Teodoro en tractor, Los Sanchos uno tras otro y Jesús El Guarda e Isidro en tres zancadas.
Delineantes de la tierra
con su cordel y su azada.
Con el sudor en su frente
y su ilusión en el alma
¡Qué tableros diseñaban!
¡Qué delicias cultivaban!
No penséis que ahora en el cielo
viven en la holgazanía
que siguen bajando al huerto
como hacían cada día.
Todo tipo de colleta
siguen plantando allá arriba
y desde que ellos llegaron
Dios no come otra verdura
si no es la que ellos crían.
Vamos Andrés, que te emocionas recordando a estos entrañables hombres. No intentes escaquearte. Ya sabemos que seguirías escribiendo un par de tomos cantando sus aventuras,
pero has llegado al regadío y tienes que coger pochas.
Cuando llegué, Isidro ya tenía casi lleno el pozal. Con el garbo que llevaba parecía que cogía a cuatro manos.
Venga chiguito, deja el morral a la sombra y empieza en aquella fila – me dijo-
Ya había salido Lorenzo y se había ido la aguarrada. El día venía fuerte. No andaba ni pelo de aire. Que mal cuerpo tenía; justo empezar la faena y a beber agua; estaba más derecho que agachado; otra vez a beber agua.
Como no corras más te voy a mandar a Arteaga con los de la vista baja – me gritó-
Allí seguí como pude. Para la hora del almuerzo no había cogido ni para un puchero. Entre bocado y reniego y bocado y consejo me dijo: Ves aquellas de aquel corro que están amarillas, hay que apurarlas bien, casi a mata rasa, que para el próximo día ya se habrán puesto lacias.
Enseguida volvimos al tajo. No sabía en qué postura ponerme, probé de rodillas, sentado, de todas las maneras, ninguna era buena y otra vez de pie ¡qué destemple, qué manera de sudar, qué dolor de riñones!
Serían sobre las once cuando oí un coche que llegaba. Un deslumbrante Citroen Tiburón matrícula francesa aparcó en la chopera. Una pareja de mediana edad se bajó y se colocaron en sendas hamacas, él a la sombra de los chopos y ella al sol después de ponerse en biquini.
¡Qué novedad!
Isidro seguía a lo suyo, yo, de pie por supuesto, sin quitar ojo a la mademoiselle hasta que un grito de mi padre me puso en la cruda realidad. Otra vez a doblar los riñones. Ni los efectos de la despampanante francesa fueron suficientes para atenuar un ápice la resaca. Más agua. Así fui pasando la mañana, con la vista puesta más en la chopera que en las pochas. Mi padre hasta los mismísimos. Entre el repertorio de sus reniegos, que me llegaban bastante atenuados porque él me había sacado unas cuantas filas de ventaja, una vez me pareció oír que hacía referencia a algo sobre el galgo Lucas.
Habíamos cogido tres mallas. La Estadística diría que una y media cada uno, pero en realidad las pasadas por mis manos no llegaban a media.
Era casi la una y había que sacar las pochas al puente donde llegaba a recogerlas en su Dos Caballos el pochero Paco Romero. Mi padre, que ya me fusilaba con la mirada, se agachó, cogió una malla por los extremos, de un envión la levantó hasta los cielos y me la empotró en los hombros con tal fuerza que se me doblaron las canillas. La malla, ayudada también por mi genio dio en mitad de una era de pimientos. Yo salí corriendo hacia el río, mi padre en una milésima de segundo arrancó la estaca de un tomate y salió vociferando tras de mí. En ese momento los franceses salieron en mi defensa recriminándole su actitud a voces. Mi padre se olvidó de mí, cambió noventa grados la dirección y estaca en mano iba a por ellos. Los franceses se debieron de acordar en ese momento de Bailén y del general Castaños porque rápidamente se parapetaron detrás del coche para ver por donde venían los tiros. A unos cinco metros de ellos paró en seco y les echó por lo menos durante dos minutos una filípica tal que me es imposible reproducir aquí.
Yo, mientras esto sucedía, saqué la malla de entre los pimientos (hubo suerte, solo se rasgó una rama). Llegó mi padre, ya más tranquilo, y sin decirme nada me colocó ahora suavemente la malla en el hombro y antes de agacharse para colocarme la segunda cruzada sobre la primera, mirando a los franceses con el puño levantado amenazante les gritó: ¡¡cojoneess!!.
Cuando con mi carga, medio dando tumbos, iba camino del puente pensaba: ya sólo falta para redondear la mañana que venga Paco con la rebaja. No tardó mucho en cumplirse mi vaticinio. Unos metros antes de llegar el coche al lugar de la parada, a través del cristal ya se adivinaba la cara de pocos amigos que traía Romero; mal asunto. Se bajó del coche y nada más decir buenos días soltó su habitual frase:
Isidro, está el mercado saturado, hoy un duro menos
De nada servían las quejas, los aspavientos y la defensa de la buena calidad de las pochas que hacía mi padre, porque entonces además de repetir lo de la saturación del mercado empezaba a argumentar con su otra palabra favorita: la merma. Así que pesar, cobrar y trote gorrinero.
Camino de casa, al pasar el puente, mi padre me dijo: Andrés, si no llega a ser por los del coche hoy te ganas un par de estacazos. Eh, ¡a mí me van a decir!, - añadió – Yo le miré con una sonrisa y el me contestó con otra. En ese momento las sonrisas se convirtieron en risas y carcajadas porque vimos cómo un conocido agricultor de la zona , que pasaba con el tractor, saludaba con el brazo a un pelele que estaba plantado en la pieza de al lado gritándole al mismo tiempo: ¡¡Hasta luego!!. La escena fue de auténtica antología.
Al llegar a la alcantarilla de la yesera coincidimos con Jesús El Guarda que salía del camino de Íbia. Nos saludamos cordialmente y cuesta arriba, a golpe de abarca, Isidro y Jesús iban hablando de sus asuntos: de lo que tenían puesto en el regadío, de la cosecha, de por dónde y cómo andaban sus hijos. Yo, sin mediar palabra, les escuchaba atentamente y no se me olvidará nunca lo que me dijo con tono animoso el Sr. Jesús antes de despedirnos con un buen provecho: ”Macaguen esto, majo, ¡cuántos escolinchones y brincos ha habido que dar para sacar la alubia!”
Un millón de gracias por los escolinchones, un millón de gracias por los brincos. De verdad. Decir que gracias a los esfuerzos de nuestros mayores hoy los chaparreros vivimos mejor sería una perogrullada pero es la mayor verdad del mundo.
¡Que quiten todas estatuas
de reyes y emperadores
y pongan de estos Señores
con abarcas y azadones!
Venga, Andrés, que te emocionas otra vez, que te estas alargando.
No quiero terminar sin hacer mención a la pochada que se disfruta en Igúzquiza en Septiembre: Las extraordinarias, sublimes, exquisitas y suaves pochas de pellejo imaginario de Paco Sanz o de Santiago Acedo (cogidas sin resaca) cocinadas con esmero por cualquiera de los Hermanos Mauleón (en asuntos culinarios tanto monta, monta tanto Carmelo como Gonzalo). Uhmm...¡¡qué buenas!!. Ya se me ha pasado la resaca y se me hace la boca agua; así no hay quien escriba.
Así termina esta historia
el hijo de un hortelano
que nunca crió melones,
él tenía como lema:
Dios y ciemo y... ¡ay cojones!.
Igúzquiza, Agosto de 2005. |