BAJO LA MASCARA
Por Hollis Mason

Presentamos aqui fragmentos de la biografía de Hollis Mason, «BAJO LA MASCARA», que nos llevan a la época en que se convirtió en el aventurero enmascarado Búho Nocturno. Reproducido con permiso del autor. Traducción de Dunia Gras.


I.

La mujer que trabaja en el colmado de la esquina se llama Denise, y es una de las más grandes novelistas inéditas de América. Durante estos años ha escrito cuarenta y dos novelas románticas, auqne ninguna ha llegado a las librerías. Yo, sin embargo, he sido tan afortunado que he oído los guiones de las últimas veintisiete, contados por entregas por las propia autora cada vez que me pasaba por su tienda a por un tarro de café o una lata de judías, y mi respeto hacia la destreza literaria de Denise no tiene fronteras. Así que, como es natural, cuando me enfrenté a la difícil tarea de comenzar en serio el libro que tienes ahora en tus manos, le pedí consejo a Denise.

«Oye», le dije. «No sé cómo escribir un libro. Lo tengo todo en la cabeza, pero ¿qué pongo primero? ¿Cómo empiezo?».

Sin apartar la vista de unos paquetes de detergente a los que estaba poniendo precio, Denise, magnánima, dejó ir una perla de su acumulada sabiduría con voz aburrida pero condescendiente.

«Empieza con lo más triste que te puedas imaginar y ponte al público de tu parte. Después de eso, créeme, el resto es un paseo».

Gracias, Denise. Te dedico este libro, porque no sé escoger entre todos los demás a los que se lo debería dedicar.

Lo más triste en que puedo pensar es «La Cabalgata de las Walkirias». Cada vez que la oigo me deprimo y medito sobre la Humanidad y la injusticia de la vida y todas esas otras cosas en que uno piensa cuando son casi las tres de la mañana y tu estómago no te deja dormir. Ahora sé que nadie más en este planeta suelta una lágrima cuando oye ese rollo de estribillo, pero es porque no conocen a Moe Vernon.

Cuando mi padre creció y dejó la granja de mi abuelo en Montana para traerse a su familia a Nueva York, Moe Vernon fue el hombre para el que trabajó. El taller de reparaciones de Vernon estaba justo al final de la Séptima Avenida, y aunque era sólo 1928 cuando papá se metió ahí, ya era una hazaña para su sueldo el mantenernos vestidos y alimentados a mí, a mamá y a mi hermana Liantha. Papá siempre fue hábil y entusiasta en su trabajo, y yo creía que era porque le iban un montón los coches. Ahora que recuerdo, veo que era más que eso. Debió significar mucho para él eso de tener un trabajo y poder sustentar a su familia. Había tenido un montón de peleas con su padre por venirse al este en lugar de encargarse de la granja, como el viejo había planeado, y muchas habían acabado con mi abuelo augurando la miseria y la ruina moral de papá y mamá si ponían un pie en Nueva York. Vivir la vida que él mismo había escogido y mantener a su familia por encima de la miseria, a pesar de las predicciones de su padre, debe haber significado para él más que otra cosa en el mundo, pero es algo que sólo entiendo ahora, con perspectiva. Entonces sólo pensaba que estaba loco por las ruedas.

En fin, yo tenía doce años cuando dejé Montana, así que durante esos pocos años después en la gran ciudad ya tenía edad para apreciar los viajes ocasionales con papá a la tienda de coches, que es donde primero vi a Moe Vernon, su jefe.

Moe Vernon era un hombre de unos cincuenta y cinco años y tenía una de esas viejas caras de neoyorquino que ya no se ven por ahí. Es curioso, pero algunas caras parecen estar o pasar de moda. Miras viejas fotos y todos tienen un cierto aire, como si todos fueran parientes. Mira otras de diez años más tarde y verás que un nuevo tipo de rostro se impone, y que las viejas caras desaparecen y se esfuman, para no ser vistas más. La de Moe Vernon era de esas: triple mentón, una cínica y pedante mueca en el labio inferior, bolsas bajo sus ojos, el pelo batiéndose en retirada por su cabeza hasta concertar una cita con la etiqueta (del cuello) de su camisa.

 

Taller de Vernon

Taller de Vernon. 1928 (de izq, a der): mi padre: yo, a los 21 años; Moe Vernon: Fred Motz.

Como siempre, entraría en la tienda con mi padre y Moe estaría sentado ahí, en su oficina, toda ventanas para ver trabajar a sus hombres. A veces, si mi padre quería comprobar algo con Moe antes de seguir con su faena, me mandaba a la oficina a hacerlo por él, así vi las entrañas del santuario privado de Moe. O más bien, las oí.

Es que Moe era un fan de la ópera. Tenía uno de esos nuevos gramófonos en un rincón de su oficina y no paraba de pinchar en todo el día sus setenta y ocho viejos discos rayados favoritos tan alto como podía. Hoy en día eso de «tan alto como podía» no significa mucho follón, pero en 1930 sonaba a pura cacofonía, porque las cosas eran normalmente más silenciosas.

Lo que también era peculiar en Moe era su sentido del humor, representado por todas esas porquerías que guardaba en el cajón superior de la derecha de su escritorio.

En ese cajón, entre un lío de gomas y clips y recibos y cosas por el estilo, Moe tenía una de las más nutridas colecciones de novedades de mal gusto que había visto nunca hasta el momento. Eran juguetitos atrevidos y artilugios que Moe había robado en tiendas de artículos de broma o en Coney Island, pero su nivel vulgar y ordinario era abrumador: aquellos regalitos tristes y baratos que recuerdas que papá traía a casa cuando había estado bebiendo con los amiguetes y avergonzaba a tu madre; aquellos bolígrafos con una chica al extremo cuyo bañador desaparecía cuando los ponías boca abajo; aquellos juegos de sal y pimienta en forma de tetas; aquellas tonterías para los perros. Moe los tenía todos. Cada vez que alguien entraba en su oficina, trataba de sorprenderlo con su última adquisición. En verdad, mi padre se escandalizaba más que yo. No creo que le gustara la idea de tener un hijo expuesto a esas porquerías, quizás por los consejos morales que mi abuelo le había inculcado.

Por mi parte, no me ofendía,e incluso lo encontraba bastante divertido. No por las cosas en sí... por aquel entonces ya era demasiado viejo para divertirme con esas tonterías. Lo que encontraba divertido era que, sin ninguna razón aparente, un adulto tuviera un cajón repleto de esas ridículas bobadas. En fin, un día de 1933, un poco después de mí diecisiete cumpleaños, estaba en el taller de Vernon con papá, ayudándole a hurgar de las vísceras aceitosas de un Ford larguirucho. Moe estaba en su oficina sentado y, aunque no lo supimos hasta más tarde, llevaba puesto un cacharro de espuma pintado de forma muy realista como unos pechos de mujer, con esto esperaba conseguir unas risas de un tipo que le traía el correo de la mañana desde la oficina de enfrente. Mientras esperaba, escuchaba a Wagner. El correo llegó a su debido tiempo, y el tipo que lo trajo trató de dedicarle una obediente risita antes de dejarle abrir y examinar las cartas de esa mañana. Entre ellas (como dije, esto lo supimos luego) había una de la esposa de Moe, Beatrice, informándole de que durante los últimos dos años se estaba acostando con Fred Motz, el veterano mecánico de confianza empleado en el taller de Vernon, quien, extrañamente, no había aparecido por el trabajo ese preciso día. Esto, según los concluyentes parágrafos de la carta, era porque Beatrice se había llevado toda la pasta de la cuenta que compartía con su marido y se había fugado con Fred a Tijuana.

Lo primero que nadie supo en el taller sobre el asunto fue que la puerta de la oficina de Moe se abrió de golpe y el asombroso vocerío y la trepidante rendición de «La Cabalgata de las Walkirias» nos asaltó. Enmarcado en el umbral, con lágrimas en sus ojos y la arrugada carta en las manos, Moe permaneció de pie dramáticamente mientras era observado por todos. Aún llevaba el cacharro de senos artificiales. Casi de forma inaudible sobre las retumbantes notas de Wagner in crescendo como fondo, habló, con tanto dolor y ofendida dignidad, ultrajado, luchando por recobrar la voz, que el resultado final fue inexpresivo.

«Fred Motz ha tenido relaciones con mi esposa Beatrice durante estos dos últimos años».

Se quedó ahí plantado, sopesando el impacto, con sus lágrimas rodando por su múltiple mentón hasta empapar las espuma rosa de sus «senos», emitiendo unos ruiditos del interior de su garganta ahogados por el trote de las walkirias y perdidos para siempre.

Y todos se echaron a reír.

No sé cómo fue. Le veíamos llorar, pero había algo en su inexpresiva forma de contarlo, allí de pie con un par de tetas falsas y toda esa música triunfal retumbando y cerniéndose sobre él. Ninguno pudo evitar reírse de él. Mi papá y yo nos partíamos de veras y los otros tipos se retorcían sobre los coches de al lado, llorando de risa y manchándose la cara con el aceite de la faena. Moe sólo nos miró fijo durante un minuto y luego se metió otra vez en su agujero y cerró la puerta. Al rato Wagner se calló de pronto con un feo ruido de disco rayado, como si Moe le hubiera quitado la aguja al brazo del gramófono, y el silencio se hizo. Pasó una media hora antes que nadie entrara a disculparse en nombre de todos y ver si Moe estaba bien. Moe aceptó las disculpas y dijo que estaba bien. Parece ser que estaba ahí sentado, en su escritorio, pero sin los pechos, siguiendo con su rutina de papeleo como si nada hubiera pasado.


Graduación
Mi graduación en la Academia de Policía (1938)

Aquella noche nos mandó a todos pronto a casa. Entonces cogió el tubo de escape de uno de sus mejores coches y lo metió dentro de la ventanilla, puso en marcha el motor y cayó en un final y amargo sueño eterno acunado por el monóxido de carbono. Su hermano se puso al frente del negocio e incluso volvió a emplear ocasionalmente a Fred Motz como mecánico jefe.

Y así es que «La Cabalgata de las Walkirias» es lo más triste que puedo recordar, aunque es más bien una tragedia ajena y no mía. Aunque yo estuve allí y me reí con todos y creo que eso me hace parte de la historia también.

Ahora, si la teoría de Denise es correcta, debería tener vuestra plena simpatía y el resto será un paseo. Así que mejor será contarte ya todo el rollo por el que compraste probablemente este libro. Quizá sea mejor explicarte porqué estoy más loco de lo que nunca estuvo Moe Vernon. No tuve un cajón lleno de novedades eróticas, pero creo que tuve mis propias manías. Y aunque nunca me he puesto un par de senos falsos, he andado por ahí vestido de una forma igual de extraña, con lágrimas en los ojos mientras la gente se moría de risa.

 

 

 

 

II.

En 1939 tenía 23 años y un trabajo en el cuerpo de policía de N.Y. City. No me he preguntado hasta ahora por qué elegí esa carrera en particular, pero creo que fue el resultado de varias cosas. La más decisiva quizás fue mi abuelo. Aunque le guardaba rencor al viejo por las recriminaciones y la carga de culpa y las presiones a las que había sometido a mi padre, supongo que el simple hecho de vivir bajo su influencia los doce primeros años de mi vida me marcó para siempre con una serie de valores morales y prejuicios. Nunca fui tan extremista en mis creencias sobre Dios, la familia y la bandera como lo fue el padre de mi padre, pero aún hoy puedo ver en mí rasgos básicos de decencia que heredé de él. Su nombre era Hollis Wordsworth Mason Senior, y quizás porque mis padres quisieron hacerle una gracia llamándome igual, siempre tuvo un especial interés por mi educación y mi instrucción moral. Una de las cosas que más le costó inculcarme fue que la gente del campo era más sana que la de la ciudad, y que las ciudades eran como pozos ciegos en los que desembocaba toda la deshonestidad y la avaricia y la lujuria y el ateísmo hasta pudrirse sin remedio. Como es de suponer, cuando crecí y me enteré del alcoholismo, la violencia doméstica y los abusos a niños que se escondían tras la fachada amigable de algunas de esas solitarias granjas de Montana, comprendí que la apreciación de mi abuelo había sido un poco parcial. Sin embargo, las cosas que vi en la ciudad durante los primeros años me contagiaron esa especie de revulsión ética de la que aún no he podido librarme. Ni aún hoy, en cierto modo.

Los chulos, macarras, agentes de artistas. Los patrones que echaban los perros a sus antiguos inquilinos para que se fueran y coger así a otros con más dinero. Los viejos que manoseaban a los niños y los crueles violadores, la mayoría jóvenes imberbes. Vi a toda esa gente a mi alrededor y me sentía enfermo por cómo era el mundo y cómo se estaba volviendo. Peor aún, había veces que mortificaba a papá y a mamá por desear en voz alta volver a Montana. Pero yo no quería tal cosa, aunque a veces me ponían frenético y esa parecía la mejor forma de herirles, reabriendo todas esas viejas dudas y preocupaciones y sentimientos de culpa. Ahora siento haberlo hecho, ojalá se lo hubiera dicho antes, mientras vivían. Quisiera haberles dicho que hicieron bien trayéndome a la ciudad, que hacían lo correcto. Quisiera habérselo hecho saber. Su vida hubiera sido más sencilla.

Cuando el vado entre el mundo de la ciudad y el que mi abuelo me había presentadocomo bueno y correcto se hizo demasiado grande y deprimente como para soportarlo, me volví hacia mi otro gran amor: las revistas de ciencia ficción. Aunque Hollis Mason Sénior, no hubiera sentido más que asco y desprecio por esas violentas y sensacionalistas revistas, había un trasfondo moral en ellas al que habría respondido, estoy seguro. El mundo de Doc Savage y The Shadow era ese de valores absolutos, en el que no había la menor duda de lo que era bueno y en el que el malo siempre sufría el justo castigo. La noción de Bien y Justicia que sostenía Lamont Cranston con su descuidado sombrero y sus pistolas automáticas parecía lejos de la del huraño y taciturno viejo a quien recordaba solo sentado de noche en Montana sin más compañía que su Biblia, pero no puedo evitar creer que si los dos se hubiesen encontrado, habrían hecho migas. Por mi parte, todos esos brillantes e ingeniosos detectives y héroes daban una visión de un mundo perfecto en el que la moralidad funcionaba como debe ser. Nadie nunca se suicidó en el mundo de Doc Savage, a no ser esos asesinos frustrados, los kamikazes, o espías enemigos con cápsulas de cianuro. ¿En qué mundo preferirías vivir, puestos a escoger?

El contestarme esa pregunta fue lo que creo que me llevó a ser un poli. Y también lo que me hizo luego ser algo más que un poli. Grábate eso en la cabeza y el resto te será más fácil de digerir. Sé que la gente siempre tiene problemas para comprender lo que lleva a alguien a actuar de la manera que yo y otros actuamos, lo que nos mueve a hacer ese tipo de cosas. Sólo puedo contestar por mí, cada uno daría una versión distinta, pero en mi caso está bastante claro: me gusta la idea de la aventura, y me siento mal si no hago el Bien. He soportado todas las teorías de los psicólogos, y todos los chistes, y los rumores, y las indirectas, pero lo que no trago es eso de que me vestía de mochuelo y combatía el crimen porque era «diver» o porque necesitaba hacerlo porque me dio de repente. O.K. Ya está. Ya lo he dicho. Me disfracé. De buho. Y combatí el crimen. Quizás empieces a comprender por qué espero con esto casi más risas que las que se ganó ese pobre cornudo, Moe Vernon, con sus tetas de espuma y su Wagner a toda marcha.

Para mí, todo empezó en 1938, el año en que inventaron los superhéroes. Yo era ya demasiado viejo para los comics cuando el primer número de ACTION COMICS salió, o al menos demasiado viejo para leerlos en público sin buscarme problemas, pero vi que muchos de los chicos de mi distrito los leían y no pude resistir el pedirle a uno que me dejara darles una ojeada. Pensé que si alguien me veía yo siempre podía decir que así mantenía una buena relación con los jóvenes de la comunidad.

Había mucho material en ese primer número. Había historias de detectives y de magos cuyos nombres ya no recuerdo, pero desde que puse mis ojos en él sólo me fijé en la historia de Supermán. Representaba la moralidad básica de las revistas pero sin toda su oscuridad y ambigüedad. La atmósfera de lo horrible y casi siniestro que flotaba por The Shadow no aparecía en los brillantes colores primarios del mundo de Supermán, y no había huellas del reprimido deseo sexual que a veces se dibujaba en las revistillas, para mi vergüenza y embarazo. Nunca llegué a estar seguro de adonde quería llegar Lamont Cranston con Margo Lane, pero juraría que bastante lejos, no como la sana e inocente relación de Clark Kent con su tocaya Lois. Por supuesto, todos estos viejos personajes ya se han olvidado ahora, pero prefiero pensar que hay unos pocos lectores más que también recuerdan de qué estoy hablando. Basta decir que leí esa historia ocho veces seguidas antes de devolvérsela al pobre chico al que se la había usurpado.

Eso echó por tierra un montón de cosas que ya he olvidado y me deshice de todas esas viejas fantasías que tuve a los trece o catorce años, en el pasado: la niña más guapa de la clase era atacada por matones y yo les daba una lección, pero cuando ella se ofrecía a besarme como recompensa, yo rehusaba. Unos gángsters secuestrarían a mi profe de mates, Miss Albertine, y yo los seguiría y los mataría uno por uno hasta liberarla, y entonces ella rompería su compromiso con mi sarcástico profe de inglés, Mr. Richardson, porque se había enamorado, sin esperanzas, de su ceñudo y silencioso héroe de catorce años. Todo esto me asaltó mientras estaba allí mirando como un tonto el comic secuestrado, y aunque me reía de mí mismo por albergar esas inocentes fantasías juveniles, no me reí tan fuerte como debía. Ni la mitad de fuerte como me reí de Moe Vernon, por ejemplo.

Bueno, aunque ocasionalmente me las arreglé para que algún pilluelo me dejara su número más reciente de esa colección y así pasarme el resto del día saltando rascacielos en mi imaginación, mis fantasías iban a seguir siéndolo hasta que abrí un periódico ese mismo otoño y me encontré con que los superhéroes se habían escapado de su mundo de cuatro colores y habían invadido el ordinario y real del blanco y negro de los titulares.

Primera plana
Aventureros enmascarados en primera página. (New York Gazette, 14 de Octubre, 1938). Dibujo de «Justicia encapuchada».

Lo primero que apareció en el periódico fue simple y no muy espectacular, pero compartía los elementos suficientes con esas historias de ficción tan cercanas a mi corazón como para fijarme y apuntármelo en mi memoria, para uso futuro. Iba de un intento de asalto y atraco en Queens, Nueva York. Un chico y su novia, paseando después de una noche en el teatro, habían sido atacados por una banda de tres hombres armados. Después de quitarles los objetos de valor, los tipos empezaron a golpear al joven mientras amenazaban con violar a su chica. En este momento, el crimen fue interrumpido por una figura «que se dejó caer en el camino desde arriba con algo sobre su cara» y procedió a desarmar a los tres asaltantes antes de golpearlos de tal forma que los tres tuvieron que ir al hospital e incluso uno de ellos quedó inútil de las dos piernas por una herida en la espina dorsal. El relato de los testigos era confuso y contradictorio, pero, aún así, había algo en la historia que reconocí con un escalofrío. Y luego, una semana después, volvió a ocurrir. El reportaje esta vez fue más detallado. El robo a un supermercado había sido controlado gracias a la intervención de «un hombre alto, como un luchador, que llevaba una capucha negra y una capa y también un nudo corredizo al cuello». Este ser extraordinario había entrado rompiendo la ventana del súper mientras el atraco estaba en curso y atacó al cabecilla tan intensa y ferozmente que los demás sólo querían soltar sus armas, y rendirse.

Conectando esta intervención enmascarada con la anterior, los diarios llevaron la historia a sus páginas bajo el título de «Justicia encapuchada». El primer aventurero enmascarado fuera de los comics había sido bautizado.

Leyendo y volviendo a leer la noticia supe que yo sería el segundo.

Había encontrado mi vocación.


En los próximos capítulos extraídos de su biografía, Hollis Mason habla de su vida con los Minutemen y nos da sus impresiones sobre la variada personalidad de tan pinturesco grupo.


 

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