El Sepulcro de Don Quijote
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- Me preguntas, mi buen amigo, si sé la manera de desencadenar
  un delirio, un vértigo, una locura cualquiera sobre estas pobres
  muchedumbres ordenadas y tranquilas que nacen, comen, duermen, se reproducen
  y mueren. ¿ No habrá un medio, me dices, de reproducir la
  epidemia de los flagelantes o la de los convulsionarios? Y me hablas del
  milenario.
  
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- Como tú siento yo con frecuencia la nostalgia de la Edad
  Media; como tú quisiera vivir entre los espasmos del milenario.
  Si consiguiéramos hacer creer que un día dado, sea el 2 de
  mayo de 1908, el centenario del grito de independencia, se acababa para
  siempre España; que en ese día nos repartían como
  a borregos, creo que el día 3 de mayo de 1908 sería el día
  más grande de nuestra historia, el amanecer de una nueva vida.
  
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- Esto es una miseria, una completa miseria. A nadie le importa nada
  de nada. Y cuando alguno trata de agitar aisladamente este o aquel problema,
  una u otra cuestión, se lo atribuyen o a negocio o a afán
  de notoriedad y ansia de singularizarse. No se comprende aquí ya
  ni la locura. Hasta del loco creen y dicen que lo será por tenerle
  su cuenta y razón. Lo de la razón de la sinrazón es
  ya un hecho para estos miserables. 
  
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- Si nuestro señor Don Quijote resucitara y volviese a esta
  su España andarían buscándole una segunda intención
  a sus nobles desvaríos. Si uno denuncia un abuso, persigue la injusticia,
  fustiga la ramplonería, se preguntan los esclavos: ¿qué
  irá buscando en eso? ¿A qué aspira? Unas veces creen
  y dicen que lo hace para que le tapen la boca con oro; otras que es por
  ruines sentimientos y bajas pasiones de vengativo o envidioso; otras que
  lo hace no más sino por meter ruido y que de él se hable,
  por vanagloria; otras que lo hacen por divertirse y pasar el tiempo, por
  deporte. ¡Lástima grande que a tan pocos les dé por
  deportes semejantes!.
  
  Fíjate y observa. Ante un acto cualquiera de generosidad, de heroísmo,
  de locura, a todos esos estúpidos bachilleres, curas y barberos
  de hoy no se les ocurre sino preguntarse: ¿por qué lo hará?
  Y en cuanto creen haber descubierto la razón del acto -sea o no
  la que ellos se suponen- se dice: ¡bah!, lo ha hecho por esto o por
  lo otro. En cuanto una cosa tiene razón de ser y ellos la conocen
  perdió todo su valor la cosa. Para eso les sirve la lógica,
  la cochina lógica.
  
  Comprender es perdonar, se ha dicho. Y esos miserables necesitan comprender
  para perdonar el que se le humille, el que con hechos o palabras se les
  eche en cara su miseria, sin hablarles de ella. Han llegado a preguntarse
  estúpidamente para qué hizo Dios el mundo, y se han contestado
  a sí mismos: ¡para su gloria!, y se han quedado tan orondos
  y satisfechos, como si los muy majaderos supieran qué es eso de
  la gloria de Dios. Las cosas se hicieron primero, su para qué después.
  Que me den una idea nueva, cualquiera, sobre cualquier cosa, y ella me
  dirá después para qué sirve.
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- Alguna vez, cuando expongo algún proyecto, algo que me parece
  debía hacerse, no falta nunca quien me pregunte; ¿Y después?
  A preguntas tales no cabe otra respuesta que una pregunta. Y al "¿y
  después?" no hay sino dar de rebote un "¿y antes?".
  No hay porvenir; nunca hay porvenir. Eso que llaman el porvenir es una
  de las más grandes mentiras. El verdadero porvenir es hoy. ¿Qué
  será de nosotros mañana? ¡No hay mañana! ¿Qué
  es de nosotros hoy, ahora? Esta es la única cuestión.
  Y en cuanto a hoy, todos esos miserables están muy satisfechos porque
  hoy existen, y con existir les basta. La existencia, la pura y nuda existencia,
  llena su alma toda. No sienten que haya más que existir.
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- ¿Pero existen? ¿Existen de verdad? Yo creo que no;
  pues si existieran, si existieran de verdad, sufrirían de existir
  y no se contentarían con ello. Si real y verdaderamente existieran
  en el tiempo y en espacio sufrirían de no ser en lo eterno y lo
  infinito. Y este sufrimiento, esta pasión, que no es sino la pasión
  de Dios en nosotros, Dios que en nosotros sufre por sentirse preso en nuestra
  finitud y nuestra temporalidad, este divino sufrimiento les haría
  romper todos esos menguados eslabones lógicos con que tratan de
  atar sus menguados recuerdos a sus menguadas esperanzas, la ilusión
  de su pasado a su ilusión de su porvenir.
  
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- ¿Por qué hace eso? ¿Preguntó acaso nunca
  Sancho por qué hacía Don Quijote las cosas que hacía?.
  Y vuelta a lo mismo, a tu pregunta, a tu preocupación: ¿qué
  locura colectiva podríamos imbuir en estas pobres muchedumbres?
  ¿Qué delirio? Tú mismo te has acercado a la solución
  en una de esas cartas con que me asaltas a preguntas. En ella me decías:
  ¿no crees que se podría intentar alguna nueva cruzada? Pues
  bien, sí; creo que se puede intentar la santa cruzada de ir a rescatar
  el sepulcro de Don Quijote del poder de los bachilleres, curas, barberos,
  duques y canónigos que lo tienen ocupado. Creo que se puede intentar
  la santa cruzada de ir a rescatar el sepulcro del Caballero de la Locura
  del poder de los hidalgos de la Razón.
  
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- Defenderán, es natural, su usurpación y tratarán
  de probar con muchas y muy estudiadas razones que la guardia y custodia
  del sepulcro les corresponde. Lo guardan para que el Caballero no resucite.
  A esas razones hay que contestar con insultos, con pedradas, con gritos
  de pasión, con botes de lanza. No hay que razonar con ellos. Si
  tratas de razonar frente a sus razones estás perdido.
  Si te preguntan, como acostumbran, ¿con qué derecho reclamas
  el sepulcro?, no les contestes nada, que ya lo verán luego. Luego...tal
  vez cuando tú ni ellos existáis ya, por lo menos en este
  mundo de las apariencias.
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- Y esta santa cruzada lleva una gran ventaja a aquellas otras santas
  cruzadas de que alboreó una nueva vida en este viejo mundo. Aquellos
  ardientes cruzados sabían dónde estaba el sepulcro de Cristo,
  dónde se decía se estaba, mientras que nuestros cruzados
  no sabrán dónde está el sepulcro de Don Quijote. Hay
  que buscarlo peleando por rescatarlo.
  
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- Tu locura quijotesca te ha llevado más de una vez a hablarme
  del quijotismo como de una nueva religión. Y a eso he de decirte
  que esa nueva religión que propones y de que me hablas, si llegara
  a cuajar, tendría dos singulares preeminencias. La una, que su fundador,
  su profeta, Don Quijote -no Cervantes, por supuesto-, no estamos seguros
  de que fuese un hombre real, de carne y hueso, sino que más bien
  sospechamos que fue una pura ficción. Y su otra preeminencia, sería
  la de que ese profeta era un profeta ridículo, que fue la befa y
  el escarnio de las gentes.
  
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- Es el valor que más falta nos hace: el de afrontar el ridículo.
  El ridículo es el arma que manejan todos los miserables, bachilleres,
  barberos, curas, canónigos, y duques que guardan escondido el sepulcro
  del Caballero de la Locura. Caballero que hizo reír a todo el mundo,
  pero que nunca soltó un chiste. Tenía el alma demasiado grande
  para parir chistes. Hizo reír con su seriedad.
  
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- Empieza, pues, amigo, a hacer de Pedro el Ermitaño y llama
  a las gentes a que se te unan, se nos unan, y vayamos todos a rescatar
  ese sepulcro que no sabemos dónde está. La cruzada misma
  nos revelara el sagrado lugar. Verás cómo así que
  el sagrado escuadrón se ponga en marcha aparecerá en el cielo
  una estrella nueva, sólo visible para los cruzados, una estrella
  refulgente y sonora, que cantará un canto nuevo en esta larga noche
  que nos envuelve, y la estrella se pondrá en marcha en cuanto se
  ponga en marcha el escuadrón de los cruzados, y cuando hayan vencido
  en su cruzada, o cuando hayan sucumbido todos -que es acaso la manera única
  de vencer de veras-, la estrella caerá del cielo, y en el sitio
  donde caiga, allí está el sepulcro. El sepulcro está
  donde muera el escuadrón.
  
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- Y allí donde está el sepulcro, allí está
  la cuna, allí está el nido. Y de allí volverá
  a resurgir la estrella refulgente y sonora, camino del cielo. Y no me preguntes
  más, querido amigo. Cuando me haces hablar de estas cosas me haces
  que saque del fondo de mi alma, dolorida por la ramplonería ambiente
  que por todas partes me acosa y aprieta, dolorida por las salpicaduras
  del fango de mentira en que chapoteamos, dolorida por los arañazos
  de la cobardía que nos envuelve, me haces que saque del fondo de
  mi alma dolorida las visiones sin razón, los conceptos sin lógica,
  las cosas que no yo sé lo que quieren decir, ni menos quiero ponerme
  a averiguarlo.
  
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- ¿Qué quieres decir con esto? -me preguntas más
  de una vez-. Y yo te respondo: ¿lo sé yo acaso?. ¡No
  mi buen amigo, no! muchas de estas ocurrencias de mi espíritu que
  te confío ni yo sé lo que quieren decir, o, por lo menos,
  soy yo quien no lo sé. Hay alguien dentro de mí que me las
  dicta, que me las dice. Le obedezco y no me adentro a verle la cara ni
  a preguntarle por su nombre. Sólo sé que si le viese la cara
  y me dijese su nombre me moriría yo para que viviese él.
  
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- Estoy avergonzado de haber alguna vez fingido entes de ficción,
  personajes novelescos, para poner en sus labios lo que no me atrevía
  a poner en los míos y hacerles decir como en broma lo que yo siento
  muy en serio. Tú me conoces, tú, y sabes bien cuán
  lejos estoy de rebuscar adrede paradojas, extravagancias y singularidades,
  piensen lo que pensaren algunos majaderos. Tú y yo, mi buen amigo,
  mi único amigo absoluto hemos hablado muchas veces, a solas, de
  lo que sea la locura, y hemos comentado aquello del Brand ibseniano, hijo
  de Kierkegaard, de que está loco el que está solo. Y hemos
  concordado en que una locura cualquiera deja de serlo en cuanto se hace
  colectiva, en cuanto es locura de todo un pueblo, de todo el género
  humano acaso. En cuanto una alucinación se hace colectiva, se hace
  popular, se hace social, deja de ser alucinación para convertirse
  en una realidad, en algo que está fuera de cada uno de los que la
  comparten. Y tú y yo estamos de acuerdo en que hace falta llevar
  a las muchedumbres, llevar al pueblo, llevar a nuestro pueblo español
  una locura cualquiera, la locura de uno cualquiera de sus miembros que
  esté loco, pero loco de verdad y no me mentirijillas. Loco, y no
  tonto.
  
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- Tú y yo, mi buen amigo, no hemos escandalizado en eso que
  llaman aquí fanatismo, y que, por nuestra desgracia no lo es. No;
  no es fanatismo nada que esté reglamentado y contenido y encauzado
  y dirigido por bachilleres, curas, barberos, canónigos y duques;
  no es fanatismo nada que lleve un pendón con fórmulas lógicas,
  nada que tenga programa, nada que se proponga para mañana un propósito
  que puede un orador desarrollar en un metódico discurso.
  
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- Una vez, ¿te acuerdas?, vimos a ocho o diez mozos reunirse
  y seguir a uno que les decía: ¡Vamos a hacer una barbaridad!.
  Y eso es lo que tú y yo anhelamos, que el pueblo se apiñe
  y gritando ¡vamos a hacer una barbaridad! se ponga en marcha. Y si
  algún bachiller, algún barbero, algún cura, algún
  canónigo o algún duque les detuviese para decirles: "¡hijos
  míos!, está bien, os veo henchidos de heroísmo, llenos
  de santa indignación; también yo voy con vosotros; pero antes
  de ir todos y yo con vosotros, a hacer esa barbaridad, ¿no os parece
  que debíamos ponernos de acuerdo respecto a la barbaridad que vamos
  a hacer? ¿Qué barbaridad va a ser ésa?", si alguno
  de esos malandrines que he dicho les detuviese para decirles tal cosa,
  deberían derribarle al punto y pasar todos sobre él pisoteándole,
  y ya empezaba la heroica barbaridad.
  
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- ¿No crees, mi amigo, que hay por ahí muchas almas
  solitarias a las que el corazón les pide alguna barbaridad, algo
  de que revienten?. Ve, pues, a ver si logras juntarlas y formar escuadrón
  con ellas y ponernos todos en marcha - porque yo iré con ellos y
  tras de ti- a rescatar el sepulcro de Don Quijote, que, gracias a Dios,
  no sabemos donde está. Ya nos lo dirá la estrella refulgente
  y sonora.
  
  - Y ¿no será -me dices en tus horas de desaliento, cuando
  te vas de ti mismo-, no será que creyendo al ponernos en marcha
  caminar por campos y tierras, estemos dando vueltas en torno al mismo sitio?.
  Entonces la estrella estará fija, quieta sobre nuestras cabezas
  y el sepulcro en nosotros. Y entonces la estrella caerá, pero caerá
  para venir a enterrarse en nuestras almas. Y nuestras almas se convertirán
  en luz y fundidas todas en la estrella refulgente y sonora subirá
  ésta más refulgente aún, convertida en un sol, en
  un sol de eterna melodía a alumbrar el cielo de la patria redimida.
  
- En marcha, pues. Y ten en cuenta no se te metan en el sagrado escuadrón
  de los cruzados bachilleres, barberos, curas, canónigos o duques
  disfrazados de Sanchos. No importa que te pidan ínsulas; lo que
  debes de hacer es expulsarlos en cuanto te pidan el itinerario de la marcha,
  en cuanto te hablen de programa, en cuanto te pregunten al oído,
  maliciosamente, que les digas hacia dónde cae el sepulcro. Sigue
  a la estrella. Y haz como el Caballero: endereza el entuerto que se te
  ponga delante. Ahora lo de ahora, y aquí lo de aquí. ¡Poneos
  en marcha! ¿Que adónde vais? La estrella os lo dirá:
  ¡al sepulcro! ¿Qué vamos a hacer en el camino, mientras
  marchamos? ¿Qué? ¡Luchar! Luchar, y ¿cómo?
  
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- ¿Cómo? ¿Tropezáis con uno que miente?,
  gritarle a la cara: ¡mentira!, y ¡adelante! ¿Tropezáis
  con uno que roba?, gritarle: ¡ladrón!, y ¡adelante!
  ¿Tropezáis con uno que dice tonterías, a quien oye
  toda una muchedumbre con la boca abierta?, gritarles: ¡estúpidos!,
  y ¡adelante! ¡Adelante siempre! ¿Es que con eso -me
  dice uno a quien tú conoces y que ansía ser cruzado-, es
  que con eso se borra la mentira, ni el ladrocinio, ni la tontería
  del mundo. ¿Quién ha dicho que no? La más miserable
  de todas las miserias, la más repugnante y apestosa argucia de la
  cobardía es esa de decir que nada se adelanta con denunciar a un
  ladrón porque otros seguirán robando, que nada se logra con
  llamarle en su cara majadero al majadero, porque no por eso la majadería
  disminuirá en el mundo.
  
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- Sí, hay que repetirlo una y mil veces: con que una vez, una
  sola vez, acabases del todo y para siempre con un solo embustero, habríase
  acabado el embuste de una vez para siempre. ¡En marcha, pues! Y echa
  del sagrado escuadrón a todos los que empiecen a estudiar el paso
  que habrá de llevarse en la marcha y su compás y su ritmo.
  Sobre todo, ¡fuera con los que a todas horas andan con eso del ritmo!
  Te convertirían el escuadrón en una cuadrilla de baile, y
  la marcha en danza. ¡Fuera con ellos! Que se vayan a otra parte a
  cantar a la carne.
  
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- Esos que tratarían de convertirte el escuadrón de
  marcha en cuadrilla de baile se llaman a sí mismos, y los unos a
  los otros entre sí, poetas. No lo son. Son cualquier otra cosa.
  Esos no van al sepulcro sino por curiosidad, por ver como sea, en busca
  acaso de una sensación nueva, y por divertirse en el camino. ¡Fuera
  con ellos!
  
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- Esos son los que con su indulgencia de bohemios contribuyen a mantener
  la cobardía y la mentira y las miserias todas que nos anonadan.
  Cuando predican libertad no piensan más que en una: en la de disponer
  de la mujer del prójimo. Todo es en ellos sensualidad, y hasta de
  las ideas de las grandes ideas, se enamoran sensualmente. Son incapaces
  de casarse con una grande y pura idea y criar familia de ella; no hacen
  sino amontonarse con las ideas. Las toman de queridas, menos aún,
  tal vez de compañeras de una noche. ¡Fuera con ellos!
  
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- Si alguien quiere coger en el camino tal o cual florecilla que a
  su vera sonríe, cójala, pero de paso, sin detenerse y siga
  al escuadrón, cuyo alférez no habrá de quitar ojo
  de la estrella refulgente y sonora. Y si se pone la florecilla en el peto
  sobre la coraza, no para verla él, sino para que se la vean, ¡fuera
  con él! Que se vaya, con su flor en el ojal, a bailar a otra parte.
  
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- Mira, amigo, si quieres cumplir tu misión y servir a tu patria
  es preciso que te hagas odioso a los muchachos sensibles que no ven el
  universo sino a través de los ojos de su novia. O algo peor aún.
  Que tus palabras sean estridentes y agrias a sus oídos. El escuadrón
  no ha de detenerse sino de noche, junto al bosque o al abrigo de la montaña.
  Levantará allí sus tiendas, se lavarán los cruzados
  sus pies, cenarán lo que sus mujeres les hayan preparado, engendrarán
  luego un hijo en ellas, les darán un beso y se dormirán para
  recomenzar la marcha al siguiente día. Y cuando alguna se muera
  le dejarán a la vera del camino; amortajado en su armadura, a merced
  de los cuervos. Quede para los muertos el cuidado de enterrar a sus muertos.
  Si alguno intenta durante la marcha tocar pífano o dulzaina o caramillo
  o vihuela o lo que fuere, rómpele el instrumento y échale
  de filas, porque estorba a los demás oír el canto de la estrella.
  Y es, además que él no la oye. Y quien no oiga el canto del
  cielo no debe de ir en busca del sepulcro del Caballero.
  
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- Te hablarán esos danzantes de poesía. No les hagas
  caso. El que se pone a tocar su jeringa -que no es otra cosa la "syringa"-
  debajo del cielo, sin oír la música de las esferas, no merece
  que se le oiga. No conoce la abismática poesía del fanatismo,
  no conoce la inmensa poesía de los templos vacíos, sin luces,
  sin dorados, sin imágenes, sin pompas, sin aromas, sin nada de eso
  que llaman arte. Cuatro paredes lisas y un techo de tablas: un corralón
  cualquiera. Echa del escuadrón a todos los danzantes de la jeringa.
  Échalos, antes de que se te vayan por un plato de alubias. Son filósofos
  cínicos, indulgentes, buenos muchachos, de los que todo lo comprenden
  y todo lo perdonan. Y el que todo lo comprende no comprende nada, y el
  que todo lo perdona nada perdona. No tienen escrúpulo en venderse.
  Como viven en dos mundos pueden guardar su libertad en el otro y esclavizarse
  en éste. Son a la vez estetas y perezistas o lopezistas o rodríguezistas.
  
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- Hace tiempo se dijo que el hambre y el amor son los dos resortes
  de la vida humana. De la baja vida humana, de la vida de tierra. Los danzantes
  no bailan sino por hambre o por amor; hambre de carne, amor de carne también.
  Échalos de tu escuadrón, y que allí, en un prado,
  se harten de bailar mientras uno toca la jeringa, otro da palmaditas y
  otro canta a un plato de alubias o a los muslos de su querida de temporada.
  Y que allí inventen nuevas piruetas nuevos trenzados de pies, nuevas
  figuras de rigodón.
  
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- Y si alguno te viniera diciendo que él sabe tender puentes
  y que acaso llegue ocasión en que se deba aprovechar sus conocimientos
  para pasar un río, ¡fuera con él! ¡Fuera el ingeniero!
  Los ríos se pasarán vadeándolos, o a nado, aunque
  se ahogue la mitad de los cruzados. Que se vaya el ingeniero a hacer puentes
  a otra parte, donde hacen mucha falta. Para ir en busca del sepulcro basta
  la fe como puente.
  
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- Si quieres, mi buen amigo llenar tu vocación debidamente
  desconfía del arte, desconfía de la ciencia, por lo menos
  de eso que llaman arte y ciencia y no son sino mezquinos remedos del arte
  y de la ciencia verdaderos. Que te baste tu fe. Tu fe será tu arte,
  tu fe será tu ciencia.
  
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- He dudado más de una vez de que puedas cumplir tu obra al
  notar el cuidado que pones en escribir las cartas que escribes. Hay en
  ellas, no pocas veces, tachaduras, enmiendas, correcciones, jeringazos.
  No es un chorro que brota violento, expulsando el tapón. Más
  de una vez tus cartas degeneran en literatura, en esa cochina literatura,
  aliada natural de todas las esclavitudes y de todas las miserias. Los esclavizadores
  saben bien que mientras está el esclavo cantando a la libertad se
  consuela de su esclavitud y no piensa en romper sus cadenas.
  
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- Pero otras veces recobro fe y esperanza en ti cuando siento bajo
  tus palabras atropelladas, improvisadas, cacofónicas, el temblar
  de tu voz dominada por la fiebre. Hay ocasiones en que puede decirse que
  ni están en un lenguaje determinado. Que cada cual lo traduzca al
  suyo. Procura vivir en continuo vértigo pasional, dominado por una
  pasión cualquiera. Sólo los apasionados llevan a cabo obras
  verdaderamente duraderas y fecundas. Cuando oigas de alguien que es impecable,
  en cualquiera de los sentidos de esta estúpida palabra, huye de
  él; sobre todo si es artista. Así como el hombre más
  tonto es el que en su vida ha hecho ni dicho una tontería, así
  el artista menos poeta, el más antipoético- y entre los artistas
  abundan las naturalezas antipoéticas-, es el artista impecable,
  el artista al quien decoran con la corona, de laurel de cartulina, de la
  impecabilidad de los danzantes de la jeringa.
  
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- Te consume, mi pobre amigo, una fiebre incesante, una sed de océanos
  insondables y sin riberas, un hambre de universos, y la morriña
  de la eternidad. Sufres de la razón. Y no sabes lo que quieres.
  Y ahora, ahora quieres ir al sepulcro del Caballero de la Locura y deshacerte
  allí en lágrimas, consumirte en fiebre, morir de sed de océanos,
  de hambre de universos, de morriña de eternidad. Ponte en marcha,
  solo. Todos los demás solitarios irán a tu lado, aunque no
  los veas. Cada cual creerá ir solo, pero formaréis batallón
  sagrado, el batallón de la santa e inacabable cruzada.
  
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- Tú no sabes bien, mi buen amigo, cómo los solitarios
  todos, sin conocerse, sin mirarse a las caras, sin saber los unos los nombres
  de los otros, caminan juntos y prestándose mutua ayuda. Los otros
  hablan unos de otros, se dan las manos, se felicitan mutuamente, se bombean
  y denigran, murmuran entre sí y va cada cual por su lado. Y huyen
  del sepulcro.
  
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- Tú no perteneces al cotarro, sino al batallón de los
  libres cruzados. ¡Por qué te asomas a las tapias del cotarro
  a oír lo que en él se cacarea! ¡No, amigo mío,
  no! Cuando pases junto a un cotarro tápate los oídos, lanza
  tu palabra y sigue adelante, camino del sepulcro. Y que en esa palabra
  vibren toda tu sed, toda tu hambre, toda tu morriña, todo tu amor.
  Si quieres vivir de ellos, vive para ellos. Pero entonces, mi pobre amigo,
  te habrás muerto. 
  
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- Me acuerdo de aquella dolorosa carta que me escribiste cuando estabas
  a punto de sucumbir, de derogar, de entrar en la cofradía. Vi entonces
  cómo te pesaba tu soledad, esa soledad que debe ser tu consuelo
  y tu fortaleza. Llegaste a los más terrible, a lo más desolador;
  llegaste al borde del precipicio de tu perdición: llegaste a dudar
  de tu soledad, llegaste a creerte en compañía. "¿No
  será -me decías- una mera cavilación, un fruto de
  soberbia, de petulancia, tal vez de locura, esto de creerme solo? Porque
  yo, cuando me sereno, me veo acompañado, y recibo cordiales apretones
  de manos, voces de aliento, palabras de simpatía, todo género
  de muestras de no encontrarme solo, ni mucho menos." Y por aquí
  seguías. Y te vi engañado y perdido, te vi huyendo del sepulcro.
  
  - No, no te engañas en los accesos de tu fiebre, en las agonías
  de tu sed, en las congojas de tu hambre; estás solo, eternamente
  solo. No sólo son mordiscos los mordiscos que como tales sientes,
  lo son también los que como besos. Te silban los que aplauden, te
  quieren detener en tu marcha al sepulcro los que te gritan ¡adelante!
  Tápate los oídos. Y ante todo cúrate de una afección
  terrible, que por mucho que te la sacudes vuelve a ti con terquedad de
  mosca: Cúrate de la afección de preocuparte cómo aparezcas
  a los demás. Cuídate sólo de cómo aparezcas
  ante Dios, cuídate de la idea de que ti Dios tenga.
  
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- Estás solo, mucho más solo de lo que te figuras, y
  aun así no estas sino en camino de la absoluta, de la completa,
  de la verdadera soledad. La absoluta, la completa, la verdadera soledad
  consiste en no estar ni aun consigo mismo. Y no estarás de veras
  completa y absolutamente solo hasta que no te despojes de ti mismo, al
  borde del sepulcro, ¡Santa Soledad!
  
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- Todo esto dije a mi amigo y él me contestó en una
  larga carta, llena de un furioso desaliento, estas palabras:
  
                                                                           
    -  
    
- "Todo eso que me dices está muy bien, está bien,
    no está mal; pero ¿no te parece que en vez de ir a buscar
    el sepulcro de Don Quijote y rescatarlo de bachilleres, curas, barberos,
    canónigos y duques debíamos ir a buscar el sepulcro de Dios
    y rescatarlo de creyentes e incrédulos, de ateos y deístas,
    que lo ocupan, y esperar allí, dando voces de suprema desesperación,
    derritiendo el corazón en lagrimas, a que Dios resucite y nos salve
    de la nada?".
  
  
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Miguel de Unamuno
 
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