Un pueblo que VUELVE A LA VIDA

Crónica de mi pueblo IGÚZQUIZA

Maite González

Quienes tenemos varios pueblos sabemos bien que, en general, no somos considerados de ninguno de ellos. Vives en uno en el que todo el mundo te identifica como del otro y te ocurre lo mismo cuando buscas el descanso estival en la localidad de tus ancestros. Sin embargo, y a mí me ocurre, siempre te identificas con los dos. Por lo tanto resulta algo difícil decantarse por uno en particular y la complicada decisión termina por resolverse a cara y cruz. Igúzquiza estaba señalada con la cruz. Perdónenme mendavieses.

Decir Igúzquiza supone que a la memoria de muchos aficionados vuelvan nombres como los de los Galdeano o Vidaurreta, abnegados ciclistas que dejaron gran parte de sus fuerzas en carreras y carreteras, casi sin medios y con bicicletas compradas con el sudor de junios abrasadores bajo el sol de la siega. Pero Igúzquiza, pueblo de los chaparreros, dejó ya hace años atrás esa época de gloria y triunfos de hijos tan ilustres. Ahora, duerme tranquilo bajo la afilada sombra de Montejurra y disfruta de sus envidiables vistas y situación privilegiada. La imponente mole de San Esteban de Deyo recuerda un pasado de lucha por el poder y el honor, que el discurrir de la historia ha convertido en ruinas construidas con piedras inconexas. Mis recuerdos más lejanos se sitúan en veranos larguísimos, que al final resultaban no serlo tanto, estío de juegos de sol a sol, de eternas jornadas piscineras y descubrimientos sorprendentes.

El camino de la Balsa, el de la Ermita, Tierras Royas o la Peña Negra, nos hicieron ir creciendo en la vida a través del embrujo de los retorcidos troncos de las encinas. Con ojos asombrados descubrimos que Igúzquiza también se incluye en la Navarra en fiestas, y que sus costumbres no son del todo ortodoxas. Desde nuestra mentalidad infantil, aprendimos a asumir que merendarse una cabra, con cuernos y todo, era algo de lo que no había por qué soprenderse. Y tampoco era nada fuera de lo común que la vaquilla que había servido para que los chaparreros demostrasen su arte taurino durante las fiestas terminase en la cazuela, en una merienda en la que trataba de hacer más ‘llevables’ los rigores del invierno. Porque el frío en Igúzquiza cala hasta los huesos. Durante esos meses interminables, la cocina de leña de la abuela Julia se convertía en remedio insuficiente para acabar con la tiritona, ya que frente a una cocina a cuarenta grados, el catarro estaba asegurado al salir a una entrada que se asemejaba al Polo. Tampoco la socorrida manta eléctrica servía de mucho entre las sábanas, tan frías que parecían húmedas. Dormir entre ellas significaba no moverse de sitio en toda la noche, aunque tampoco resultaba una tarea fácil dado el peso de las veinte mantas necesarias en la cama.

Igúzquiza parece volver a renacer ahora tras varios años de retroceso, gracias a los numerosos niños que llenan de risas y juegos infantiles las calles. El futuro parece asegurado en un pueblo que se convierte en la excepción dentro del triste despoblamiento que están sufriendo las localidades más pequeñas de la Merindad de Estella y del resto de la Comunidad Foral. Los más viejos del lugar vuelven a soñar y en su arrugada mente dibujan historias futuras en las que los herederos de los ciclistas de Igúzquiza vuelvan a llevar el nombre del pueblo más allá de las fronteras de la Yesera y el Crucero.

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