NI LÁTIGO, NI TERCIOPELO

 

En días pasados se discutió la posibilidad, planteada por un periodista, de que en nuestro país se despenalice la droga. Para muchos, esa sería la vía más rápida hacia la paz y la tolerancia. Acabar con el riesgo de la comercialización es acabar con el valor agregado del negocio, lo que quiere decir que es acabar con el negocio mismo pues lo que convierte al narcotráfico en actividad rentable es, precisamente, el riesgo que implica la comercialización de algo ilegal. Otros sostienen que nuestro país no está preparado para la despenalización. Temen que la fogosidad tropical y el desorden latino desborden los límites de lo aceptable, y vislumbran, en esa medida, el punto final de la hecatombe.

He ahí los dos extremos de la discusión, que podemos considerar como las dos columnas del problema. Pero como la naturaleza es indeterminista y funciona de manera estocástica, la posible solución debemos buscarla, no en los extremos que limitan el asunto, sino, más bién en algún punto entre el norte y el sur. La materia, componente natural del mundo, no puede llegar al terreno de los conceptos. Y esos conceptos son, precisamente, las dos columnas opuestas.

La humanidad es material, y forma parte de la naturaleza. Desde el punto de vista biológico, no hay mayor diferencia entre una serpiente, un conejo, un zorro y un humano, aunque éste sea norteamericano o colombiano. Se ha dicho que la única diferencia que hay entre el humano y los animales es la conciencia; por eso el camino a la solución del problema tenenos que buscarlo a partir de la diferencia que pueda existir entre la conciencia del colombiano y la conciencia, por ejemplo, del norteamericano.

"Pienso, luego existo", es la frase de cajón que dijo Descartes y que ha confundido nuestra forma de interpretar lo que es el ser humano. Aunque sutil, la falacia es clara: del verbo pensar, el filósofo obtiene, como por arte de magia, el verbo existir. Esto no es más que la sustanciación de la acción (una acción que se convierte en algo material y concreto, con existencia en un mundo temporoespacial). De la afirmación cartesiana, sólo podemos obtener dos interpretaciones. En la primera, podemos pensar que el filósofo consideró sinónimos esos dos verbos. Si se acepta dicha sinonimia, es necesario aceptar que solo existe lo que piensa. Pero, como tenemos evidencias de que cuando no estamos pensando seguimos existiendo, y como tenemos evidencias, también, de la existencia de otras cosas que existen y no piensan, a la proposición cartesiana, interpretada de esta forma, le faltaría mucho para ser clara; en buena lógica, lo único que se sigue de la afirmación "yo pienso" es "ergo, yo puedo pensar". La segunda interpretación sería considerar que el verbo pensar es una subcategoría del verbo existir; así, sería lógico que el pensar fuera prueba fiel de existencia; pero esta alternativa no establece ninguna diferencia entre el pensar y otros verbos. Cualquier verbo, a través del juego cartesiano, le puede conferir existencia al individuo, y eso no nos da ninguna ventaja sobre los demás animales.

La conciencia, según la cábala, surgió de la palabra; y según la filosofía contemporánea, la conciencia es un derivado natural del lenguaje. Aunque tuviéramos el cerebro mejor dotado de toda la creación, sin la capacidad de comunicarnos tal vez no hubiéramos superado nuestra condición de cavernícolas. Pero el lenguaje puede servirnos para aprehender la realidad o para extraviarnos en mundos imaginarios. Si seguimos el juego cartesiano, obteniendo substancias a partir de acciones, empezaremos a formar conjuntos artificiales agrupados según conceptos en los que se subsumen los atributos; y estos atributos pueden ser, al mismo tiempo, características físicas o características valorativas. Así, de un hombre gordo que piensa obtenemos un pensador, un gordo, o un pensador gordo, aunque haya momentos en los que ese pensador no piense; de un hombre que piense igual a nosotros obtenemos un amigo, aunque haya momentos en los que piense diferente de como pensamos; en el mismo orden de ideas, de alguien que piense diferente de nosotros podemos obtener un enemigo, y de quien da limosnas al pueblo obtenemos un filántropo; para ese pueblo, ese hombre siempre será un filántropo aunque algunas veces conjugue el verbo "narcotraficar". Entonces, nuestro santo se convierte en demonio cuando quienes lo juzgan son los antiguos dueños del dinero repartido.

En los países ricos se cambió a Dios por el dinero. Allí es siempre posible obtener algo de bienestar, el suficiente para adormecer las ambiciones, por medio de lo que se ha denominado "trabajo honrado". Pero, en Colombia, la muerte de Dios no ha tenido sustituto. La esperanza de la mayoría solo tiene dos caminos: la ley de la jungla, o el hambre. En un país sin historia como el nuestro, cuando se destruye el eje de la moral, la entropía social se desborda hacia el "sálvese quien pueda". En Colombia, como en todo el mundo, surgen personalidades capaces de dedicarse al narcotráfico; pero en nuestro país no nos hemos preocupado por abrir otros caminos por los que se pueda canalizar la intrepidez de esas mentalidades. He ahí la diferencia que existe entre la conciencia de un ciudadano colombiano y la de un ciudadano de un país desarrollado.

Relacionado con el significado de conciencia está el significado de moral. Tradicionalmente han existido dos formas de entender la moral: una, conocida hoy como moral deontológica, considera que las cosas son buenas o malas en sí mismas. La otra, conocida como moral teleológica, considera que lo bueno y lo malo de las acciones se debe buscar en las consecuencias. Esta no es más que otra forma de interpretar la antigua pregunta de si "¿Es bueno porque lo quieren los dioses, o lo quieren los dioses porque es bueno?. Después de la muerte de los dioses, el narcotráfico, como la moral, será bueno o malo según quién lo mire.

Como no he profundizado en los misterios de la columna del sur, pues solo tengo el grado de aprendiz, haré mis observaciones utilizando el modelo del árbol de la Cábala, arquetipo más familiar a mi experiencia. En dicho modelo también se utilizan las columnas. Situado bajo el dintel, el recipiendario puede ver a su izquierda la columna de la justicia, que representa lo fijo, lo rígido, lo material; a la derecha, la columna de la misericordia, que representa la tolerancia, la flexibilidad, lo volátil. Entre las dos hay otra columna, que traza una línea recta entre el Zadik (el iniciado) y el Uno, conocido con el nombre de Kether, la corona. Esa columna, trazada desde el punto central entre columnas hasta un punto del que surge la conciencia, situado en el oriente, representa la indulgencia.

Situémonos, pues, en el mediodía y observemos lo que ocurriría en la columna de la izquierda si aceptáramos la alternativa de seguir combatiendo el narcotráfico. Seguirá el derramamiento de sangre, pues la mayor parte de los colombianos están formados, de manera natural, para enfrentar diariamente el riesgo de morir. "Los buenos" seguiremos conjugando el verbo "tú narcotraficas" y, mientras tanto, "los malos" conjugarán el verbo "hago lo que puedo para sobrevivir". En esa discusión se nos irá el siglo veintiuno y entraremos al veintidós siendo los mismos parias que fuimos en el veinte.

Consideremos ahora, como si estuviéramos en la estación del primer vigilante, lo que ocurriría en la columna derecha si se aceptara la propuesta de legalizar la droga. Se supone que, si se acaba con el riesgo que acarrea la comercialización, desaparecerá el valor agregado de la mercancía. Tal vez desaparezca, sí, el narcotráfico. Pero, para Colombia, no habrá ninguna ganancia. El negocio, ya lícito, se cambiará por el de trata de blancas o por el tráfico de menores; de hecho, estos problemas ya se consideran estigmas de nuestra nacionalidad. Los responsables del derramamiento de sangre no van a cambiar sus métodos por un cambio tan simple en sus actividades económicas. Ellos, para sobrevivir, seguirán haciendo lo que pueden, y nuestra condición de parias seguirá manchando con indignación los titulares de los periódicos del mundo entero.

Claro se ve que la solución no está ni en la fusta ni en el terciopelo. Pero exploremos la columna del medio y pongamos en ella la educación, posibilidad que muy pocos de nuestros gobernantes se han detenido a considerar. El mundo olvidó a Dios, y la moral perdió el sustento emocional en el subconsciente de las masas; lo único que podría reemplazarlo sin conducir al letargo consumista que caracteriza a las comunidades decadentes, o al salvajismo con que hoy se nos asocia, es la educación. Pero el camino es largo; no olvidemos que los colombianos son capaces de enfrentar la muerte para conseguir sus fines, pues la mayoría son producto de las presiones naturales de la jungla. Para cambiar esos patrones de comportamiento se necesita voluntad política, compromiso ciudadano, y magnanimidad a la hora de aceptar nuestros defectos. Al mismo tiempo, será necesario intervenir, desde sus más profundas raíces, nuestro sistema de educación pública, y orientar las políticas que regulan los medios masivos de comunicación hacia el cultivo de la inteligencia. La educación de nuestro pueblo no puede seguir haciéndose a través de la basura idiotizante con que nos mantienen entretenidos las grandes firmas multinacionales.

Es cierto que por la columna del medio los frutos solo se recogerán a la vuelta de una generación. El sacrificio tendrá que ser grande, pero la inversión no será mayor que la necesaria para seguir combatiendo la barbarie. Los años que nos quedan sobre la tierra serán de intensa lucha, pero, al final, tal vez podamos decir que habrá valido la pena vivir en Colombia.

Q.·.H.·. L.A.M.

A.·.M.·.

Resp Log.·. Nieves del Ruiz Nº 14

Nov. 1999

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