La princesa llegó pasadas las seis en un coche de la embajada
de Holanda, sin su beba y del brazo de su esposo, el príncipe Guillermo.
Estaba radiante, con un vestido de gasa en tonos tierra que llevaba la inconfundible
firma de la diseñadora neoyorkina Donna Karan. Acompañó
el desabrigado atuendo con una estola de seda verde seco y sandalias color
cobre. Aunque su elegancia acaparó todas las miradas, no opacó
a la protagonista de la noche, que sorprendió con un strapless en satén
blanco, guantes hasta el codo, muy años cincuenta, y cola con apliques
de encaje negro.
La ceremonia fue breve, en tres idiomas y con el Ave María
incluido. Y hasta hubo un toque de humor cuando durante la bendición
de las alianzas comenzó a sonar un celular, y cuando durante su sermón
el sacerdote aprovechó para contar que él también tenía
una parienta casada con un holandés. Máxima desparramó
sonrisas, cuchicheó con su esposo y no disimuló la emoción.
Tampoco el fastidio, al ver que los curiosos sacaron sus cámaras de
fotos y le dispararon sin ningún tipo de pudor durante el saludo de
los novios en el atrio. "No entiendo por qué lo hacen", dijo
sin perder la compostura y mientras se dirigía hacia el club house
acompañada por la hermana de Samantha.
"Es altísima y muy linda", acotó una de las
vecinas que había pasado la tarde pispeando los preparativos en el
salón de fiestas, donde anoche hubo cena y baile para 200 personas.
La entrada de la casona de estilo inglés estaba iluminada con velas,
y una carpa blanca montada al costado hizo las veces de pista de baile porque
el espacio no es demasiado grande. Los arreglos florales de las mesas eran
una delicadeza: uvas blancas, rosas y alcauciles.
No trascendió cuál fue el menú elegido para
la ocasión, pero se supo que el servicio de catering estuvo a cargo
de la tía de la novia, que además vive en el country.